ALGO ACERCA DE LA EXPERIENCIA POÉTICA*

por Miguel Arteche

 

Sin duda es justo y necesario, y es mi deber, agradecer a la Asociación de Académicos de esta Universidad la invitación que me extendió para iniciar el ciclo de las actividades del año académico. Sin embargo, en el lugar donde yo estoy ahora debía estar una persona de universidad, y yo, salvo tangencialmente, no he pasado por ella. El que les hablará, o ya les comenzó a hablar, es un poeta; y un poeta, si de verdad es honesto, sólo puede dar lecciones, si es que las puede dar, acerca de su propia experiencia, siempre que sea capaz de salir de ella para mirarla desde afuera, y no pretenda, como yo no pretendo, pontificar sobre tales o cuales aspectos de la poesía. O, para ser más exactos, de cierto tipo de poesía: esa que suele darse en los versos. Por supuesto, la poesía no está sólo en los versos, aunque éstos hayan sido, desde hace miles de años, los vehículos normales para que la poesía fluyera.

Empecemos por contestar una pregunta que, me imagino, ustedes ya se habrán hecho. La pregunta es: pero, ¿qué es poesía? Las respuestas que se han dado son tantas que no podría resumirlas aquí. Cada cual arrimó al ascua su sardina, o dicho de otro modo, cada poeta ha dicho qué sea la poesía según le iba en la procesión. Un poeta dijo cierta vez que poesía era comunicación, y a mí, la verdad, me pareció que eso estaba bien para el correo o el teléfono, pero no para la poesía, pues es obvio que comunicar es algo importante en poesía, pero sólo una parte de ella. Ustedes me perdonarán que yo, ahora, intente acercarme a un campo que nació y se hizo viable a partir de mi propia experiencia de poeta, con todos los riesgos que involucra el intentar definir, entre los cuales está, por supuesto, el de equivocarse.

Pues bien: voy a acotar el campo. Si poesía –poiesis- es "hacer" o "crear", y poeta –poieta- el que "hace", todos los hombres "hacen" algo, o todos aquellos que "crean" son poetas. Pero "hacer" o "crear" es, repito, "sacar" algo de la nada, algo que no existía antes. Un poema "aparece" terminado, en la hoja de papel, y antes no estaba allí. Todo estaría muy bien si uno no se preguntara por qué está allí y para qué. Sobre todo: para qué está allí. Es evidente que un poeta escribe por alguna razón muy importante, o por un impulso muy decisivo; escribe su poema para que éste no se quede mudo. Pero no sólo eso. Uno de los gozos que produce la poesía es que en ella se observan las cosas como si se las viera por primera vez. Después de la lectura de un buen poema, uno ya no es el mismo. El poeta ha sido capaz dehacernos ver súbitamente lo que en el poema aparece -y puede aparecer desde una taza hasta un paisaje apocalíptico-. ¿Y hacérmelo ver cómo? Como si hubiera recién nacido por el fiat de la poesía. Todos los días yo he pasado ante el ciprés de un jardín abandonado; y de improviso, alguien, el poeta, en su poema, me lo ha entregado como si recién hubiera surgido allí desde el primer día de la Creación. Es la mirada paradisíaca del poeta. Me imagino que no tendría por qué ser distinto el gozo del descubrimiento científico, o esa sensación, por ejemplo, de plenitud que debe sentir un médico cuando observa que "su" paciente comienza a recobrar la salud: Pero aquí estamos bajo el poder de la palabra. Ella es la que nos hace ver las cosas como si las viéramos a la manera de Adán: por repentina y primera vez. Después de todo, en el principio fue la Palabra. La Palabra, y no la imagen. La Palabra, y no el espacio. La Palabra, y no el tiempo.

La Palabra y el acto de nombrar. En su jardín, Adán nombra. Las cosas tenían un nombre. En la Torre de Babel alguien lo enredó todo, y las cosas llegaron a tener varios nombres, y no el nombre verdadero que equivale más o menos al rostro que teníamos antes de existir: el rostro sólo conocido por Dios. Nombrar: decir el nombre de una persona o cosa. Aquí, en otra acepción, el diccionario nos entrega esta pequeña delicia: "nombrar a una persona... para cualquier cosa". Es una ironía del diccionario. Esto –nombrar- es, después de todo, una operación poética. ¿Cómo puede el poeta escribir si no sabe nombrar? ¿Cómo establecerá esa relación entre las cosas, hundido en la niebla, sin saber de qué está hecho el mundo? Cuando un poeta nombra, lo que nombra nace.

