LA EXTRAÑEZA DE SER AMERICANO

por Miguel Arteche

Entrada

Siempre que el poeta entra en el terreno de la prosa le acechan algunos peligros. Estará tentado de emplear, por ejemplo, los mismos métodos que usaba cuando escribía el poema, las mismas imágenes (o imágenes provenientes de un mismo hontanar) que surgían cuando el poema se gestaba. Pero ¿es que se puede establecer una división tan violenta entre poesía y prosa? La palabra poética (nada nuevo hay en esto) es aquella que, sobre sus categorías gramaticales, despide tal cantidad de luz que prácticamente hace inagotable su capacidad de sugerir, de crear en los lectores todos los estados de emoción imaginables: algo así como una piedra radiactiva que conservara por siglos, o por toda la eternidad, su poder, sin dejar de ser piedra, esto es, una cosa que tiene un significarlo bien preciso. En la prosa se agotaría muy rápidamente para ser sólo lo que era al comienzo, y nada más que eso. Algo así como si a la palabra pan se le hicieran crecer unas alas, o se le inyectara tal líquido que, desde ese momento fuera pan pero muchísimo más que pan: eso sería palabra poética. Y sería prosaica si sobre ella, con su primer significado, no pasara ningún viento transmutador, y quedara convertida en lo que su primera esencia quiso que fuera: porción de masa y de harina y agua, que después de fermentada y cocida en horno sirve de alimento al hombre(1).

Cuando me refiero a los peligros que aguardan al poeta al penetrar en la prosa no me refiero a cualquier tipo de prosa: me refiero a aquel que el poeta emplea cuando necesita decir algo sobre la poesía. Ahora bien, ¿qué va a decir un poeta sobre la poesía? Lo primero que se nos ocurre es que, con seguridad o sin ella, nos va a endilgar un arte poética que él creerá la única verdadera, la cual arte poética será el non plus ultra, el extremo del espacio galáctico de su afirmación poética: uno nos ha de decir que la poesía, por ejemplo, es un charme (en el sentido de Valéry); otro afirmará que debe estar ceñida a una estética mórbida (como la prerrafaelista); el de más allá que la poesía debe cantar las glorias de la revolución en marcha, los anhelos del pueblo avasallado; y otro, en fin, que es un largo viaje nocturno, el viaje del alma hasta Dios. Para unos la poesía deberá ser pura; para otros tiene que estar sumida hasta los entresijos en la impureza. Y de esta manera, unos poetas renegarán de otros, cada uno en su reino particular, como las piezas del ajedrez antes de que el jugador abra la partida. Y tal vez los únicos intereses que podamos sacar sean los simples datos de su introspección, informes sobre su modo de ver el fenómeno poético, o la defensa del tipo de poesía que él escribe o quisiera escribir Exagerará la deuda que tiene con aquellos poetas de los cuales gusta, y hasta sus conocimientos sobre tal materia serán parciales. Pues bien: este peligro aumenta cuando el poeta quiere pasar más allá de sus limitaciones de poeta (dentro de las que, por otra parte, ejercita su libertad) para subir por un terreno muchísimo más peligroso: aventura que puede demostrar los azares que el poeta corre cuando se mete donde no lo llaman, por ese afán prometeico de explotar toda clase de experiencias, pues los poetas están interesados en muchísimas otras cosas que no son la poesía, aunque la gente no lo crea. En este sentido, los fracasos han sido tan grandes que pediré la indulgencia necesaria por esbozar algunas ideas sobre la situación del americano dentro de su tierra, para lo cual partiré de dos ejemplos: uno de ellos es un poema. No habría podido escribir sobre este problema (superior, por supuesto, a mis fuerzas) si no me interesara hondamente, hasta el extremo de haber constituido un momento importante dentro de mi desarrollo poético. Para los que creen que en América todo está hecho, que es la tierra del porvenir, mis palabras estarán de más o significarán un ansia de huir de una realidad. Creo, por el contrario, que la escondida realidad de América (así han calado en ella hombres como Wolfe y MacLeish) es la única realidad que deberíamos sacar a flor de agua para tomarla por los pitones, y así lo hizo César Vallejo, a través de la profundidad de sus estremecedores versos, donde se asiste al drama de un espíritu sacudido por la sangre encontrada de sus antepasados (el quechua y el español): los dos polos entre los que se ha movido y se moverá todo americano, esté o no investido del cruce racial, porque ese cruce entra, antes que nada, y por encima de todo, en la categoría del espíritu.

Es imposible, en el espacio de estas carillas, explotar (empleo la palabra en su primera acepción) toda la cantera de tema tan riquísimo, océano tan vasto y tan presentido e invisible que, de puro vasto y presentido, ha quedado ante nosotros en ese más allá que hasta podemos oler, como una tierra a la que hay que asomarse muy pocas veces, o no asomarse, porque, si lo hiciéramos, caería el castillo de naipes de aquellos que pomposamente hablan poniendo el acento principal en el pronombre posesivo de primera persona: nuestros valores, nuestras hazañas, nuestro porvenir, nuestra cultura. Estribillo que ya suena a hueco, por eso de que cuando uno habla demasiado de una cosa es o porque no la posee, o porque la posee a medias, o porque no teniéndola se muere de ganas de hacerla entrar en sus dominios, y para eso decide que, sin importar los medios, hay que apoderarse de ella, así sea a través de una falsa exaltación de nuestros valores, para lanzar después la mirada insolente sobre otras grandes culturas (2)

Me concretaré, pues, sólo ala situación del poeta americano, con lo cual no me contradigo. El poeta es, antes que nada, el hombre, y del lugar que como hombre ocupe en su tierra dependerá sin duda el sitio que le corresponda como creador. Ahora bien, ¿cuál es, en América, ese lugar, y cuáles son las consecuencias espirituales que el hecho de ocupar ese lugar le trae?

