SÓLO ALGUNOS DE MIS FANTASMAS por Miguel Arteche Vamos a comenzar desde el teléfono. Suena en la mitad de mi siesta: tiempo, como se sabe, sagrado para los poetas. Para algunos, por lo menos. Me llama Carmen Balart. Se trata de este ciclo. Me propone una fecha. Le propongo otra. Esta. Me pregunta Carmen si me gustaría hablar de mis creaciones. Le contesto que sí, que hablar de uno mismo no es cosa que sólo practiquen los poetas. Es una forma de curarse de la propia vanidad. En el fondo uno habla de sus fantasmas. No se trata de la tercera acepción de la palabra, según la define el diccionario, aunque los poetas seamos presuntuosos. Tampoco se trata de la cuarta acepción: no soy, por lo menos hasta ahora, un espantapájaros para asustar a la gente sencilla. Ni se trata de la imagen de un objeto que pueda quedar impresa en la fantasía, porque de ser así todos veríamos fantasmas y en cualquier momento. Ni menos es esa visión quimérica como la que ofrecen los sueños o la imaginación acalorada. Ni se trata, en fin, de espectros, aparecidos, almas en pena, vampiros (hoy abundan), imbunches, basiliscos, traucos o cualquier otro producto de exportación de la cueva de Quicaví. Casi todos los poetas reciben, tarde o temprano, unos con mayor frecuencia, otros con menor frecuencia, la visita del duende o del ángel. Son fantasmas que pertenecen a una clase especial. El duende viene, como quiere Lorca, de las profundidades de la tierra; el ángel, digo yo, de otras profundidades, las del cielo, sin que tengan aquí tierra y cielo connotaciones telúricas o galácticas. Cuando el duende y el ángel se reúnen: bueno, entonces es la reoca, es decir, la muerte: se trata de una explosión. Entonces surge el poema que durará hasta la consumación de la lengua, lo cual, por supuesto, se sabrá cuando la lengua se consuma, y no ahora, si el poema brotó ayer, porque esto sólo lo podrían saber los brujos, y los brujos no ejercen, que yo sepa, la crítica literaria. El primer fantasma, como el primer amor, es la palabra. El descubrimiento de la palabra. ¿Cuándo? Mi recuerdo más profundo -1928es la voz de mi madre. Mi madre canta una canción de su tierra, España. Yo tengo dos años. Esa palabra me viene con la música (mi madre tenía muy buen oído y mejor voz). Para que yo durmiera, mi madre cantaba. La palabra es, entonces, para mí, primero, sonido; está en el ritmo, en el vaivén de la voz, en ese río que llega al mar y vuelve del mar, y que me envuelve, me ata y desata al mismo tiempo. Cuántas veces, muchos años después, antes de escribir la primera palabra de un poema, he necesitado que nacieran en mí ese río y ese mar, esos ritmos, esos tiempos de expectación, y después que sonido y sentido desembocaran en un mismo mar. Como en este poema que escribí desde mi hijo, sin saber, quizá, que yo era el hijo: El
que durmiendo allí está Tú en la orilla, yo en el río. ................................("El
que durmiendo allí está")
Entonces para mí todo comienza. El primer verso, ése sin el cual nada se da ni nada comienza para el poeta. De allá vienen, cuando vienen, mi duende y mi ángel. Mi descubrimiento, más tarde, de la palabra poética. El adolescente que fui la inventará (que esto es descubrir) para vivir y morir, a veces sin saber por qué lo hace y por qué trabaja con ella, sobre ella, debajo de ella, a través de ella. Ésta es la pregunta que aún me hago. Y otras preguntas: ¿por qué centrar la vida en el amor por la palabra?, ¿para qué sirve este amor en un mundo que suele corromperla? En 1944, a mis dieciocho años, un profesor me advierte que si continúo escribiendo poemas me moriré de hambre. Aquí estoy muy bien, gracias a Dios, con mi mujer, mis siete hijos, una nieta, y ... mis poemas. No me he muerto de hambre, pero me he muerto varias veces. Es decir, me he perdido (que es una forma de morir); me he olvidado de mí mismo mientras escribía un poema; he vuelto a resucitar una vez terminado el poema, para volver a morir en el siguiente. Si un poeta vive de la palabra, también