MIGUEL ARTECHE: PARA UN TIEMPO TAN BREVE

por Ignacio Valente

En la Colección Adonais, de Madrid, publica ahora Miguel Arteche una pequeña selección de poemas que ya habíamos conocido en Destierros y tinieblas, a los que agrega algunos inéditos, quizá de reciente factura. Nota común a nos y otros es la dimensión religiosa, que constituye la trama interior y el nudo central de este volumen.

Dos experiencias claves parecen ordenar esta selección, heterogénea en fechas y estilos. Dos experiencias que coinciden, por lo demás, con los momentos más felices de su lenguaje. La primera, que da su nombre al libro, es una intuición -religiosa, más que metafísica de la delgadez del tiempo y del espacio, atravesados por la presencia de lo Absoluto. El aquí y el ahora se hacen leves, transparentes, irreales, pretéritos en la vivencia de una Realidad eterna que se manifiesta tras los velos temporales:

"Padre, Padre, ¿dónde estuvo
la montaña que borraste?
¿Y la puerta de la tierra?
¿Y las ventanas del aire?"

Una profunda impresión de ausencia, de caducidad, de transitoria morada en un mundo que pasa, es la revelación de estos poemas, donde el amor a la belleza de la tierra se exalta en el sentimiento de su propia fugacidad. Es notable la frecuencia y variedad con que se multiplica en estos versos una situación determinada: el poeta a medianoche, en una habitación sin mundo alrededor, rodeada por aguas apocalípticas -lluvias, ríos- que lo precipitan en la eternidad. Es una situación que arrastra materiales de sueños, quizá obsesiones de infancia, y que, como verdadera imagen iluminante, se repite bajo formas diversas en varios poemas. Directamente:

"A medianoche desperté.
Toda la casa navegaba.
Era la lluvia con la lluvia
de la postrera madrugada."

En "Girando" y en "El ojo" vuelve a reconocerse, envuelta en otro contexto, la misma revelación de un mundo que, anulada su aparente solidez de tiempo y espacio, fluye hacia las manos de Dios como un arca flotante en medio del diluvio. Diría que incluso esta experiencia matriz se reparte difusamente en otros poemas de distinto argumento, en todos sus poemas, como una modalidad concreta de sentir la propia muerte en la encrucijada del tiempo y la eternidad.

En esta misma encrucijada se sitúa la otra experiencia central del libro: la pasión y muerte de Cristo, que viene a ser aquella misteriosa cumbre donde la experiencia de la propia muerte y finitud se transfigura. A veces esta realidad es tema directo:

"Cristo, cerviz de noche, tu cabeza
al viernes otra vez, de nuevo al muerto
que volverás a ser, cordero abierto
donde la eternidad del clavo empieza."

Pero otras veces el misterio religioso se aborda en ingenioso contrapunto con una anécdota actual e intrascendente , como ocurre en ese estilizado "Golf" con aire de canción, donde dos series narrativas se enlazan extrañamente: el caballero ocupado de la pelota de golf, imagen viva de una intrascendencia despreocupada y paradisíaca, y la historia dolorosa de la crucifixión de Cristo, contadas ambas según una aparente ilación mutua , que subraya tanto el risible ritual del deporte como la grandeza trágica del relato evangélico.

"Tiembla el huerto con la espada.
A sangre tienen sabor
las aguas que da el olivo.
El gallo otra vez cantó.
Y el caballero golpea
una pelota de golf."

Están a la vista los mejores recursos de lenguaje en esta poesía. Sus triunfos expresivos en la línea de la mejor tradición de la poesía castellana, de Quevedo y Góngora a nuestros días. Digamos, no obstante, que estos aciertos se producen y afirman en lucha con elementos de signo negativo, que amenazan el buen curso de sus hallazgos formales. Me refiero al verbalismo, tentación próxima y peligro constante de este lenguaje. Por ejemplo, bajo al forma de retruécanos verbales -sintácticos- de incierta eficacia: "Amor que a polvo fue y a Dios". "Todos estamos tierra. Yo, lejano,/ a solas estoy hombre y estoy mío". "Me voy al cuándo con garras años, con minutos besos". Son recursos poéticos de época, astucias demasiado fáciles, por mecánicas, y que hoy no leemos con gusto. Tampoco esos ejercicios gongorinos de delicada artesanía, demasiado literarios si bien sobradamente hábiles:

"Qué plúmbeo el lagrimal roto en la mano,
tirando a tierra y desafiando al cielo.
Qué córnea en desgarrón por el anzuelo
sale del agua a lomo de gusano."

Lo mismo ocurre, por vía contraria, cuando su lenguaje es discursivo y no logra calidad poética, a pesar de las habilidades de oficio: "El signo de la cruz es sólo ahora el signo más del dinero/ que acumulan los hombres para olvidar la muerte,/ para olvidar que el nacimiento es apenas el tajo de un cuchillo en el aire...". Esto es prosa y nada más. Lo mismo ocurre en sus poemas más recientes, de débil lenguaje: No hay nada/ tan desolado como un aeropuerto al amanecer. / Porque todos saben que tienen que partir, y no lo saben:/ deben viajar hacia otros cielos, llegar hasta otras tierras,/ y a eso llaman partir./ Pero no saben, o quieren olvidarlo/ que no hay sino partidas desde que llegamos a este mundo..." Estamos en plena explicación, en el despliegue de un pensamiento discursivo sin bastante intuición ni sensorialidad.

Entre estos dos extremos -verbalismo formal y ausencia de forma-, el acierto de Miguel Arteche es un lenguaje seco, rotundo, claro, de hondas raíces hispánicas, que no consigue su efecto poético mediante sabias asociaciones oblicuas, como la mayor parte de nuestra poesía de filiación francesa, sino frontalmente, por su contacto revelador con las cosas mismas. Si bien levemente literario, y por eso proclive a excesos barrocos, este modo de nombrar las realidades tiene una precisión nerviosa, descarnada, substantiva:

"¡Oh no palpes el muro, no recorras la calle,
no levantes la tierra, no des vuelta la hoja!
Bajo la noche inmensa está temblando el valle,
y la muerte está roja."

Es un lenguaje que tiene la muerte metida dentro, y con ella, toda una ascética e hispánica sabiduría de la vida. Virtud de este régimen verbal es la fuerza, la tensión dramática, una energía castiza y simple donde resuena la claridad de Quevedo, el dramatismo de Miguel Hernández, y también, más cerca de nosotros, la pasión de Gabriela Mistral , de la cual Arteche es uno de los pocos descendientes en Chile, Pero sobre todo -en sus momentos superiores- se oye aquí la voz ronca de Quevedo, su sentido de la vida y de la muerte, su sentido del verso y de la palabra.

En los últimos poemas de este libro -los más recientes- me parece que no hay hallazgos dignos de atención. Son inferiores a los otros; incurren en un prosaismo explicativo, o en un acopio formal de astucias sin gran fuerza de experiencia. Hace años que Miguel Arteche no se supera a sí mismo. En su obra anterior, sin embargo, hay riquezas no agotadas, caminos sólo insinuados, potenciales vetas que nos hacen esperar esta superación. La poesía chilena necesita la tradición que él representa, la experiencia que él ha vivido, el lenguaje de sus Destierros y tinieblas. Teniéndole otra vez en Chile, esperamos que se produzca esta nueva fase creadora de su poesía, en la línea de las generosas promesas de su obra anterior.

El Mercurio, Santiago, 11-4-1971.

 

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