Dice Ortega que "el instante en que un nombre nace, en que por vez primera se llama a una cosa con un vocablo, es un instante de excepcional pureza creadora. La cosa -continúa Ortega- está ante el hombre aún intacta de calificación, sin vestido alguno de nombramiento; diríamos, a la intemperie ontológica". Para enunciarla, hay, entonces, que elegir. "Se trata -agrega Ortega- de crear una palabra. Se trata de una cosa que es nueva, y, por lo mismo, no tiene nombre usual(...). Ahora es menester –afirma- que el que ve por primera vez a la cosa se entiende él mismo al llamarla. Para ello buscará en la lengua, en aquel vulgar y cotidiano decir, un vocablo cuya significación tenga analogía -ya que no puede ser más- con la nueva cosa. Pero la analogía es una transposición de sentido, es un empleo metafórico de la palabra; por tanto, poético(...) De donde resulta, prosigue Ortega -quién lo diría-, que la creación de una terminología no es sino una operación de poesía".

Uno termina siempre por ser sorprendido, lo quiera o no, y esto aunque uno se crea un lince, y lo "descubierto" haya brotado de su propia experiencia de poeta. Pero qué le vamos a hacer. Lo importante es que en este caso yo leí este texto de Ortega muchos años más tarde de que sintiera que eso -hacer que las cosas se vean por primera vez- ya lo había dicho el filósofo español. Y, sin embargo, lo que Ortega no decía en su ensayo, y no tenía por qué decirlo, era que nombrar o ser capaz de nombrar es, para el poeta, sólo el comienzo de su arte.

Rayado el campo de juego, estamos ahora en el verso.

¿Por qué el verso, que es algo que muchos llamados poetas emplean hoy sin saber lo que es? La respuesta es de Perogrullo: porque el espacio físico se ha reducido. Un poema, por largo que sea, será siempre menos largo, dicho en términos generales, que un cuento o una novela. Es una ventaja, y al mismo tiempo un peligro. ¿Por qué? La poesía es la forma más concentrada de la materia verbal. Lo que se debe decir en el poema, o se dice así o se aburre. Por supuesto, se puede, aburrir en un poema de tres versos o en uno de mil. El aburrimiento se ha de notar claramente en el primer caso. Los poetas chinos y japoneses lo saben muy bien. Un poeta norteamericano comparó cierta vez la poesía (la poesía del poema) con el genio de la botella: "la fuerza del genio proviene del hecho de estar, o de haber estado, comprimido dentro de esa botella". De pronto el genio se escapa, y todo estalla, o un relámpago nos ciega y nos hace ver la "nueva" realidad. Sólo que no para destruir, como en el caso de los genios nucleares, sino para pacificar. "La poesía es el elemento pacificador por excelencia", decía Juan Pablo II en 1979, cuando visitó las Naciones Unidas; y agregaba, en otra ocasión, que Dios era "el padre de la gran poesía". Pero de eso, de la paz que un poema produce, hablaremos más adelante.

El verso. Me imagino que un poeta no elige el verso por mero capricho, y que si se decide a romper con todo, que es cuando suele no romperse con nada, es porque el verso no le sirve; o le sirve, él lo cree, eso que suele llamarse verso libre, lo cual es una paradoja, desde luego, porque no hay verso libre; o dicho de otro modo, porque la libertad sólo se siente realmente cuando se está limitado, y entonces es infinita, como infinitas son las posibilidades que presenta, por ejemplo, una partida de ajedrez, después, por lo menos, de la segunda jugada. "La extensión que no se refiere a algo que se encuentra en los alrededores carece de significado", dice Eddington, el físico y astrónomo inglés. "Imagínense ustedes que se encuentran solos en el centro de la nada, y traten, entonces, de decirme hasta dónde se extiende". Escribir en verso libre, dijo Robert Frost, es "como jugar al tenis, pero con la red en el suelo". Detrás del poema más aparentemente libre, si en realidad es un poema y no un bodrio, se descubre una estructura perfecta, esa que el poeta, de manera instintiva, crea después de largos años de disciplina y trabajo. Ayer, en una revista española, vi el original de un poema póstumo de Lorca. El manuscrito era, es, un bosque de tachaduras, enmiendas, borrones, imágenes agregadas, imágenes quitadas. Leído en el libro, ya tamizado, es un prodigio de gracia y profundidad, como si así hubiera salido de la mente del poeta. Creer que en poesía se puede hacer todo, como creen ciertos poetas chirles y haraganes, es no saber qué sea un poema. En poesía hay que hacer lo que se debe hacer, y no lo que a uno le dé la gana hacer.