muere de ella. ¿La palabra? ¿Por qué preocuparse tanto de ella? ¿Qué hay en su trama? Pero hay otros descubrimientos: el de los libros; y con los libros -que exploro en la biblioteca de mi tío cura, Gonzalo Arteche, en la parroquia de Los Angeles- los signos que me comienzan a enseñar lo que hay en el mundo y el mundo es. Los nombres. Los nombres de lo que allí, en los libros, aparecen. Los nombres de las cosas que me rodean. Los nombres de las cosas y seres que imagino. He dicho: exploración, y de esto se trata. ¿No es entrar a ciegas en el mundo si no sé cómo se llama todo lo que existe y se mueve en el mundo? Soy un desconocido para mí, pues el mundo no existe si no lo sé nombrar. Nombrado lo que es en mí y lo que me rodea, comienzo a conocerme; el descubrimiento de los nombres es el comienzo de otro descubrimiento que para mí constituyó y constituye una obsesión: el tiempo. He aquí una despedida que no lo es o que lo es: ¿quién lo sabe? ¿Quién lo sabe mientras el tiempo exista? Pero, ¿existe el tiempo cuando se quiere a una persona que uno no volverá a ver? Cuando
me da la mano el que se fue, Cuando
se va y se fue sobre el ayer Cuando
en la noche cierra aquella puerta, ..........................................
("El adiós")
Si puedo nombrar, detengo el tiempo. La palabra es, para el poeta una paradoja: ella nace en el tiempo, pero con ella se derrota al tiempo. Si luego de nombrar continúo explorando, llego al verbo, y entonces todo se pone en movimiento. Y si más tarde nombre y verbo entran en otros tiempos que se acercan y se escapan, me llegan a veces de manera más breve y otras más largas: entonces sé que nada hay que impida que el tiempo se detenga. Allí, en el verso, hay un tiempo que está fuera del tiempo, si fui capaz de capturarlo. Allí, en el verso, atisbo un trozo de un jardín transformado, al cual me asomé no por mis propios méritos sino por los méritos de Aquél que ha querido señalarme, como decía San Agustín, dónde está "el fin que no tiene fin". ¿No se desazonan ustedes cuando no saben nombrar, cuando no saben el nombre de las cosas? ¿Creen ustedes que el mundo existiría si no supiéramos nombrar? El gesto de Adán, el primero que nombra, se repite una y otra vez. ¿Podemos prescindir, cuando amamos, del nombre? Y si amamos en silencio, de todas maneras la palabra está en nosotros. Y de la persona que se quiere por nombrada, pasemos a nuestra naturaleza dividida, la de América. Gabriela Mistral hablaba de todo aquello que aún no tiene nombre en América. ¿Cómo se llama aquel valle, y aquel monte, y aquel río, y ese árbol, y aquella flor, y aquella isla, y esa bahía? ¿Cómo se llama todo lo que nos rodea? El nombre que trae el conquistador cae sobre el nombre maya, el nombre azteca, el nombre inca, el nombre mapuche; pero éstos permanecen como testimonio de una historia que se partió en dos, de una naturaleza escindida, es decir, mestiza. Así la vio Vallejo. Así la vio Gabriela Mistral. Así la vio Neruda en Residencia en la tierra, como lo ha demostrado magistralmente el ensayista peruano Alejandro Lora Risco. En "El olmo" quise expresar algo de esta experiencia: Brillante
es el silencio del agua subterránea O
una forma del sueño sin salir de sus puertas Verde
es la oscuridad que los minutos rasgan Detrás
de aquellos lirios se adivina la nieve Cuántas
veces me dije si esta tierra era mía, Aquí
está mi país bajo los pies del mundo, Silencio,
