CRÓNICA LITERARIA

(por Alone)

Destierros y tinieblas, poesías, por Miguel Arteche (Zig-Zag).

Rigurosa, estricta, ceñida, y aun ceñuda, invariablemente elogiada por los entendidos, la poesía de Miguel Arteche, pese a sus muchos pequeños volúmenes selectos y a las antologías en que aparece, permanecía ¿cómo diremos? un tanto reclusa y casi hermética, reacia a la amplitud y a la resonancia vasta, pública.

Ahora nos parece que se ha desencadenado, que ha hecho explosión y que ya nadie podría ignorarla.

Es una gran poesía.

Sobre todo nueva, de singular novedad; porque conserva casi con desafío el molde clásico y tiene a orgullo respetar el metro, el ritmo, la rima y, también, normas inmemoriales, creencias de orden celeste.

¿En dónde, entonces, la novedad, la originalidad, la rareza? Los sentimientos son eternos: el amor, la angustia, el terror, la muerte, el nacimiento, elevaciones místicas, rayos obscenos, el crudo realismo español y los arrebatos de pasión, delirantes. ¿Por qué el efecto de que nunca hubiéramos leído nada igual?

A otros el problema.

La aparición de un temperamento poderosamente personal desconcierta siempre: conviene aguardar que se aclare. Y que nos tranquilicemos. Mientras tanto, vamos, un poco al azar, juntando detalles.

Al poeta le placen, visiblemente, las trasmutaciones de la escoria y hacer subir, de pronto, hasta las nubes, un insecto, una persona. Por ejemplo....

Este señor que come me conmueve.
Se detiene en un punto de su frente,
y piensa ayeres en la mesa, y miente
este señor que vuelve de la nieve.

Y tose, y se levanta, y me sonríe
como un señor que vuelve a su pasado
para buscar la silla donde viven
las muertas hojas y el reloj cansado.

Este señor me busca, y no se atreve
a saludarme, yo no sé, y me mira
para buscar: se sienta y me solloza.

Este señor anciano que suspira
y sorbe, en las tinieblas de las nueve,
el hambre de la sopa silenciosa.

He aquí deslizada la inquietud en un comedor de restaurante y el drama ¿qué drama? en un plato de sopa. No se sabe nada, no se dice nada; pero... "este señor que come me conmueve".

Es que ha tocado uno de sus temas, una de las cuerdas profundas y constantes del poeta, el viejo tema de la soledad, resucitado, y arranca extrañas vibraciones, como si desconociéramos su escalofrío.

Sentado en el café cuentas el día,
el año, no sé qué, cuentas la taza
que bebes yerto; y en tu adiós, la casa
del ojo, muerta, sin color, vacía.

Sentado en el ayer la taza fría
se mueve y mueve, y en la luz escasa
la muerte en traje de francesa pasa
royendo, a solas, la melancolía.

Sentado en el café oyes el río
correr, correr, y el aletazo frío
de no sé qué: tal vez de ese momento.

Y en medio del café queda la taza
vacía, sola, y a través del asa
temblando el viento, nada más, el viento.

No hay alegría en el libro: bastante lo anuncia su título. Pero la tristeza no es deprimente, no se cae, disuelta. Estalla con tal vigor que, debajo, se comunica una honda de fuerza, golpean latigazos y no puede uno sentirse solidario, sino espantado, como un espectador, de esa pena, de esos desastres, por lo demás venidos por tan insólito camino que no nos tocan, como si llegaran de otros astros. ¿Hay, sin embargo, hay algo más familiar que este "Golf"?

El gallo trae la espina.
La espina trae el ladrón.
El ladrón la bofetada.
Hora de sexta en el sol.

Y el caballero hipnotiza
una pelota de golf.

Tiembla el huerto con la espada.
A sangre tienen sabor
las aguas que da el olivo.
El gallo otra vez cantó.

Y el caballero golpea
una pelota de golf.

Traen túnica de grana.
Visten de azote al perdón.
Y el salivazo corroe
del uno al tres del amor.

Y el caballero que corre
tras la pelota de golf.

Duda el clavo y el vinagre,
y duda el procurador,
y a las tinieblas se llevan
huesos desiertos de Dios.

Y el caballero recoge
una pelota de golf.

