Prólogo

 

Si Ud., dichoso(a) lector(a), tiene en las manos este libro y se dispone a leerlo, es porque -supongo- lo ha comprado. Lo(a) felicito. En primer lugar, porque poder comprar un libro en estos momentos es como encontrarse la Virgen amarrada en un trapo. Y en segundo lugar, porque usted ha tenido la suerte de que yo lo haya escrito.

Estoy seguro que su fino olfato de buen lector(a) habrá ya captado que se trata de un libro de cuentos. Y esto, que parece obvio, no lo es tanto, pues desde hace algunos años ya nadie sabe lo que es un cuento, y algunos escritores, de éste y de otros pagos, llaman cuento a cualquier porquería. Estos cuentos, los míos, tienen cabeza, tronco y extremidades, y dentro todo aquello que necesita tina criatura para ser viable. Por lo menos es lo que yo pienso, y si al terminar de leerlos ocurre que no es así, mala suerte para usted.

Luego, vale la pena que usted sepa, si no lo sabe, que se trata de cuentos escritos por un poeta, y suele pensarse que un poeta tiene que escribir cuentos poéticos, casa que nadie sabe lo que es, ni siquiera los profesores de literatura.

Algunos seres de este mundo y del otro tienen la cabeza llena de archivos, y, por lo tanto, de clasificaciones, y afirman que un poeta no puede, ni debe, escribir buenos cuentos, un novelista buenos poemas, un cuentista excelentes novelas y un ensayista notables novelas. Piensan que cada cual a lo suyo: un poeta, a la poesía; un novelista, a sus novelas; un ensayista, a sus ensayos; y un economista de la nueva ola, a sus cuentos.

Si todo esto es cierto, como parece que lo es, quiero advertir que los comencé a escribir hacia 1968, mientras desempeñaba el cargo de agregado cultural de la Embajada de Chile en Madrid. El último cuento data de 1975. Advierto, además, que los creé porque me dio la gana, y me entretuve una barbaridad con ellos. Y este es un buen punto de partida. Pues si el cuentista no se entretiene al escribir sus cuentos, yo no sé quién se va a entretener con ellos.

Tomando en cuenta, pues, inteligente lector(a), que usted no tiene la cocusa, vulgo cabeza, llena de archivos y clasificaciones, debe enterarse que soy geminiano y es muy posible que en estos cuentos, como en mi última (y disparatada) novela, me haya descargado a través del humor, la ironía y otras delicadezas de la, tensión dramática de mi poesía.

Hay, en mí, un duende que viene de las profundidades de la tierra, y otro desciende sobre mi azotea desde las más altas esferas. Un duende trágico y otro travieso. En este libro -salvo, por ejemplo, en "El hombre visible" y en "Fillo de Rucamanqui"- gana el duende travieso, que, a veces, es irónico, sarcástico y ácido, sobre todo en los dos cuentos del terrible (y benévolo) corolo, que recomiendo leer seguidos; y en "Mapas del otro mundo" (que, escrito en 1969, parece una profecía; o en "El misterio del marqués inminente", en el cual, como decía el gran Edwards Bello, se confirma aquello de que la imaginación de los genealogistas es tan prodigiosa, que "por dinero pueden hacer que un choricero analfabeto descienda en línea recta de los Reyes Magos".

Y sobre todo -admirado(a) lector(a), admirado(a) crítico(a); admirado(a) catedrático(a)-, al terminar de leer y gozar estos cuentos, no diga, por favor, que soy mejor poeta que cuentista. Olvídese que soy un notable poeta. Sea lúcido, y cuéntele a su amigo: "Yo no sabía que Arteche fuera capaz de escribir tan buenos cuentos". Y ríndame, después, un homenaje silencioso. O, si prefiere, público.

Pero si luego de leer estos cuentos cae en un profundo sopor, agradézcamelo al despertar, pues habré, así, contribuido a aliviar sus numerosas tensiones, y habré descubierto que puede venderse (el libro) como hipnótico en las mejores farmacias de esta copia -así decían- feliz del Edén.

 

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