y ya no estoy: me vuelvo a sentir solo ..................................................................("El olmo") Y ahora otros descubrimientos (paralelos) de mis fantasmas. Lo he dicho en otra oportunidad, y lo vuelvo a repetir. No me gusta borrar las huellas de los que me abrieron un camino. En 1945 alguien pone en mis manos una antología de poetas españoles contemporáneos, cuyo autor es Roque Esteban Scarpa. Yo había leído todo lo que se podía leer en la biblioteca de mi tío -desde Buffalo Bill y Tarzán de los monos hasta la Divina Comedia y La Eneida-; pero sólo la lectura de aquellos poemas me mostró el puente. Casi en el mismo año, leo La realidad y el deseo, de Luis Cernuda. Y también ese mismo año, en una antología de escritores norteamericanos, un trozo de Of Time and the river, de Thomas Wolfe. Cernuda y Wolfe fueron mis primeros deslumbramientos. Todo poeta joven tiene que deslumbrarse; sin deslumbramiento no hay invención. Sólo que el deslumbramiento no debe prolongarse demasiado. Y luego hay un momento imborrable: al año siguiente, el poeta colombiano Eduardo Carranza lee mis primeros poemas, y lo que me dice de ellos decide en gran parte lo que voy a ser. Más tarde, a mi regreso de España (he partido en 1951), es decir, en 1954, creo haber encontrado lo que durante tanto tiempo buscara: algo que fuera mío. Comenzaba a trabajar en los poemas que más tarde reuniría bajo el nombre de Destierros y tinieblas. ¿Cómo supe si había escrito algo personal? Sentí que algo de eso había logrado cuando terminé de escribir "El café"?. Yo sé que todo, si tiene que quemarse en el poema, es bueno para el poeta. Todo lo que elige el poeta o todo lo que lo elige a él: de estos dos extremos depende que el poema parta de una circunstancia real o inventada, o venga ya dado completamente, como a mí se me dio "El agua", en una noche de 1956 ó 1958, cuando vivía en el barrio de Vitacura: una noche de intensa lluvia. En otro lugar he contado esta extraña experiencia. Mis poemas arrancan siempre de una circunstancia muy concreta que de alguna manera me ha conmovido. No puedo empezar a escribir un poema, no puedo clavar el primer verso, sin que la emoción pase por mí. Sólo cuando está por estallar, cuando no puedo resistir a ella, me siento a la mesa o anoto el primer verso en una libreta. Al entrar en el poema, no puedo engañarme ni engañar; estoy desnudo en mi soledad; el poema es el despojo de la soledad, la salida de ella, el develamiento de un mundo que veo por primera vez; quiero sentir (dar presencia) al tiempo que pasa en mí y en los otros; o la muerte (la mía) o la de los otros, o el terror de los otros, o el mío. Esto, en muy pequeña parte, es lo que el lector o el auditor recogerán, no para repetir lo que pasó por mí: toda experiencia humana es irrepetible, y es distinto el poema en el lector. Y así el poema nunca se agotará. La circunstancia de la cual partió mi poema no será la circunstancia del poema, ni la del lector. En una noche de junio de 1954, en un departamento de la calle Obispo Orrego, sentí -como la he sentido tantas veces en mi vida, desde que era niño- la presencia casi física del paso del tiempo, la fugacidad de la vida, este tópico que para mí es agonía en su sentido exacto. Empujado por esa agonía, reviví otra noche, en el París de 1952. Un café del barrio de Saint-Michel: Sentado
en el café cuentas el día, Sentado
en el ayer la taza fría Sentado
en el café oyes el río Y
en medio del café queda la taza ............................................................("El café") Es un soneto. ¿Sabía yo que iba a ser un soneto el poema? ¿Lo sabía después de haber escrito el primer verso? No. Pero al comenzar el tercer verso del primer cuarteto, yo lo sé. Lo siento como algo que se desliza desde el primer verso al último: ésa es la manera cómo siento que se mueve toda la estructura de un poema mío. Un continuo que, aunque admite la brevísima pausa de los versos (dos segundos para cada verso), se mueve hacia el verso final, que es donde irrumpe toda la composición. A poco menos de treinta años de haber escrito "El café", no parece que se hubiera desintegrado. Lo cual me provoca una sensación que seguramente deben sentir otros poetas cuando releen un viejo poema, si éste se ha hecho viable. Y es que ya no le pertenece a uno. Otro lo ha escrito. A poco menos de treinta años de su nacimiento, "El agua" cuelga (sin firma) sobre un gran bastidor de un muro de mi casa. No quise que llevara mi nombre cuando unos amigos me lo regalaron. Otro lo ha escrito, me susurra uno de mis fantasmas, que acaba de sentarse a mi lado. A