..................................................................."It is a strange thing to be an american"

El hecho es el siguiente: el poeta americano (no olvidemos que el adjetivo lo tomo en su verdadero sentido, esto es, natural de América) tiene, al comenzar a escribir, un inmenso espacio a sus espaldas que no ha sido ocupado. Su contorno, o lo que su contorno posee de pasado, es mínimo; su tradición de poesía es exigua (por hablar de una de las tradiciones que deben interesarle), y tiene casi encima de él a los poetas que le han precedido; no alcanza la perspectiva necesaria para realizar un examen de conciencia de lo que esos poetas le hayan podido aportar, perspectiva y examen que tan útiles son para cualesquiera de los poetas europeos, los cuales siempre podrán tomar o rechazar el pasado para afirmar o negar sobre lo antiguo lo nuevo que ellos deseen realizar. A este hecho se llama tradición, y no creo que un poeta pueda prescindir de ella, si se la entiende como una transferencia, un dar de los que nos precedieron, un don que nosotros debemos entregar a los demás: caudal modificador donde los matices se multiplican, y en el cual desempeñan un papel importantísimo los muertos, aparte, claro está, del papel que por ellos y a través de ellos juega el lenguaje, ya que el lenguaje es, como decía Amado Alonso, "el compañero inseparable del género de vida de toda comunidad, a la vez que su instrumento de coherencia y acción, su expresión, y como la huella dactilar de su carácter"(3).

El poeta americano comienza a escribir, pues, en un punto cero. ¿Qué podría, por ejemplo, enseñarle el trasmundo precolombino, segado corno está, querámoslo o no, de nuestro posible futuro y de nuestro transitorio presente? En los Estados Unidos, por ejemplo, la extensión de poesía a la cual puede dársele el nombre de tal no abarca más de ciento cincuenta años, y para juzgar a hombres como Freneau, Bryant, Whittier, Holme, etc., hay que prescindir de una valoración poética para darles el valor histórico ‑el único‑ que les corresponde. Más allá de ellos se encuentran los arroyos de la tradición india, pero corren lejos de los poetas actuales, salvo la resurrección esporádica en Vachel Lindsay, o en Hart Crane, el cual ha tomado el tema indio (recordemos la Pocahontas que aparece en su extenso poema "The bridge"), aunque su manera poética esté entroncada a técnicas contemporáneas y al influjo de Rimbaud, Eliot y el surrealismo. En el siglo XIX aparecen las figuras ‑las únicas- de Whitman, Poe y Emily Dickinson, hasta el renacimiento de comienzos de siglo, el cual anunciará las voces de Frost, Arlington Robinson, Sandburg, Eliot, Pound y MacLeish(4). Y salvo el caso esporádico de Carl Sandburg (que sigue a Whitman, aunque con mucho menos optimismo que él), ¿quién podría afirmar que los tres poetas del siglo XIX -Poe, Dickinson y Whitman- han tenido continuadores en la actual poesía estadounidense? La mayor, parte de los poetas norteamericanos está (como Eliot aunque en forma distinta) entroncada a formas de la tradición europea, y en ellos se nota la lucha por cantar una nación inmensa como es América del Norte y la dificultad que esa tarea trae consigo, si se quiere, como Emerson reprochaba a Whitman, transformar la poesía en extensos catálogos y en largas enumeraciones. De allí que algunos de ellos, tal es el caso de Pound, se han llegado a empapar totalmente de esas formas, y otros, como consecuencia de esta inestabilidad espiritual, han llegado al suicidio, como Crane y Lindsay, o marchan a Europa para buscar algo que les faltaba en su tierra. Sin embargo, cuando examinamos un poema de MacLeish, en el cual está planteado el problema americano en su tierra, vamos a ver que el poeta de “Conquistador" fue cualquier cosa, menos un hombre que huyó de su contorno. Ahora bien, ¿qué podemos decir de nuestro ámbito hispanoamericano?

Al llegar a este punto tengo que dividir el río que se me viene encima en dos grandes meandros, para  evitar que estas páginas se transformen en un delta que no podría abarcar.Un poeta hispanoamericano que comienza a escribir se encuentra avasallado por las figuras que se han destacado en la poesía de su patria; pero si supera las barreras de su país encontrará que sobre su horizonte la perspectiva de tradición sigue siendo pequeña. El segundo meandro es el que se refiere a la tradición nacional. ¿Han hojeado ustedes las antologías de poesía argentinas, uruguayas, peruanas, chilenas colombianas, etc.? Si nos vamos por los cerros de la matemática llegaríamos una conclusión bien curiosa, pues en las veintiún repúblicas hispanoamericanas se suelen publicar esos florilegios poéticos, en los cuales viven, penan y mueren una multitud de poetas, poetisas y poetastros: ciento cincuenta poetas por país americano de habla española ( para tomar un período amplio, ese que abarcaría desde la conquista española hasta nuestros días), multiplicados por veintiuno da una cifra de tres mil ciento cincuenta poetas antologados, fuera, por su puesto, de aquellos que jamás  merecieron tal honor. O sea: en un espacio de ciento cincuenta años nuestras antologías han soportado verdaderos aluviones, porque el criterio de selección estuvo presidido por el ansia de demostrar a los otros países que existe una tradición de poesía, y por el complejo del catálogo, que es un complejo peligrosísimo, según creía Válery‑Larbaud, y consiste en meter (no importa de qué manera ni mediante qué medio) a cuanto versificador anduvo suelto por las calles. Pero no se puede crear la tradición sobre la base de 1a cantidad, y, por otra parte, la influencia ‑personal‑ que algunos poetas hispanoamericanos han ejercido en nuestros países no basta para crear un horizonte de pasado, que todo creador necesita para poder existir.