El verso. Pero no cualquier línea cortada caprichosamente. Esto, en el mejor de los casos, sería eso: una línea, y nada más, con todos los ornamentos que en la tipografía se le quiera dar y todos los espacios en blanco y las auras de que se le quiera rodear. El poeta puede, por supuesto, hacer que el verso se haga áspero, acezante, para producir determinados efectos. O puede acercarse al lenguaje coloquial y recoger ciertas expresiones de él, siempre y cuando esté atento al peligro de trivializarlo todo o convertirlo en mala prosa cortada a tropezones. En el arte de la poesía no se dan facilidades de pago. O se conoce este arte o se nos pasa gato por liebre. Desde hace algunos años, nos hemos visto aquí inundados de versos que son cualquier cosa menos versos. Ni que decir tiene que en este caso a la métrica se la siente obsoleta, como un compositor que sintiera obsoleta la armonía o el contrapunto.

El poema puede surgir de un ritmo que aún no tiene nombre, hasta que el nombre aparece en el verso. Es el ritmo, en ocasiones, el que descubre la imagen, aunque también ocurre al revés. Ritmo e imagen no son sino una misma cosa. Por supuesto, el "lenguaje" poético se puede dar en los avisos de los periódicos: un lenguaje de chispazos. En el cine, en la radio, en la técnica publicitaria: pero aquí no se trata sino de un juego verbal, pues resulta relativamente fácil crear una "imagen". Hasta hay una técnica que cualquiera de ustedes podría emplear. No son sino relámpagos de la imaginación, más o menos mecanizados. Se trata, claro, de un juego, pero para el poeta es un juego algo más complejo que el estallido de una imagen. "Así, muchos poetas -dice Pierre Emmanuel-, que sólo fueron tales por el juego, como fórmula para librarse de la formalidad, terminan siendo excelentes agentes de publicidad". La imaginación es algo más que un conjunto de imágenes dispersas en el caos de algunas palabras. Algunos suelen confundir la imaginación con la efervescencia del agua mineral.

Dijimos: en el poema la materia verbal se da con la máxima concentración. Un mal poema se nota de inmediato; está lleno de agujeros: malas imágenes, torpeza rítmica, rellenos, lugares comunes inadvertidos, cursilería, material con el que los poetas auténticos crean buenos poemas, por la simple razón de que se dieron cuenta de lo que sucedía en los malos poemas.

Materia verbal, entonces, concentrada, precisa, nítida. "Es más fácil -dice el poeta romántico inglés Coleridge- sacar con las manos una piedra de las Pirámides, que alterar una palabra o la posición de una palabra en Milton o en Shakespeare (al menos en sus obras más importantes), sin hacer decir al autor algo distinto o peor de lo que dice" ¿Por qué? La respuesta es obvia: todo el poema está en tensión, y cada una de sus partes se apoya en la otra. Cualquiera que haya leído un soneto de Shakespeare lo sabe. El cambio de una coma o de un punto; el cambio de posición de un adjetivo; el traslado de un verso más arriba o más abajo del lugar donde estaba la ruptura de una cláusula métrica, rompen la tensión con que fue creado el poema, esto es, lo destruyen. En el poema hay un campo de fuerzas donde el verso, la estrofa, el ritmo, las imágenes, cumplen una función muy precisa: mantener esa tensión. Hasta en el más oscuro de los poemas de un poeta surrealista uno puede adivinar que esa tensión existe en la medida en que todo está en su sitio. Resulta, por ejemplo, provechoso leer, en este sentido, los poemas de amor de Paul Eluard. Alteren un verso, quiten una coma, supriman un sustantivo, y del poema se escapará un gemido: el gemido de la criatura herida. Al revés: alteren en cualquier lugar un mal poema, y del poema no se escapará grito alguno: está muerto.