medianoche desperté. Toda
la casa era silencio, Me
vi despierto a medianoche Y
hacia el espacio oscuro y frío Nadie
me dijo que saliera. me
vio en el tiempo que yo fui, A
medianoche me busqué ..................................("El agua") Este poema ha sido visto desde ángulos tan diferentes que al final ya no sé qué escribí. Y no porque practique la técnica surrealista, ni carezca de oficio, ni sea un irresponsable. Tal vez uno no sepa nunca lo que escribió en el poema, en el sentido de que la interpretación que uno pueda darle no es la mejor, cualquiera que sea la naturaleza del texto. "El agua" es un poema visionario; pero este hecho, en su arranque, no es distinto de otros que no son visionarios. Estoy sentado a mi mesa de trabajo. ¿Por qué la he pintado de bermellón? Antes de comenzar a escribir, quiero probar la mano. Aprieto la tecla de la grabadora: comienza un pianista a tocar las canciones de Gershwin. ¿Nacerá el poema? No lo sé. Sí, puede nacer, pero morir a poco tiempo de nacer. Puede nacer, pero transformarse en un poema enfermo. O puede que, bloqueado y desangelado, me levante, apague la luz de mi lámpara, y salga al jardín a respirar el aire de la noche. ¿Por qué, en otras ocasiones, en lugar de las canciones de Gershwin, o de la trompeta de Bobby Hacket, o de la guitarra de Berón, o de la voz de Corsini, o de la voz de Aznavour, necesito oír el andante del primer concierto para piano y orquesta, de Bela Bartok. Algo me dice el esquema métrico de sus primeros compases, que anoto en mi libreta, donde he escrito: "ojo, atención al juego del piano y la batería y para el poema, ojo al cambio de acentos. . ., etc". "Mucho más tarde, ¿por qué ese andante pone en movimiento un poema? ¿Por qué, otras veces, necesito estar rodeado de absoluto silencio y en lo más profundo de la noche para que llegue el poema? ¿Por qué una mañana de verano, hacia 1956, mientras el bus donde viajo se acerca a la Plaza Baquedano, súbitamente aparece en mi memoria el primer verso de "Comedor", poema incluido en Destierros y tinieblas. Anoto el verso en mi libreta: de súbito, en cadena, he recordado también el comedor de mi infancia en Los Ángeles, en una casa que ya no existe, o que existe en mi memoria. ¿Por qué una muchacha que desciende de otro bus, una tarde de otoño, muchos años después, provoca en mí tal impacto que, ya en mi escritorio, brota de un tirón el poema: En
ella caen todos los emblemas Con
ella el tiempo es resplandor y pátina La
luz por ella es puerta abandonada Todo
el jardín la está rodeando: nadie No
hay nadie en el jardín. Pero alguien llega. Nadie
ha cruzado por el mes de junio Ella
y la silla son. La luz tamiza ¿Quién,
quién es? ¿Quién eres tú, quién eres? sobre
el jardín donde sus pasos laten. Nada
sino el clamor de sus pupilas, Junio
está oscuro en su jardín. Oscura ...............................................("El jardín") Y más preguntas. ¿Por qué una bicicleta de infancia está ya en catorce versos, traspasada por el tiempo que en la bicicleta es sólo presente, pues pasado, presente y futuro son presente y se confunden?, ¿Por qué surgieron poemas como "Gólgota", las "Invocaciones a Nuestra Señora del Apocalipsis", "El ojo", y otros textos de experiencia religiosa? ¿Quién nos da la partida? Es la fuente secreta e inagotable de la poesía. Tan inagotable que a veces un poeta cree haber elegido el punto de salida, y sólo ha sido elegido. Cree ser el dueño de su poema (y no me refiero a su técnica), y ya en el segundo verso la mano escribe en otra dirección. Yo puedo llamar al ángel o al duende, pero no soy dueño del duende o del ángel. El duende y el ángel soplan cuando quieren y donde quieren. Sea fácil o difícil el parto, se atasque o no la materia verbal, tropiece uno o no con los ritmos, se dé o no se dé la palabra precisa con el justo adjetivo, como quiere Alberti, el poeta no escribe si la vena no se ha roto. Que el trabajo ayude a llegar a esa fuente escondida, es otra cosa. Son otras manos las que guían