Stephen Spender escribía, hace algunos años, sobre la falta de ámbito que rodea al escritor norteamericano en su país. Se refería a ese contorno que posee el escritor europeo (viejos cafés literarios, antiguas universidades, una larga lista de nombres ilustres a los cuales acogerse o a los cuales rechazar), contorno que es, desde luego, algo exterior al fenómeno creador, aunque constituye algo así como una necesidad de la cual es muy difícil prescindir: la compañía de otros, y ese aire inconfundible creado por. cientos y cientos de pisadas: el gastado peldaño de la más vieja escalera de piedra, la estatua que no ha sido pintada para que se vea nueva, el mueble que se ha impregnado de generaciones y generaciones, y del cual puede surgir, como de una palabra, la vida de toda una raza; o esa comunión con los muertos, que es una manera de sentirse menos solo y, paradojalmente, más vivo.

La diferencia más sobresaliente entre el escritor americano y el europeo es no sólo la falta de ese ámbito que rodea al primero, sino el hecho importante de que el primero no pertenece como el segundo a una comunidad literaria. En Francia, por ejemplo, el escritor, desde el comienzo de su carrera, entra casi sin saberlo, o sabiéndolo en una capa profundísima que actúa con gran poder, en esa comunidad, y el símbolo de ella es el café parisino, donde los escritores primerizos se reúnen a discutir, a vociferar contra sus mayores, contra los carcamales académicos, porque los tienen a sus espaldas en una extensión que se hunde en la historia. Por otro lado, ese símbolo también se encuentra en las viejas universidades (Oxford, Cambridge, París, Salamanca, etc.), y, como un invisible océano, una clase media de lectores que constituye esa base de apoyo, también invisible, sin la cual la labor del escritor se convierte casi en un dialogar a solas. De allí el conflicto en que se encuentra el escritor americano cuando su comunidad no es tal y responde (como ocurre en los escritores comercializados de Hollywood) sólo al interés de un público ávido por el sexo y la sensación, cosas que jamás podrán crear ese sentido comunitario que el creador necesita. En el caso del poeta, la soledad es doblemente trágica: por un lado, posee aquella soledad que todo escritor requiere para crear algo que tenga algún temblor humano por esa extraña paradoja del arte: el hombre que se aparta de los hombres para entrar más profundamente en comunicación con la humanidad. Y por otro lado, ella es más transitoria, más fugitiva, más a solas en América que en cualquiera otra parte del mundo. "Una intensa soledad hace que la más importante literatura estadounidense tenga algo en común con un solitario animal que se mueve a través de la oscuridad, tratando de buscar su alma perdida", ha dicho Spender. Alma que busca ora en los viejos museos de Europa, ora en las antiguas calles de sus más antiguas ciudades. Siempre surgirá, como ha surgido, en esa literatura, la imagen del niño perdido (presente en las páginas escritas por Thomas Wolfe), esos jóvenes sensitivos que escapan a Europa para tratar de recuperar algo que llevan en la sangre y que no pueden encontrar en América: esos personajes que exhiben una erudición verdadera o falsa, las torrenteras verbales de Whitman (nunca más americano que en esos desbordes sin salida), etc. Intensa soledad que en nuestra literatura hace exclamar a César Vallejo, con media alma en América y media alma en la esencia española:

¿Cóndores? ¡Me friegan los cóndores!,(5)

para, más tarde, en los finales de su existencia, con la desnuda voz del que sabe se está acercando a la "agricultura de la muerte", suplicar en estos versos:

Niños del mundo, está
la Madre España con su vientre a cuestas;
está nuestra maestra con sus férulas;
está Madre y maestra,
cruz y madera, porque os dio la altura . . . !
Si cae -digo, es un decir-, si cae
España de la tierra para abajo . . .
¡Cómo váis a bajar las gradas del alfabeto!(6)

donde la voz Madre suena en su verdadero sentido: un angustioso y solemne sustantivo, en el cual esos niños es sólo una manera de señalar simbólicamente a los americanos, a los que "dio la altura", esos niños que bajarían "las gradas del alfabeto", si ella cayera ‑"nuestra maestra"‑, a esos niños a los que invoca en los últimos versos de su postrer poema:

. . . si la madre
España cae -digo, es un decir-,
salid, niños del mundo, id a buscarla,(7)

resumiendo, en tan breve espacio ‑ése es el rayo asestador de toda gran poesía‑ el conflicto del alma americana frente a España, a la que se reconoce el don de la "altura", ésa –repitamos- que nos haría descender en nosotros mismos, es decir, en la lengua que nos dio y en la que nos expresamos, si ella -la Madre- cayera:

¡cómo váis a bajar las gradas del alfabeto!(8)
.........................................................."Dark in the forest, strange as time"

El conflicto aparece en toda su significación cuando el americano pisa, por primera vez, la tierra europea. Para aquellos que hayan leído a Thomas Wolfe, el fenómeno no será desconocido, porque ha sido experimentado por cualquier americano que, no siendo ni un escapista, ni un pedante, ni un esteta enfermo por las viejas formas de Europa, "husmea" algo que se encuentra allí, que ya no pertenece a él y que, sin embargo, es de él: eso que, cuando va a cogerse, se escabulle de las manos; ese algo que reconoce como suyo pero que jamás podrá alcanzar; ese ambiente que le es familiar aunque nunca haya estado allí antes: los muebles de la habitación a la cual entra por primera vez, agrupados como seres vivientes, inmensamente familiares o inmensamente distantes. O la entrada en el país de los antepasados, tal como supo expresarlo el autor dé Of time and the river, en este trozo que narra una experiencia única e inconfundible:

Durante toda esa tarde de invierno, el inmenso tren se precipitó a través de Baviera. Rápida, poderosamente aumentó su velocidad, dejando atrás los extramuros dispersos de la ciudad, y, con la rapidez de un sueño, atravesó la llanura que rodea Munich.

