VISIÓN POÉTICA DE MIGUEL ARTECHE

por Alfredo Lefebvre

Lamento no poder ahora detenerme con la atención necesaria para un examen digno de la calidad de este nuevo libro de Miguel Arteche (1), de tal modo que cada una de las afirmaciones tuviera la demostración completa. Porque el poeta es uno de esos raros ejemplares chilenos que no deja indiferente a nadie. Provoca amores u odios. Su poesía entusiasma o irrita. Y en este conjunto de poemas -de los premios Alerce- se aprecia su propio camino expresivo, con plena madurez espiritual y un ejemplar dominio técnico. Precisamente dos virtudes poco frecuentes en nuestros medios literarios.

Cada vez me parece más discutible un marbete crítico aplicado a Miguel Arteche: el de "poeta formalista". Al leer estos Quince poemas, no es la perfección técnica una sorpresa (ésa se da por descontada): es un supuesto de oficio bien administrado que, en la selección presente, ofrece riqueza y variedad de formas. Lo que nos envuelve, de verso a verso, de uno a otro tema, es la condición existencial del poeta. Un autor que habla con el desgarramiento de estar en este mundo y no pertenecer a él, no puede ser formalista, pues esta calificación quiere decir que un poeta se dedica a fabricar embelecos, a jugar con las palabras. Y lo que uno lee aquí contiene una honda exclamación de amor a la vida, puesta en evidencia mediante un frecuente sentimiento del tiempo, que asoma en casi todos los poemas del libro y lo imponente de una visión patética de la muerte. Bastaría verificar la exégesis de su conocido soneto "El Café", para iluminar su melancolía con las consideraciones que anotamos. Bástenos, por ahora, su lectura.

Sentado en el café cuentas el día,
el año, no sé qué, cuentas la taza
que bebes yerto; y en tu adiós, la casa
del ojo, muerta, sin color, vacía.

Sentado en el ayer la taza fría
se mueve y mueve, y en la luz escasa
la muerte en traje de francesa pasa
royendo, a solas, la melancolía.

Sentado en el café oyes el río
correr, correr, y el aletazo frío
de no sé qué: tal vez de ese momento.

Y en medio del café queda la taza
vacía, sola, y a través del asa
temblando el viento, nada más, el viento.

No sé si Miguel Arteche sabe que León Bloy escribió una vez que el viento era reserva de Dios.

Hay otra distinción en esta poesía, notoria en el presente libro, y muy poco frecuente en el estado actual de la lírica chilena: es su cantidad de Espíritu, esa fuerza que "en el ser habla y habla del ser", ese soplo de presencia que "es todo lo que en el hombre se levanta por encima del cosmos y se libera de su necesidad: la inteligencia y la voluntad con todo su séquito de exigencia trascendente y sobrenatural".

Ese hálito es el que provoca, en la poesía de Arteche, las tensiones del lirismo. Nunca el alma repta por los versos: ella siempre se alza anhelante y en una encrucijada, porque hay un motivo muchas veces reiterado, cuerda principalísima del poeta: es el motivo del pasado irreversible, sin regreso: en algunos casos anima poemas enteros: "Primavera", "El viaje", "El agua", "El café", "Comedor", "No: que me voy así: me voy desnudo". Pues bien: cuando aparece engendra una presencia de espíritu, lo plantea ante los límites de la existencia que la temporalidad asedia. El reconocimiento de esta situación humana es ya un principio, espiritual para cualquier doctrina. En los poemas citados, esa situación desemboca siempre en una conciencia de soledad irremediable, como si la sucesión del tiempo nos dejara profundamente abandonados.

De escasa tradición en nuestra lírica es el tratamiento de temas religiosos con propiedad específica y sin sentimentalismos. Entre los Quince poemas, hay varios. A veces, ese sentido explica algunos, como el caso de "Pan", de obvia significación eucarística. O el soneto "Qué plúmbeo el lagrimal roto en la mano", que lo entiendo en relación con el llanto de Pedro el Pescador. En otros casos, se toma directamente un motivo cristiano, como en "Navidad" o en "Gólgota". También se dan poemas de carácter oracional: las dos "Invocaciones a Nuestra Señora del Apocalipsis''.

Estos distintos modos van escritos tos con las mismas actitudes existenciales que hemos anotado sobre todo el conjunto: la emoción de "Gólgota" se acentúa por el acento de temporalidad que hiere algunos versos; la ternura de "Navidad" alcanza un tono denso, a causa de que su desarrollo está continuamente referido al tema de la Crucifixión. Muerte de Cristo, que se contempla en su nacimiento. La "Primera Invocación a Nuestra Señora del Apocalipsis" con sus letanías de símbolos mariales, quisiera redimir tiempo y salvar al hombre del pasado, a la espera de la consumación final de todas las cosas.

Por lo tanto, el elemento religioso se ofrece de una manera funcional a la visión poética de Miguel Arteche, lo cual garantiza su autenticidad. No es un fruto de la piedad sino de las convicciones personales; un proceso de la expresión del poeta, alimentado por una concepción del mundo que opera como vida en la elaboración de los poemas.

"Quince poemas" es el menos efímero de los libros de poesía oracional de estos últimos años. Libre de palabras inútiles, de sobresaturación metafórica, y -lo más importante- dice algo, no se pierde en fantasías. Su publicación es un bien poético. Su lectura, un alimento futuro.

(1) Quince poemas, Editorial Universitaria , 1961.

 

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