al poeta, incluso en el poema más ligado a una circunstancia humana. También mi duende y mi ángel parten de lo humano; parten de la infancia, de una noticia leída en un periódico, de un bus, de un restaurante, del adiós de una persona querida, de un aeropuerto, de un joven torturado, de la contemplación de un cuadro, de la desolación de la miseria, de un tirano cuyo fin se acerca, de un desterrado, de un niño muerto; de ese árbol -el olmo- que puede ser como ustedes han oído, el centro dividido de mi propia vida, o de un amigo muerto trágicamente... Algunos de esos poemas que partieron de estas circunstancias han pasado a antologías. Y con la sensación de que otro los escribió y la lejanía de su composición, voy a leer "Gólgota" y "Restaurante", dos soledades en dos extremos, pero en el fondo una sola: Cristo,
cerviz de noche: tu cabeza Ojos
que al estertor de la tristeza No
sé cómo llamarte ni qué nombre Y
siento en mi costado todo el frío, ..............................................("Gólgota") ¿Dónde vi yo a este señor? ¿En qué restaurante del mundo? Nevaba, sí, y caían las hojas. Pero quizá fue su silencio el que más me impresionó: el silencio de su pobreza. ¿Cuántos hombres pobres y silenciosos hay en la Tierra? Este
señor que cena me conmueve. Y
tose, y se levanta, y me sonríe Este
señor me busca, y no se atreve Este
señor anciano que suspira ................................................("Restaurante") El poema no es, como quería un poeta, la narración de un viaje del que se regresa. El poema, creo yo, es el viaje. Las variantes, correcciones, tachaduras que un poeta introduce en el texto no alteran el viaje: lo dejan sólo en lo que debe ser, en lo que fue el viaje, sin flecos, sin alifafes. Pero antes del viaje y después de él, la técnica y la inspiración forman el barco. Por desprestigiada que esté la segunda palabra. Se inspira uno para escribir un poema; se expira cuando termina de escribirlo. Hay, pues, poemas inspirados y poemas expirados. Grave cosa es cuando un poeta expira con más frecuencia que inspira. He escrito -"El agua- en estado de duermevela; he escrito en estado de lucidez "El olmo"-, o por lo menos así lo creí; he escrito poemas al despertar de un sueño intenso y doloroso "La visita"-; me ha perseguido, durante meses, un poema, y me he resistido a abrirle las puertas, hasta que las puertas estallaron; y el duende y el ángel sólo llegaron cuando estaba yo dispuesto, es decir, cuando, por el trabajo y la disciplina, me había hecho merecedor de su llegada: esto es, cuando estaba ya concentrado. De ahí ese aire ausente que suele rodear a los poetas. Los rituales de ciertos poetas, antes de comenzar a escribir, no son sino canales para lograr concentrarse. Schiller olía manzanas podridas; Auden, uno de los grandes poetas ingleses contemporáneos, bebía incontables taza de té; De la Mare, otro poeta inglés, fumaba interminablemente. Pero, por supuesto, "ni las manzanas podridas, ni el tabaco, ni los cigarrillos o el té tienen que ver con la calidad del trabajo de un Schiller, de un De la Mare o de un Auden", dice Spender. Tanto necesita concentrarse el poeta que un sonido en la calle, el tictac de un reloj, o un amigo que entra sin avisar en el escritorio, pueden destruir el poema. El ejemplo más notable, como se sabe, es el del poeta romántico inglés, Coleridge, y su poema "Kubla Khan", interrumpido para siempre en el verso 54 precisamente por la visita intempestiva de un señor, el hombre de Morlock. En esto de concentrarme yo he tenido algo de suerte. Otro de mis fantasmas se puso a mi servicio desde que yo tenía siete años. Mucho antes de que escribiera mi primer poema, yo había aprendido a jugar ajedrez. Y ninguna experiencia es en este caso más útil que la del ajedrez: se trata, entre otras cosas que sólo interesan al ajedrez, por supuesto, de cortar toda comunicación con el mundo exterior, y pasar a un planeta de 64 casillas y 32 piezas. Alguien, en cierta ocasión, se asombró cuando me vio, durante un viaje