Era un día gris, de un cielo opaco y pesado, lleno, sin embargo, de un sano y tonificante vigor alpino, de esa energía sin perfume Pero vivificante, diluida en el aire helado de las montañas. Al cabo de una hora, el tren había penetrado en la región de los Alpes: colinas, valles, la sensación de la vecindad inmediata de montañas vertiginosas, el sombrío encantamiento de los bosques alemanes, esos bosques que son algo más que la suma de árboles, y que, como un filtro, vierten un sortilegio mágico en el corazón de los hombres, sobre todo de esos extranjeros que tienen alguna afinidad racial con esa tierra, la cual les hace oír una misteriosa música de obsesionantes recuerdos que ellos no pueden fijar jamás completamente.

Es el experimento aplastante de un descubrimiento inminente, tal el que experimentan aquellos que penetran por primera vez en la patria de sus antepasados. Es como si se penetrara en esa región desconocida por la cual nuestras imaginaciones suspiraban tan apasionadamente cuando éramos jóvenes: la parte oscura de nuestra alma, el hermano extranjero y el complemento del país que conocimos en nuestra infancia. Y en el momento en que lo avistamos, se revela instantáneamente a nosotros el poder y la emocionante plenitud de algo que reconocemos sin creer en lo que vemos, con esa realidad fantástica hecha de lo desconocido y de lo conocido, realidad fantástica que poseen todos los sueños y los encantamientos.

¿Qué es eso, entonces? ¿Cuál esa arrebatada y salvaje alegría que hace exultar nuestros corazones? ¿Cuál ese recuerdo que no podemos expresar, ese reconocimiento instantáneo que ninguna palabra pude expresar? No sabríamos decirlo. No poseemos ningún medio para hacerlo comprender, ningún testimonio coherente que pudiera probarlo, y se nos podría reprochar, irónica y despreciativamente como una absurda superstición. Y, sin embargo, en el mismo momento de entrar allí reconocemos ese sombrío país, y aunque no podemos expresar lo que experimentamos, tenemos lo que tenemos, sabemos lo que sabernos, y somos lo que somos.

¿Y qué somos? Somos los desheredados, los americanos perdidos. Cielos inmensos y desiertos extienden su bóveda sobre nosotros; arrastramos en nuestra sangre la sangre de diez millones de hombres. ¿De dónde viene esa impresión de lo desconocido inmediatamente reconocido, ese recuerdo que nos obsesiona como el de un sueño y que casi llegamos a concretar? ¿De dónde esa hambre no saciada, ese deseo obsesionante y esa sombría y solemne música de elfos y de magos que resuena a través del bosque? ¿Cómo es que ese joven americano ha reconocido, desde el primer momento en que lo vio, ese país extranjero?

¿Cómo es que, desde la primera noche pasada en una ciudad alemana ha comprendido una lengua que jamás hasta entonces había oído, ¿cómo es que la ha hablado en seguida, diciendo todo lo que quería decir en una lengua que no sabia hablar, empleando una jerga extranjera de la cual no era consciente, que no era ni la suya ni la de ellos, de tal suerte que parecía hablar el espíritu de la lengua y no las palabras, y que, al instante y de esta manera, era comprendido de todos aquellos con los cuales conversaba ?(9)

Ese "descubrimiento inmediato" de que habla Wolfe, esa mezcla inenarrable de alegría y tristeza que embarga al americano en la tierra de sus antepasados no se encuentran en ninguna parte, tal vez, mejor expuestos que en estas palabras de uno de los cuentos del novelista norteamericano. Es ese súbito reconocimiento el relámpago a través del cual el americano tiene lo que tiene, sabe lo que sabe, es lo que es: lo que tenía en América lo tiene ahora en Europa; lo que sabía aquí lo sabe -mejor y definitivamente- en Europa.

Pero también en ese mismo instante siente, como lo sintió Wolfe, y como lo sufrieron miles de americanos colocados en su misma situación, el viento fustigante de la nostalgia de América, las incontroladas ansias de regresar a la tierra natal, la memoria que, como un perro de presa, coge todos los detalles de la vida americana para traerlos vertiginosamente hasta el sueño de aquel que reposa en algún hotel europeo. Y esa vacilación ‑péndulo oscilante en la vida de todos los americanos‑ está descrita también de una manera imborrable en uno de los mejores poemas del poeta estadounidense Archibald MacLeish.