Cuando escucho, a veces, que un señor muy "realista" dice que tal o cual problema no se resolverá con declaraciones "líricas", me pregunto si el tinte peyorativo que se da a la palabra no encierra, al mismo tiempo, el respeto que la palabra merece. Para el hombre "realista" sólo vale lo que se puede tocar, lo que puede transformarse en una fuente más de poder, lo que puede resolverse rápida y provechosamente, lo que cabe transformar en números de estadística. Pero cuando ese hombre tiene que decir algo que está más allá de su propio realismo, no tendrá más remedio que emplear, quién lo dijera, eso que el poeta suele emplear como algo natural: la imagen. Estas personas "realistas" resbalan de pronto, o, para recuperar el equilibrio, utilizan, sin saberlo, algunos instrumentos del poeta. Cuando desean explicar una determinada situación recurren a imágenes que, gastadas y regastadas, no dejan por eso de ser imágenes. Por ejemplo, se nos habla de "carteras vencidas"; se nos dice que los empresarios son "como los monitos de los organilleros: siempre bailan la melodía que nos toca el organillero, que es el gobierno"; se nos cuenta acerca de "grandes incendios económicos apagados", imagen robada sin duda a los bomberos. Digámoslo más claramente: el gobierno es "un organillero"; los empresarios, "monitos" (1). No se preocupen ustedes: sólo se trata de metáforas de hombres realistas. En cierta ocasión propuse a futuros investigadores hacer un inventario de las metáforas empleadas en Chile, durante los últimos quince años, por hombres que siempre se reúnen "al más alto nivel", sin que jamás se nos haya dicho cuáles son las reuniones "al más bajo nivel", y dónde se celebran. Proponía yo también un seminario en el cual, según el tipo y la abundancia de las metáforas, se descubriera quiénes están en el poder. Hace algunos años todo era "coyuntural" Ahora todo debe ser "transparente". Debe ser: es decir, cuando las cosas suelen ser más oscuras.

Y es que se ha regresado a cierto material oxidado de la poesía. Otras veces, cuando surgen del campo de lo popular, las imágenes resultan sorprendentes, y son aprovechadas sin el menor asco por algunos poetas. Yo he escuchado, y es posible que ustedes también, eso de que alguien es "más metido que mano de matrona", o "más flojo que gato de prostíbulo". Un amigo mío descubrió hace algunos años que cierta persona era más "falsa que un billete de trece pesos". Un centroamericano me observó en cierta ocasión que nunca "había que creer en pájaros preñados", a lo cual yo, recordando mi tierra, le dije que era muy peligroso confiar en "vampiros vegetarianos". Son deslices del habla coloquial que cuajan en estas imágenes. Pero, ¿podría ser de otra manera? Toda la urdimbre del lenguaje es metafórica. En momentos de gran tensión o de emoción profunda, no nos queda más que recurrir al mecanismo de las imágenes.

Vamos ahora a otros ámbitos, a otras voces.

Navegamos, como en la balada del marinero de antaño (2), por entre la niebla, rodeados por extrañas criaturas marítimas, y oímos, a través de esa niebla, algunos lamentos. El mar es la palabra. En cierto tipo de poesía las imágenes sólo nos remiten a una circunstancia personal que en el poema se hace impersonal o, dicho de otra manera, sirve para todo el mundo. También nos llegan, en el poema, atisbos de un mundo metahistórico, voces que no sabemos descifrar, pero que sentimos como en los contactos que a veces tenemos con lo sagrado: reflejos huidizos de otro mundo o de otras dimensiones. La segunda parte del Fausto, de Goethe, por ejemplo, o esa balada, nos arrastran a aquellas playas. En este sentido, los poetas pueden dividirse en dos clases: aquellos que asimilan muchas influencias y con este material construyen un lenguaje o un habla original; y aquellos cuyas voces parecen venir de un trasmundo -o de un sobremundo, con expresión feliz de una notable poetisa-. Pero ambos pueden conmovernos. No se necesita seguir a Ortega para concluir que todo poema parte de una circunstancia, y que ésta, la circunstancia, puede ser real o "inventada". No se crea un poema en el vacío. Por supuesto un poeta puede, a veces, ser "realista", y en ocasiones "visionario", o las dos cosas. Algunos críticos o aprendices de críticos piensan que sólo es válida la poesía visionaria, esto es, la que, según ellos, nace de la "locura", locura que nunca definen. Y otros críticos sostienen que sólo vale el primer tipo de poetas. Pero lo único que importa, repito, es lo que ese poema nos hizo ver: todo estará allí como recién surgido de una nueva creación; recién lavado por el agua del Génesis. Veamos algunos ejemplos.

Antes de leerlos, sin embargo, quisiera decir algo acerca de la lectura de viva voz de un texto poético, y de lo que esa lectura puede significar.