Negro volumen de hieles.
La lluvia del estertor.
Ojos vacíos de esponja
negra para su voz.
Relámpago que el costado
penetró.
Cordillera del martillo
que clavó.
Vestiduras divididas
por el puño del temblor.

Se arrodilló el caballero
por su pelota de golf.

Aquí hay dos procedimientos.

Una serie de estrofas obscuras, disparatadas, incongruente, pero no faltas de belleza, e inquietantes a ratos, hacen destacarse, aislada en un claro paisaje, la figura nítida, del caballero jugador de golf. Y su pelota.

La abolición o amalgama de la cronología, la mezcla violenta de épocas distantes, de hechos contrastados, origina el símbolo, insinúa el propósito, da a entender la sátira.

La misma técnica se aplica a un poema extenso, serio, tierno, de índole religiosa, en que el nacimiento y la muerte de Jesús se confunden con expresiones de una familiaridad castellana, incomparable.

Aludimos a "Navidad", pág. 138. Igual que en "Golf" y en otros poemas, Arteche procede allí como Picasso y los pintores de ultravanguardia, destrozando una imagen que la realidad hizo coherente para dispersarlo, e fragmentos entrecortados que el espectador, el lector, recompone, reordena mentalmente, para entenderla, para sentirla. Habla la Virgen:

La eternidad de Dios crece en mi vientre.
Todo en pañal está sobre la tierra.
¡Qué diminuto el sol y qué simiente
para estas manos tan pequeñas!

Cinco estrofas después, como en un sueño premonitorio, como en una visión deshecha, el drama interviene de pronto:

No haga frío en el árbol: que los vientos
corderos se arrodillen a sus pies,
pero en sus dientes tan pequeños siento
la esponja de la sed,
el agua del costado y el vinagre
que espía en las ventanas más allá.
¡Detente espina al borde de su sangre!
Pero ¿te detendrás?
¿Te detendrás, sudario, en sus pañales?
Las monedas ¿no empiezan a gemir,
de treinta en treinta sobre el mundo?...

No diremos que esta técnica la haya creado Arteche. Los ejemplos anteriores abundan, está en la trayectoria del arte nuevo y la imaginación, la sensibilidad, han debido ir, poco a poco, asimilándola. En Arteche se vuelve espontánea, sin traza de esfuerzo, expresión de violencia íntima, de su exasperación sentimental, creyente y auténtica.

Eso es lo que le impone su sello y lo que emociona.

No se trata de ejercicios ni de virtuosismo espectacular con miras al efecto, al escándalo; es una necesidad profunda venida de adentro. Suerte de los que llegan a terreno preparado. En los iniciadores se advierte la tensión esforzada; de ella participan autor y lector, componentes inseparables. Después, uno y otro, habituados, vibran acordes y se entabla el diálogo.

La Pasión del Señor, entrevista como en un vitral detrás de "Golf", con los temas del gallo, el ladrón, la túnica, las tinieblas, el entierro, pasa encuadrada por el caballero y su pelota. La familiaridad y terribles solemnidades contrastan y chocan allí, como en "Restaurante", en "Café", dramas de la soledad.

Otro ejemplo.

Y se me habrá volado la sonrisa.
Me han de llevar a solas.
Y la cama, de prisa,
de prisa partirá, y a mi camisa
se acercarán las olas.

Y se me habrá fugado la chaqueta,
y el zapato servil se habrá escondido,
y a mi almohada tan quieta,
de tiniebla secreta
el diente ha de bajar por un silbido.

Y me habrán trastocado la corbata,
y el pantalón expósito y vivido
se aprestará una larga caminata
del brazo de mi bata
pero cuando haya sólo amanecido.

Y ya me habré volado
y a la muerte daré el primer saludo,
de la muerte cuñado
que se acuesta a su lado
y a la muerte enamora tan desnudo.

No acabaríamos de citar. Es necesario detenerse. Pero no sin decir que en las letras chilenas, en la poesía de nuestro tiempo -(Neruda cumple los sesenta)- este libro coloca a Miguel Arteche, según nuestra impresión, en el primer puesto de la primera fila.

Pero... nada de afirmaciones "objetivas".

(en diario El mercurio. Santiago de Chile, domingo 26 de abril de 1964. p.3)

 

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