CARTA AMERICANA

Sopla el viento del este, pero el calor continúa,
azul y sin nubes; leve el rumor de las hojas,
seco como el crujir del papel, y cruzado
por el estridor de los saltamontes, chillido de pizarrín. El mecerse
de los pinos es este más grave rumor. En la carrera del viento
las zanahorias silvestres huelen a sol implacable.
¿Por qué recuerdo los delfines de Capo di Mele?
¿Por qué veo en mi mente la tensa vela
y la colina encima de St. Tropez, y tu mano en la caña
del timón? ¿Por qué turban mi corazón unas palmeras tranquilas?
No soy un muchacho vendido, ni un funcionario de China
enviado a Pa, donde, añorando algún plato guisado en Lo Yang, acabará enfermo.
Esta es mi tierra, son éstos mi cielo y mis montes;
éstos: no el zumbar de los pinos y la resaca y aquellos rumores
de la Ferme Blanche, ni Port Cros a la luz del crepúsculo, el puerto
donde flota el navío y se anega la estrella.
No soy Po Chu-i ni ninguno de sus sucesores
del hogar alejados, en extraño país y locos pensando
en el hablar de su gente y en sus sabrosas lechugas.
Esta es mi tierra natal. Pero siento nostalgia
del hogar, de los rojos tejados y de los olivos,
del habla extranjera y del olor del rompiente.
¿Cómo puede tener doble patria un hombre juicioso?
¿Cómo puede tener la tierra y el viento, y sentir el deseo
de un lejano y extraño país, con olor a palmeras,
la amarilla aliaga en el mediodía, en las largas bonanzas?
Extraño haber nacido en América
No es una casa de antaño, con un sabor en el aire
a hierbas colgador, y el sol que retorna, año
tras año, a la misma puerta, y la mantequera
haciendo el mismo rumor en la fría cocina,
desde la madre a la esposa del hijo y el lugar de sentarse
indicado en la sombra por la usada piedra, en el pozo:
eso: no los ojos como todos los ojos, y el cráneo
con el mismo defecto en la forma, y el parecido en las manos.

No es ni lugar ni nombre de estirpe.
América es el Oeste y los vientos que soplan.
Una gran palabra es América, y nieve,
un camino, y un pájaro blanco, y la lluvia,
algo que brilla en la mente, un gritar de gaviotas.
No es América ni tierra ni pueblo:
es la forma de una palabra un volar de los vientos . . .
América está solitaria: muchos van juntos,
muchos de un solo lenguaje, de un único aliento,
con el mismo vestido; pero no hay entre ellos hermanos:
sólo el habla enseñada, el imitado lenguaje.
América está solitaria, y hay un chillar de gaviotas.
Extraño es haber nacido en América.
Extraño vivir en lo alto del mundo, mirados
por el desnudo sol y por las estrellas, corno suelen vivir nuestros huesos.

En los viejos países los hombres tenían su hogar junto al río.
Levantaban ciudades en los valles, les daba cobijo la tierra.
Nosotros habitamos el mundo por vez primera. Vivimos
en lo que es tierra a medias, en la abierta curva de un continente.
Al mar separa el mar la caída del día. La aurora,
muchas horas bajo el Este, cabalga junto a nosotros:
primero están los cabos, y luego las playas; ahora
los Apalaches de azul desvaído, en el día que nace;
los sauces tienen escalofríos de luz en el largo Ohio;
los Lagos esparcen el resplandor bajo el sol; las praderas
se deslizan allende la sombra; en el remolino del límpido aire
sube el humo en Wyoming, de altas llanuras;
se yerguen las Sierras abruptas; la espuma batida
llamea al paso del viento en el lejano Pacífico.
Ya el mediodía se inclina hacia los riscos del Este;
ensombrecen los olmos la puerta y las lilas cubiertas de polvo.

Es extraño dormir a la luz de desnudas estrellas, morirse
en un abierto país, donde pocos están enterrados
(de la tierra nueva ya nunca regresara los muertos).
Es extraño, al nacer, no tener ni raza ni pueblo.
En los viejos países van muchos unidos. Conservan
el sabio pasado, palabras que juntos pronuncian.
A los muertos recuerdan: sus manos, mudas las bocas.
Con dos palabras respuestas se dan, si se encuentran.
Viven juntos en casas pequeñas. El mismo
plato consumen, y tienen los mismos proverbios, la misma bebida.
Su juventud se parece, y son, en su amor, semejantes.
Son muchos hombres. Hay otros siempre a su lado.
Aquí va un solo hombre, y otro más allá, y esparcido
por los cerros, que ya se ensombrecen, el humo al surgir de las casas.

Aquí va un solo hombre y el viento en las ramas.

Por eso del agua del Sur sentiremos nostalgia.
De noche surge un olor de aliagas en nuestro recuerdo.
Sentimos nostalgia de los rojos tejados y de los olivos;
sentimos nostalgia de la voz, las pisadas . . .

Por eso no iremos, aunque los mares nos llamen.
Esta es nuestra tierra, y no otra, éste es nuestro pueblo,
éstos, que ni tierra ni raza son. Aquí mieses
de viento en la hierba debemos segar para el alma:
aquí comer nuestra sal o sentir hambre en los huesos.
Aquí vivir, o tan sólo vivir como sombras.
Esta es nuestra raza, la de quienes ninguna tenemos y nunca tuvimos.

Las viejas murallas y las voces en torno . . . ,
la áspera tierra, las sangres mezcladas y los extranjeros;
los ojos distintos, el viento y el corazón que se muda.
Nunca los dejaremos, aunque lo viejo nos llame.
Esta es nuestra tierra natal, nuestra sangre.
Nuestros años aquí viviremos hasta que nos ciegue la tierra.

Sopla el viento del Este. Ya caen las hojas.
Un arrendajo en los pinos, allá, se levanta.
El viento huele a maduras manzanas silvestres y a bruma.
Pienso en Cette: los mástiles, la lluvia apacible(.)