La poesía es un arte, y arte es, en primer lugar, organización, aunque ésta pueda ser destruida a propósito por el poeta. El verso es, dice un lingüista, "una violencia que se hace al idioma". Una violencia, diría yo, necesaria, por supuesto, para el poeta. No hay, desde luego, versos en la naturaleza, como no hay sonatas ni cuadros: la naturaleza no los produce. Para el poeta el verso es un punto de apoyo, de partida. El punto de apoyo para entrar en algunas estructuras rítmicas (rimas, estrofas, imágenes, metáforas, paralelismos, anáforas, etc.). Y si bien hay prosa rítmica (pienso en la de Dickens, por ejemplo, por lo menos en uno de sus últimos libros), los ritmos no se dan con la frecuencia o con la expectativa con que se dan en los versos. Cuando uno dice un verso, espera que venga otro verso, aunque éste pueda ser más largo o más breve, y aunque sus acentos no sean los mismos, esto no sucede con la prosa. Del verso brotará un significado; pero el estrato fonético será condición necesaria del significado. No hay versos "musicales" sin que brote cierta concepción general de su significado; o, por lo menos de su tono emocional. El verso constituye la primera unidad del poema. Pero por supuesto el poeta no escribe en un lenguaje que primero es conceptual (o intelectual) y luego emocional. El ritmo de los versos empapa todo el poema: quitar el ritmo es dejar un cadáver. De aquí que muchas veces un poema, como decía antes, nazca de un ritmo determinado, casi en el mismo momento en que nace la imagen. Si, al revés, ustedes escuchan una conversación, sobre todo si ha sido grabada, oirán lo que es obvio pero solemos olvidar. Si hay algo que carece de estructura y ritmo, eso es la conversación: depende, muchas veces, de gestos, de expresiones faciales. Leer y escuchar un poema, entonces, es leer y oír algo que está organizado rítmicamente. Entonces, ¿qué significa leer un poema?

Hablemos de oído físico y de oído mental. Si leo en silencio, oigo lo que leo aunque no parezca a primera vista, o, mejor, a primer oído. El problema se plantea para aquellos que leen mal porque nunca "se han oído" leer mentalmente. Si oigo lo que leo es porque el sonido está en la palabra, no como algo accesorio, sino como algo esencial de él. Imaginemos, entonces, lo importante que será leer, primero, el poema en voz alta. No hay, entonces, lectura muda, en silencio, del poema. Cuando de la lectura mental pasamos a la lectura de viva voz, algo ha ocurrido. Yo creo que no hay poema si no hay lectura en voz alta, cuyo primer grado es la lectura mental. Sé, desde luego, que el poema se da -ahora- en la página impresa; y que de allí parte. Es imposible que los ritmos, por ejemplo, entre otras cosas, aparezcan si no se lee el poema en voz alta. Los ritmos expresan emoción: son cuantos de energía que, encauzados en el tablero del poema, van y vienen: temas, variaciones sobre el tema, inversiones, disminuciones, contracciones, extensiones, etc., que sólo se entregan dentro de la estructura cuando, al leer en voz alta, yo siento en el tiempo y los que escuchan sienten en sus tiempos. Cuando así lo hago debo respetar el verso como unidad básica del poema, pues leer el poema de manera que su ritmo no emerja en su totalidad y en cada detalle es reducirlo a fragmentos carentes de vida. Leer destruyendo la unidad del verso, esto es, sin comprender que el verso es la unidad básica, es destruirlo. Por otra parte, los contenidos racionales y emocionales, conscientes e inconscientes, del poema leído en voz alta, penetran más fácil y profundamente en aquel que los escucha. Y ocurre con bastante frecuencia que el lector (el lector de viva voz) de un poema y el auditor del mismo descubren nuevos significados después de la lectura, significados que antes habían pasado inadvertidos. Cuando me coloco en plan de auditor, por ejemplo; de mis propios poemas o de poemas ajenos, ellos siempre me abren nuevas provincias que explorar. Muchas veces no "entendemos" lo que sea un poema a la primera lectura; pero sí lo "sentimos". Se puede querer antes de entender. Lo cual, desde luego, no elimina la inteligencia, ni mucho menos. El filósofo español Xavier Zubiri hablaba de "inteligencia sintiente". ¿Por qué se va a sentir sin que la inteligencia esté presente? ¿Por qué se va a entender sin que lo que se siente actúe? De esto se trata. Inteligencia que siente.

Oír la palabra poética. Oír el verso. Todos saben por qué, en el nacimiento de la poesía griega los pies métricos corresponden a una vuelta completa alrededor del altar del dios. De allí pasaremos, en varios siglos, a los señores de los castillos, en la Provenza: los trovadores. Los trovadores catalanes, los juglares de gesta. Pero a mediados del siglo XV la voz calla. La imprenta inicia su imperio. Nacen los ojos. El sentido de participación física, que es la poesía de viva voz, se pierde, y es justamente esta participación la que renacerá a través de la técnica. Siglo XV. El poema se oye, sea que se lo diga (a veces, salmodiado) o se lo cante. Después del siglo XV, el poema se lee, pero se lee en silencio, con ese oído mental de que hablaba. Y ahora, en nuestro tiempo, parece recuperar la voz perdida. No sólo, desde luego, en la lectura pública: en la voz de un poeta o de un simple lector; o desde un disco; o desde una cassette; o desde el video. Un poeta podrá oír su poema leído por él mismo o por otro lector; otro lo cantará, a la manera, por ejemplo, de Paco Ibáñez. Serán, hoy, distintas formas de "abrir" el poema, de permitir que sus distintos significados broten limpiamente.