en tren, sacar mi ajedrez de cartera y desarrollar una partida que siempre me atrae: la que ganó Capablanca a Bernstein en el torneo de San Sebastián, en 1911. Es una maravilla de exactitud, limpieza de ejecución, sobriedad e imaginación. Y de belleza. Es decir, un gran poema; con la diferencia de que para lograrlo se necesita la colaboración del enemigo. Pero volvamos al tren y a mi ajedrez de cartera. Un poema había comenzado a asediarme, y yo necesitaba levantar un muro -la partida de ajedrez- para coger el poema de los cabellos o de las manos, según se presentara. Naturalmente, no hay duende que aparezca si no le da la gana, aunque uno lo llame a gritos y esté concentrado hasta la segunda venida de Cristo. Pero, como decía un gallego: ¿y si el duende viene? A lo cual otro gallego, más desconfiado aún, podría replicar: ¿y si no llega? ¿Para qué sirve un poeta? Aquéllos que se creen más realistas piensan que los poetas viven en las nubes. En nuestro tiempo, y también en otros. Sin embargo, el poeta ha tenido que sufrir y compartir la experiencia de muchos que no podían ni pudieron expresarse antes de desaparecer. El poeta tiene muy bien puestos los pies sobre la tierra. El problema es que ve al mismo tiempo el mundo como es, como realmente es, y como debería ser, pues "el mundo no está hecho sólo de lo que es sino también de lo que podría ser", ha escrito C.S. Lewis, es decir, esta tierra cuya transfiguración los cristianos esperamos y que debemos hacer más humana antes de la consumación. Y una de las formas de hacer más humano al hombre es la poesía. Precisamente en una época en que el hombre se ha dejado cosificar. Pero, ¿no basta que el poeta escriba buenos poemas (y para eso está, y no para otra cosa)? ¿Es que, además, debe transformar toda la sociedad? ¿Tan mal están los hombres que en momentos de desolación creen que los poetas pueden arreglar este mundo y el otro? Y sin embargo, ¿cómo no dar cuenta, directa o indirectamente, de unos años trágicos y delirantes -nuestros años trágicos y alucinantes-? ¿Qué poeta podría no hacerlo? Yo no he podido -no podía y no debía hacerlo- sustraerme a una situación que he vivido a mi manera y con mis miedos, pero aguantándomelos, pues nadie podrá decir, en estos últimos años, que no ha padecido desolación y miedo. Quiero retomar palabras de Guillermo Blanco y a ellas inyectar algunas variantes que no alteran lo que él tan bien expresó. Quiero a mi tierra como si recién hubiera llegado a ella: como el amor primero, que lo es porque todo está por descubrir y la costumbre no ha borrado el rostro siempre nuevo de la persona querida. Y sé, por esto mismo, quienes la invocan con extensas frases célebres y más extensos lugares comunes, y lo hacen para su propio provecho; y quienes realmente la aman, incluso a pesar de sus defectos. Aquí no se trata sólo de mis fantasmas personales, los buenos y los malos, sino de los fantasmas que todos creamos. Ahora entiendo mejor el título de uno de mis libros de poesía. En 1964 apareció Destierros y tinieblas. Dios no reparte al voleo sus dones. Aunque siempre sea un misterio el nacimiento de una vocación (y no digo vocación porque no siempre coinciden vocación y profesión), un poeta no escribe para ser famoso, o conocido, ni para lucir su oficio, ni para alimentar su vanidad, ni para ponerse al frente de cierto tipo de revoluciones, pues en este caso ya se sabe cómo terminan los poetas cuando los ángeles de la revolución se convierten en comisarios. Un poeta, como cualquier otro hombre, no es sino un instrumento de Dios, y lo que importa es haber sido fiel al don que se le entregó para que lo entregara a otros. Éste es el sentido de un poema de Noches, escrito hacia 1968, fin de esta antología de mis fantasmas: Hay
hombres que nunca partirán, Pueden
estar lejanos, Y
los hombres que nunca partirán Son
aquellos ...............................................................("Hay hombres que nunca partirán") |
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