Hasta los primeros seis versos, el poema ofrece una de las características de MacLeish: el acierto con que, en un texto casi despojado de metáforas violentas, recoge la impresión de un paisaje americano durante el estío. Poseen esos versos el mismo don plástico y la misma sencillez anecdótica que empleara en uno de sus poemas más extensos: "Conquistador", y están allí como un exordio, típico, además, de la sabiduría con que el poeta estadounidense ha sabido estructurar sus composiciones. Pero ya en el sexto y séptimo versos se produce, y en forma interrogativa, la primera vacilación:

¿Por qué recuerdo los delfines de Capo di Mele?

Para continuar:

¿Por qué veo en mi mente la tensa vela,
y la colina encima de St. Tropez, y tu mano en la caña
del timón? ¿Por qué turban ni corazón unas palmeras tranquilas?

Versos que podrían ser los del hombre que se vuelve, con nostalgia, a un lugar y a un sitio que permanecieron embebidos de alguna memoria amorosa. Pero el río cambia de dirección, y entramos en el valle:

No soy ni un muchacho vendido, ni un funcionario de China,
enviado a Pa, añorando algún plato guisado en Lo Yang, acabará enfermo.

Ésta es mi tierra, son éstos mi cielo y mis montes:
éstos: no el zumbar de los pinos y la resaca y aquellos rumores
de la Ferme Blanche, ni Port Cros a la luz del crepúsculo . . .

Y ya sabemos que la nostalgia, insinuada a partir del verso sexto, es algo más que una nostalgia sentimental: es el debatirse del hombre que comienza a sentir su dualidad de americano en forma trágica. "No es un muchacho vendido, ni un funcionario de China, etc. No es alguien que "escapa" de su realidad:

Esta es mi tierra natal...

Pero ese eterno pendular ‑polos del allá europeo y del aquí americano‑ vuelven a merodear en la memoria como un presentimiento:

Pero siento
nostalgia de hogar, de los rojos tejados y de los olivos. . .
¿Cómo puede tener doble patria un hombre juicioso?
¿Cómo puede tener la tierra y el viento, y sentir el deseo
de un lejano y extraño país . . .

Para llegar, en fin, al nudo dramático:

Extraño es haber nacido en América . . .

Sabe MacLeish ‑porque lo ha experimentado, y sólo de esa experiencia espiritual puede brotar el descubrimiento, o por lo menos un destello de ese descubrimiento‑ lo que podría llegar a ser América; pero comienza a definir lo que él crea que sea en forma negativa, esto es, diciendo lo que es Europa:

No es ni una casa de antaño, con un sabor en el aire
a hierbas colgadas, y el sol que retorna,
año tras año, a la misma puerta, y la mantequera
haciendo el mismo rumor en la fría cocina,
desde la madre a la esposa del hijo; y el lugar de sentarse
indicado en la sombra por la usada piedra, en el pozo . . .
No es ni lugar ni nombre de estirpe . . .
No es América ni tierra ni pueblo . . .
En los viejos países los hombres tenían su hogar junto al río.
Levantaban ciudades en valles, les daba cobijo la tierra . . .
En los viejos países van muchos unidos. Conservan
el sabio pasado, palabras que juntos pronuncian.
A los muertos recuerdan: sus manos, mudas las bocas . . .
Viven juntos en casas pequeñas. El mismo
plato consumen y tienen los mismos proverbios, la misma bebida.
Su juventud se parece, y son, en su amor, semejantes.
Son muchos hombres. Hay otros siempre a su lado.

Y llegamos al centro del valle. Esa "casa de antaño" con "el sol que retorna / año tras año a la misma puerta"; ese vínculo no interrumpido desde "la madre al hijo"; ese "lugar de sentarse / indicado en la sombra por la usada piedra, en el pozo", etc., diseminados a lo largo de estos versos nos hablan de la descoyuntadora nostalgia wolfeana, que hace sentir la ausencia de algo interrumpido, el vehículo de la tradición simbolizado en “la casa de antaño” y en ese "sol que retorna año tras año a la misma puerta", el cual, claro está, no es un sol físico, sino el sol que mueve el pasado que nos entregaron los muertos, porque ellos son ‑allí en Europa‑ "recordados", y siempre regresan para afirmar el presente y el porvenir, por eso de que sin pasado no puede existir un verdadero presente, y, por supuesto, un futuro al cual asomarse, ya que ni pasado, ni presente, ni futuro funcionan separados. Por eso exclama:

Morirse
en un abierto país, donde pocos están enterrados
(de la tierra nueva ya nunca regresan los muertos).

De allí su referencia a la familia ("la mantequera,/ haciendo el mismo rumor en la fría cocina, / desde la madre a la esposa del hijo"), núcleo desde donde tiene que, naturalmente, fluir el culto de los muertos, para que esa familia esté más unida en el espíritu, ya que de otra manera ‑tal como dice T. S. Eliot‑ "esa veneración por lo pasado y lo por venir nunca llegará a ser más que una convención verbal en la comunidad (lo destacado es nuestro) (11). Y ese es el sentido que mana de estos versos:

A los muertos recuerdan: sus manos, mudas las bocas.

Mediante esa sensación de solidaridad, de sentirse unidos a los que murieron, el hombre se comunica no sólo con los que le han precedido sino con los que viven a su lado:

. . . Hay otros siempre a su lado . . .

mientras en América:

. . . va un solo hombre, y otro más allá . . .
pero no hay, entre ellos, hermanos.
Aquí va un solo hombre, y el viento en las ramas...