Voy a leer entonces dos poemas: uno de Federico García Lorca; otro de Gabriela Mistral.

El primer poema es un romance tradicional en su forma. Es decir, se apoya en versos de ocho sílabas. Pero su visión es absolutamente contemporánea, aunque los "objetos" poéticos -una gitana y dos compadres, al parecer contrabandistas- no sean más que un pretexto para introducirnos en un mundo que está más allá del nuestro. He leído, en un periódico madrileño, un curioso y breve ensayo del lingüista Fernando Lázaro Carreter, que, además de serlo, está muy abierto, inteligentemente abierto, a la poesía de nuestro tiempo. Hay, en este breve ensayo, atisbos muy profundos acerca de lo que este poema sea, si es que vale una sola interpretación. Incluso cuando se refiere al color verde y a su obsesiva repetición coloquial, por lo menos en el coloquio andaluz. Sin embargo, esto no es sino eso: un atisbo. El buen lector de poemas va directamente al poema; no va, primero, al ensayo acerca del poema, y luego a éste. Va a todo el poema, no a una parte de él, y lo recibe en su totalidad. Va a todo su campo de fuerzas: el que uno oye o vuelve a oír cuando ha terminado de leerlo. Y ese lector, aunque esté sometido a ciertas claves de su tiempo, verá el romance como él quiere verlo, y no como quieren hacérselo ver. Salvador Dalí, cuando lo escuchó por primera vez, decía que este romance tenía y no tenía "argumento". La gitana parece una novia, a la que se disputan -o disputaron- dos compadres; parece que está muerta; parece que se ha arrojado a un pozo. "Sobre una plantilla de romance decimonónico de contrabandistas, la historia, gallardamente vulgar", explica Lázaro Carreter, "se hace mágicamente poética". Leamos el "Romance Sonámbulo":

Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar
y el caballo en la montaña.
Con la sombra en la cintura,
ella sueña en su baranda,
verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Verde que te quiero verde.
Bajo la luna gitana
las cosas la están mirando
y ella no puede mirarlas.

Verde que te quiero verde.
Grandes estrellas de escarcha
vienen con el pez de sombra
que abre el camino del alba.
La higuera frota su viento
con la lija de sus ramas,
y el monte, gato garduño,
eriza sus pitas agrias.
Pero, ¿quién vendrá? ¿Y por dónde?
Ella sigue en su baranda,
verde carne, pelo verde,
soñando en la mar amarga.

"Compadre, quiero cambiar
mi caballo por su casa,
mi montura por su espejo,
mi cuchillo por su manta.
Compadre, vengo sangrando
desde los puertos de Cabra".
"Si yo pudiera, mocito,
este trato se cerraba.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa".
"Compadre, quiero morir
decentemente en mi cama.
De acero, si puede ser,
con las sábanas de holanda.
¿No ves la herida que tengo
desde el pecho a la garganta?"
"Trescientas rosas morenas
lleva tu pechera blanca.
Tu sangre rezuma y huele
alrededor de tu faja.
Pero yo ya no soy yo,
ni mi casa es ya mi casa".
"Dejadme subir al menos
hasta las altas barandas,
¡dejadme subir!, dejadme
hasta las verdes barandas.
Barandales de la luna
por donde retumba el agua".

Ya suben los dos compadres
hacia las altas barandas.
Dejando un rastro de sangre.
Dejando un rastro de lágrimas.
Temblaban en los tejados
farolillos de hojalata.
Mil panderos de cristal
herían la madrugada.

Verde que te quiero verde,
verde viento, verdes ramas.
Los dos compadres subieron.
El largo viento dejaba
en la boca un raro gusto
de hiel, de menta y de albahaca.
¡Compadre! ¿Dónde está, dime?
¿Dónde está tu niña amarga?
¡Cuántas veces te esperó!
¡Cuántas veces te esperara,
cara fresca, negro pelo,
en esta verde baranda!

Sobre el rostro del aljibe
me mecía la gitana.
Verde carne, pelo verde,
con ojos de fría plata.
Un carámbano de luna
la sostiene sobre el agua.
La noche se puso íntima
como una pequeña plaza.
Guardias civiles borrachos
en la puerta golpeaban.
Verde que te quiero verde.
Verde viento. Verdes ramas.
El barco sobre la mar.
Y el caballo en la montaña.