Por eso, cuando MacLeish busca otra definición para América, después de haberlo hecho en forma negativa, la caracteriza de esta forma:

Una gran palabra es América,
algo que brilla en la mente . . .
es la forma de una palabra, un volar de los vientos . . .

expresando, en menos de tres versos, la vacilación del hombre que, puesto a buscar un significado para su tierra, comienza con una alabanza, que, más tarde, resulta rebajada. Primero es América una "gran palabra"; en seguida, para indicarnos la transitoriedad de su esencia, ella es "algo que brilla en la mente"; y termina diciéndonos que "es la forma de una palabra".

Todo el poema está cruzado por una doble resonancia ‑este aquí y ese allá‑ de un conflicto no resuelto: el del hombre que, colocado ante la disyuntiva de elegir un sitio en el sol, se decide por América:

Por eso no iremos, aunque los mares nos llamen.
Esta es nuestra tierra, y no otra, este es nuestro pueblo,
éstos, que ni tierra ni raza son . . .
Nunca los dejaremos, aunque lo viejo nos llame.
Esta es nuestra tierra natal, nuestra sangre, los nuestros.
Nuestros años aquí viviremos hasta que nos ciegue la tierra.

Para confesar, con una desnudez impresionante, lo que significa quedarse aquí; en estos versos que valen por muchísimas páginas:

mieses de viento en la hierba debemos segar para el alma, ...

Y después de una breve evocación que nos remonta al comienzo del texto ‑esto es, a ese paisaje de verano‑, vuelve MacLeish a estremecerse con el recuerdo de la antigua sangre, de lo "viejo que llama", y cierra el poema ‑rúbrica significativa‑ con esta línea:

pienso en Cette: los mástiles la lluvia apacible. 

............................................................................Final

Los testimonios podrían multiplicarse. El conflicto está presente en una gran parte de la literatura norteamericana, pues Wolfe y MacLeish no son sino dos ejemplos de un problema que se ha presentado en ese país desde el siglo pasado. En el mismo plano, Scott Fitzgerald, Hemingway, Gertrude Stein, Henry Miller Hart Crane, para no hablar de Eliot y Pound, dan igual testimonio. Sin embargo, definir a priori lo que sea América nos llevaría por caminos errados. Lo importante no es buscar una definición para lo que ella sea si antes no afrontamos el lugar donde nos encontramos, el peso histórico que soportamos, el sitio que ocupamos en el mundo Todo americano está en perpetuo conflicto consigo mismo y con su tierra. El americano tiene una vena profética (un atisbo escatológico y desbocado) que no sabe aún explicar. Tal vez en ningún lugar de nuestra poesía hispanoamericana esté más clara esa dualidad que en la obra de César Vallejo, sobre todo en sus últimos poemas, aquellos que agrupó bajo el significativo título de: España aparta de mí este cáliz. Aparte del desgarro que las circunstancias políticas produjeron en su alma, la herida de Vallejo es la misma que nosotros soportaremos, como decía MacLeish, "hasta que la tierra nos ciegue". Su naufragio es el naufragio de todo americano, de ese niño que, en la noche, llama a sus hermanos y, por fin, a la Madre(12)

Si todo poeta ‑casi siempre sin saberlo ni proponérselo‑ asesta en el blanco una flecha que viene cargada con la memoria colectiva de un pueblo, en el poeta americano (tanto desde su punto de partida, en el lenguaje, como en el eco que arrastra su situación histórica) el conflicto que todo creador lleva dentro está multiplicado a una escala inmensa. El poeta suministra, mejor que otros creadores, el más abundante material para el análisis del destino de un continente: en el relámpago de un verso, en la significación de una metáfora insólita, en el ramalazo que nos llega de simas profundísimas. En esa música inoíble que resuena desde lo más oscuro de nuestro espíritu, en ese fulgor rapidísimo que no podemos coger y que, sin embargo, nos pertenece, encontrará el futuro investigador la respuesta al enigma americano. Allí, en esa cantera está el hilo que ha de llevarnos a la gran madeja perdida, al oculto, palpitante centro de esta extrañeza de ser americano.

 

Separata del No 395 de la Revista Atenea

Notas

* Trabajo leído el 18 de enero de 1960, durante el I Encuentro de Escritores Americanos, organizado por la Universidad de Concepción.

1.- “En el modo prosaico, en efecto, las palabras son, casi exclusivamente, signos..., mientras en la poesía las palabras son, a la vez, signos y objetos (objetos portadores de imágenes) que lo organizan en un cuerpo vivo e independiente: no pueden ceder su lugar a un sinónimo sin que sufra o muera el sentido del poema como tal.” Jacques y Raisa Maritain: Situación de la poesía.

2.- Recordemos unas palabras muy poco conocidas de Vallejo, publicadas en Variedades, Lima, el 5 de mayo de 1927, bajo el título de “Contra el secreto profesional”: “La actual generación de América no anda menos extraviada que las anteriores. La actual generación de América es tan retórica y falta de honestidad espiritual como las anteriores de las que ella reniega. Acuso mi generación de impotente para crear o realizar un espíritu propio hecho de verdad, de vida, en fin, hecho de sana y auténtica inspiración humana. Presiento desde hoy un balance desastroso de mi generación, de aquí a nos quince o veinte años... No se trata aquí de una conminación a favor del nacionalismo, continentalismo ni intereses creados. Siempre he creído que estas clasificaciones están fuera del arte, y que, cuando se juzga a los escritores en nombre de ellas, se cae en grotescas confusiones y peores desaciertos. No pido a los poetas de América que canten el fervor de Buenos Aires, como Borges, ni los destinos cosmopolitas, como otros muchachos. No les pido esto ni aquello. Hay un timbre humano, un sabor vital y de subsuelo, que contiene, a la vez, la corteza indígena y el sustrato común a todos lo hombres, al cual propende el artista, a través de no importa qué disciplina, teorías o procesos creadores. Dése esa emoción, sana, natural, sincera, es decir, prepotente y eterna y no importa de dónde venga y cómo sean los menesteres de estilo, técnica, procedimientos... A este rasgo de pureza conmino a mi generación”.

3.- “La lengua es un sistema y un constreñimiento al sistema que corre de individuo a individuo, que no está ni del todo adentro ni del todo afuera de ellos. El lenguaje sería, pues, según esto, precursor y sucesor no sólo de los actos de los hombres sino también de s individalidad. Él acompaña y circunda no sólo nuestros actos espirituales sino también nuestra existencia espiritual: no sólo lo que el hombre produce sino lo que el hombre es” Karl Vossler: Filosofía del lenguaje.

  A este propósito, y refiriéndose a Sudamérica, Gabriela Mistral, en un interesante artículo publicado en la Revista España Republicana, el 22 de febrero de 1942, en México, escribía: “El vocabulario hispanoamericano corriente es de una miseria que puede llamarse desértica. La lectura de las obras de muchos pedagogos criollos prueba de sobra lo que aquí afirmamos, pues son, generalmente, unos libros jadeados, tiesos, chato y grises... ¡Qué linda sería una mocedad sudamericana que hablase, a lo menos, como el campesino de Córdoba, de Toledo o de Salamanca! Yo querría volver a vivir para oírla. Tendría gracia, donaire, calor y sabor, agilidad y jocundidad y en cada decir, en el preguntar y en el responder, en el describir y el narrar, hasta en el enamorar y en el pelear”.

4.- Eliot sigue siendo un americano, pese a que, como se sabe, obtuvo la ciudadanía inglesa y a sus declaraciones en pro de la monarquía británica. Como ha observado José M. Valverde, el “ultraeuropeísmo delata en Eliot al americano”, y agrega: “Los europeos de nacimiento... sentimos un rubor de pedantería ante este desenfrenado poliglotismo diacrónico (se refiere a la cita directa en otras lenguas) que va desde el sanscrito y el griego hasta el “slang” y el “cokney”. El otro extremo suele producirse en nuestros países hispanoamericanos, siempre inclinados a oponer (no importa de qué manera) nuestros escritores a los escritores europeos: negar a Europa con un gesto de niño mal criado.

5.- El poeta que a capaz de expresar: "Sierra de mi Perú, Perú del mundo" (Poemas humanos: Telúrica y magnética), como tramando de que Perú alcance una universalidad que necesita exclama también: "Soy el pichón de cóndor desplumado / por latino arcabuz" (Los heraldos negros. Huaco). "Llamo, busco al tanteo en la oscuridad. / No me vayan a ver dejado solo.. . (Trilce. XXXI), Cristiano espero, espero siempre / de hinojos en la piedra circular...” (Trilce. XXXI). Constelado de hemisferios de grumos / bajo eternas américas inéditas" Trilce LX). Y es el mismo que dice: “No volveré a mi patria hasta que no quede piedra sobre piedra” (Prólogo de C. Miró a las Poesías completas de Vallejo), prorrumpiendo, más tarde, en estos conmovedores versos; "Ello es que el lugar donde me pongo / el pantalón, es una casa donde / me quito la camisa en alta vos, / y donde tengo un suelo, un alma, un mapa de mi España" (España, aparta da mi este cáliz), “ganando en español toda la tierra (Ibid. II), "Varios días, el mundo camaradas / el mundo está español hasta la muerte” (Ibid. VII) etc.

6-. España aparta de mí este cáliz

7-.España aparta de mí este cáliz.

8-.España aparta de mí este cáliz

9-. Thomas Wolfe "Dark in the forest, strange time". incluido en el volumen de cuentos: From death to morning. La traducción pertenece a Miguel Arteche.

10-.El poema se titula “American Letter”. La traducción fue hecha por M. Manent, y aparece en el libro

La poesía inglesa. Los contemporáneos. Ediciones Lauro, José Janés editor, Barcelona, 1948.

11-.Rafael Alberti, que, como buen gaditano, arrastra en el espíritu de su sangre el zumo de tres mil años, ha escrito, teniendo en cuenta esa comunidad con los que están enterrados, este profundo y breve poema: "Anda solo ese hombre. Anda por dentro. / Si renueve los troncos de los árboles, / si no responde ni al calor ni al frío. / y se le ve pararse / como olvidado de que está en la vida. / Dejadle. / Está en la vida de sus muertos lejos, y los oye en el aire”.

12-. "Un poema muy poco conocido de Vallejo traza con acusados rasgos la tensión a que estuvo sometido toda su vida. Está incluido en los Poemas humanos, y su texto e el siguiente: “Cuatro conciencias / simultáneas en mi vida / Si viérais cómo ese movimiento / apenas cabe ahora en mi conciencia / Es aplastante / Dentro de una bóveda / pueden muy bien / adosarse, ya internas o ya externas / segundas bóvedas, mas nunca cuartas; / mejor dicho, sí / mas siempre y, a lo sumo, cual segundas. / No puedo concebirlo: es aplastante. / Vosotros mismos a quienes inicio en la noción / de estas cuatro conciencias simultáneas, / enredadas en una sola, apenas os tenéis / de pie ante mi cuadrúpedo intensivo...”

 

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