El segundo poema es distinto, pero no tan distinto que no sea también "misterioso". Es un texto, al parecer, "realista". Sin embargo, no nos engañemos. Los versos de nueve sílabas, salvo excepciones, están distribuidos, en general, en estrofas de cuatro, y la rima se mantiene a lo largo de todo el poema. Pero el modus operandi del poeta es otro. Gabriela Mistral lo abre con un verso, digamos, "casi" normal. Ha visto un pan. Nada hay de extraño en él: está sobre una mesa, mitad quemado, mitad blanco. Alguien, tal vez un niño, lo ha pellizcado, o simplemente lo partió, y el pan nos muestra la miga. Pero aquí, en el último verso de esta primera estrofa, salta una primera imagen. La miga, el migajón, es "de ampo", esto es, resplandece de blancura. (Recordemos: migajón es también aquella sustancia y virtud interior de una cosa). Se trata, entonces, de un pan que es más que el pan real. Y enseguida surge el espléndido primer verso de la segunda estrofa: el pan le parece a ella como "nuevo" o "como nunca visto". Recuerden lo que les decía al comienzo, en un intento de explicarles qué podría ser el poema, y en él, la poesía. En el texto de Gabriela Mistral se trata de un hallazgo de lo nuevo, de lo no visto. No olvidemos otra vez, ya lo dijimos, la mirada de inocencia paradisíaca del poeta, pese a que la persona de carne y hueso pueda no ser inocente. A la inocencia se refería ella cuando nos decía, en cierta ocasión, en el hueso de su condición humana, que "la poesía que hago me lava de los polvos del mundo, y hasta de no sé qué vileza esencial, parecida a lo que llamamos pecado original, que llevo conmigo, y que llevo con aflicción". Este pan será, al fin, el pan de todos: un pan de infinitas caras, y no como dice el pueblo, sólo la cara de Dios, lo cual ya sería bastante.

 

Dejaron un pan en la mesa,
mitad quemado, mitad blanco,
pellizcado encima y abierto
en unos migajones de ampo.

Me parece nuevo o como no visto,
y otra cosa que él no me ha alimentado,
pero volteando su miga, sonámbula,
tacto y olor se me olvidaron.

Huele a mi madre cuando dio su leche,
huele a tres valles por donde he pasado:
a Aconcagua, a Pátzcuaro, a Elqui,
y a mis entrañas cuando canto.

Otros olores no hay en la estancia
y por eso él así me ha llamado.
Y no hay nadie tampoco en la casa
sino este pan abierto en un plato,
que con su cuerpo me reconoce
y con el mío yo reconozco.

Se ha comido en todos los climas
el mismo pan en cien hermanos:
pan de Coquimbo, pan de Oaxaca,
pan de Santa Ana y de Santiago.

En mis infancias yo le sabía
forma de sol, de pez o de halo,
y sabía mi mano su miga
y su calor de pichón emplumado.

Después lo olvidé, hasta ese día
en que los dos nos encontramos:
yo con mi cuerpo de Sara vieja
y él con el suyo de cinco años.

Amigos muertos con que comíalo
en otros valles, sientan el vaho
de un pan en septiembre molido
y en agosto en Castilla segado.

Es otro y es el que comimos
en tierras donde se acostaron.
Abro la miga y les doy su calor:
lo volteo y les pongo su hálito.

La mano tengo de él rebosada
y la mirada puesta en mi mano;
entrego un llanto arrepentido
por el olvido de tantos años,
y la cara se me envejece
o me renace en este hallazgo.

Como se halla vacía la casa,
estemos juntos los encontrados,
sobre esta mesa sin carne y fruta,
los dos en este silencio humano,
hasta que seamos otra vez uno
y nuestro día haya acabado.

"Pan"

 

¿Para qué sirve la poesía? O, como escribía el poeta romántico alemán Hölderlin: "¿para qué poetas en tiempos de penurias?". Pero es que Hölderlin no se refería a la carencia de las cosas más precisas, no se refería a la penuria física, sino a la penuria espiritual de un mundo que él, como buen poeta, anunciaba con mucha anticipación: es decir, el nuestro. Pues a la penuria física se iba a sumar aquella donde la palabra de Dios parece haberse esfumado. ¿Por qué no ayudaría, ella, la poesía, a lavarnos de nuestras propias vilezas? ¿No será ésta la segunda función que la poesía cumple, si la primera, como vimos, es hacernos ver el mundo como si recién hubiera nacido? ¿No es acaso, además, tiempo de penuria aquel en que el hombre carece de imaginación? Entonces la poesía se abriría como un puente para reconectar al hombre de nuestro tiempo con su imaginación.

"Mil veces", dice Mircea Eliade, "la sabiduría popular ha significado la importancia que tiene la imaginación, incluso para la salud del individuo, para el equilibrio y la riqueza de su vida interior. Jung ha mostrado hasta dónde los dramas del mundo moderno producen un profundo desequilibrio en la sique, tanto de la vida individual como de la vida colectiva, provocado, en gran parte, por la creciente esterilización de la imaginación (...) Tener imaginación es ver el mundo en su totalidad; porque la visión y el poder de las imágenes hacen ver todo cuanto permanece refractario al concepto". De aquí, agrega Eliade, "que la desgracia y la ruina del hombre que carece de imaginación es hallarse cortado de la realidad profunda de la vida y de su propia alma". ¿Y qué son, pregunto yo, las imágenes poéticas sino la apertura a un mundo metahistórico, lo cual no es salirse de este mundo, olvidarlo, sino precisamente trascenderlo? Las imágenes nos abren a una totalidad. Para esto sirve la poesía, si es que vale para ella este verbo que tiene hoy reflejos peyorativos, a pesar de que nada hay más profundo y humano que la capacidad de servir a los demás.

Para escribir un buen poema (un solo buen poema puede justificar una vida), el poeta, como cualquier hombre que crea, debe pasar por muchas agonías, esto es, por distintas luchas. "El oficio del poeta no es más sencillo que el oficio, por ejemplo, del músico", y hay, dice Pound, que "desplegar tantos esfuerzos en el arte de la poesía como los que despliega el compositor". Para crear su palabra un poeta puede tardar cinco minutos o diez años. No depende de él. Entre poema y poema no le cabe sino esperar; no se escriben los poemas que uno quiere escribir sino los que a uno le escriben. Sólo que para ser digno de este carisma hay que estar preparado, estar alerta. No sabemos, y no lo sabe el más grande de los poetas, si lo que le llegará será un poema viable o detritos de sueños. El poeta puede engañar a sus lectores; puede escribir con la mano izquierda de su oficio, pero tarde o temprano se descubrirá la superchería. Virgilio tardó 2 mil 500 días en componer 2 mil versos; Keats escribe sus grandes odas en el último año de su vida, como presintiendo que iba a morir; Dylan Thomas, el poeta galés, crea sólo ocho poemas en los últimos años de su vida; César Vallejo permanece mudo durante diez años antes de desembocar en sus Poemas humanos.

Y ahora termino. Pero antes de hacerlo quiero leer un poema que para mí cumple todo aquello que debe cumplir un poema para ser criatura que permanezca hasta la consumación de la lengua. Este poema está casi dicho. Su estructura es perfecta. Como si fuera poco apunta a lo que pienso debe apuntar el poeta cuando escribe, aunque no lo sepa de manera consciente: la solidaridad humana. Fue escrito hacia 1937, durante la guerra civil española, y pertenece al mejor libro de poemas que sobre ella se haya escrito (3). Me parece que no es difícil ver en él la vertiente cristiana que desde luego se apoya en la condición del hombre de carne y hueso. Ese hombre que ha muerto -en el poema-, pero que sigue muriendo, y que sólo resucita por el amor de todos. Porque todos estamos ligados, y lo que a mí me ocurre, ocurre a otro. No necesito enfatizar el papel que cumple aquí el estribillo y sus variantes, como un coro de plañideras situado en el fondo del texto. Leamos este poema de Vallejo:

Al fin de la batalla,
y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: "¡No mueras, te amo tanto!"
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Se le acercaron dos y repitiéronle:
"¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!"
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando: "¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!"
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: " ¡Quédate, hermano!"
Pero el cadáver, ¡ay!, siguió muriendo.

Entonces todos los hombres de la tierra
le rodearon; les vio el cadáver triste,
emocionado. incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre, echóse a andar...

Martín Alonso Pinzón 6676 Santiago

 

 

en: Revista Estudios Filológicos, Nr 23, (1988)

* Texto leído el 28 de abril de 1988 en la Universidad Austral de Chile, Valdivia, con motivo del inicio de las actividades del año académico. Acto organizado por la Asociación Gremial de Académicos de esa Universidad.

 

Notas

(1) Producto de la imaginación de un economista de gobierno.

(2) Coleridge: The Ancient Mariner.

(3) César Vallejo: España, aparta de mí este cáliz

 

 

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