ARTECHE: TIEMPO, MUERTE, ETERNIDAD
(Tercera antología. Miguel Arteche, Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1991, 140 páginas.)

(por Ignacio Valente)

En el variado panorama de la poesía chilena contemporánea, Miguel Arteche destaca por ciertos rasgos singulares y sumamente definidos, tanto en orden temático -el de sus obsesiones más que sus temas- como en el orden formal del lenguaje poético. Su obra está dominada por un sentimiento visceral de la espantable delgadez del tiempo que pasa, y de la presencia anticipada de la muerte, y de la esperanza agónica y fuerte en la eternidad de Dios que nos espera. En ese sentido, admite comparaciones decidoras con Eduardo Anguita, sólo que este sentimiento de la vida se ha impregnado menos, en Arteche, de contenidos filosóficos y discursivos, y por eso es más directamente -más temáticamente- teologal.

También su lenguaje es personalísimo, y muy distinto de sus compañeros de generación -Ħqué generación más heterogénea!- salvo el aire de época, se parece poco a Lihn, Barquero, Uribe y Teillier. Su lenguaje es seco y directo y dramático, y más que hurgar astutamente en el reverso de las palabras, las hace chocar entre sí como yescas y pedernales, que en su contacto desnudo encienden el fuego de la intuición poética. Hay así en él una claridad que no guarda relación alguna con la antipoesía -que se sitúa más bien en sus antípodas-, y que más bien debemos relacionar con la tradición castiza de la poesía castellana clásica.

Arteche es, sí, poeta de un solo libro: Destierros y tinieblas (1964). Sus obras anteriores son sólo preparaciones de esta obra magna, y por eso ni siquiera fueron consideradas en esta antología; sus obras posteriores repiten con menos éxito los temas y recursos formales de aquel libro, y cuando incursionan en nuevos dominios -sobre todo el del prosaísmo y el discurso escueto sin imágenes- no sabe dar en el clavo, simplemente porque esos dominios no son el suyo. Por eso los ejemplos que tomaré a continuación vienen de su mejor época, su poesía escrita entre 1952 y 1964.

El mundo cotidiano -la cotidianeidad transida por el tiempo- es pobre y desnudo y solitario y efímero e este excelente soneto: "Sentado en el café cuentas el día,/ el año, no sé qué, cuentas la taza/ que bebes yerto; y en tu adiós, la casa/ del ojo, muerta, sin color, vacía.// Sentado en el ayer la taza fría/ se mueve y mueve, y en la luz escasa/ la muerte en traje de francesa pasa/ royendo, a solas, la melancolía.// Sentado en le café oyes el río/ correr, correr, y el aletazo frío/ de no sé qué: tal vez de ese momento.// Y en medio del café queda la taza/ vacía, sola, y a través del asa/ temblando el viento, nada más, el viento."

Me pregunto si puede decirse mejor la tristeza del reino de este mundo. Y en un soneto estricto... Es difícil conquistar tanta libertad de pensamiento y de palabra en la disciplina rigurosa de este verso, en la articulación precisa de cuartetos y tercetos, en la fuerza del endecasílabo, en el acierto de las rimas consonantes y de las otras, asonantes e internas. Se habla de un contar incierto -hay dos "no sé qué" casi vallejianos-, un contar de los minutos y de los años en un mundo desolado y precario cuyo centro inmóvil y emblemático es la taza de café, y junto a ella el personaje, el antihéroe de los días que pasan sin pena ni gloria, el pobre hombre solitario cuya vida es puro dejar de ser, un soplo efímero tan bien encarnado en el verso final, el hallazgo del solo viento que tiembla y pasa, ĦLa muerte en traje de francesa pasa!

La caducidad del mundo, y el riesgo de la existencia, y la soledad del hombre sobre la tierra se expresan en un motivo recurrente que sin duda proviene de las profundas raíces de la infancia. No me refiero a un solo poema, sino a varios que transcurren de noche, en la casa sola bajo la lluvia. Quién sabe qué materiales oníricos se esfuerzan por abrirse paso una y otra vez en la conciencia a través de este escenario que se repite: "A medianoche desperté./ Toda la casa navegaba./ Era la lluvia con la lluvia/ de la postrera madrugada.// Toda la casa era silencio/ y eran silencio las montañas/ de aquella noche. No se oía/ sino caer el agua." Hay en esta antología varios poemas que convergen en la misma experiencia fundamental, que se relaciona tanto con el diluvio primigenio como con las aguas apocalípticas del final. La forma es a la vez narrativa y simbólica, y esa intuición existencial de soledad y tránsito nocturno se expresa en hábiles versos endecasílabos. Notemos de paso que tanto el manejo de los metros clásicos como el uso del verso libre se dan bien en nuestro poeta, pero, puestos a elegir, nos quedaríamos con la propiedad -hoy más rara- de los versos contados, que contienen a la vez rigor, eufonía y libertad.

Si el espacio me lo permitiera, me gustaría analizar ese poema paradigmático que se titula "Golf", donde el autor ha construido con acierto dos series entrelazadas, una de ellas densamente narrativa de la Pasión de Cristo en versos octosílabos, y la otra que dice en presente la mundanidad trivial del caballero que golpea la pelota de golf. La certera combinación -choque metafísico- de ambas series produce un contraste magnífico donde se potencian por contrapunto la trascendencia, la salvación del mundo y la mortal cotidianeidad del mundo que debe ser salvado.

Si tuviera que quedarme con el núcleo más depurado de esta poesía, elegiría el poema titulado "Gólgota", cuyo primer cuarteto dice: "Cristo, cerviz de noche; tu cabeza/ al viernes otra vez, de nuevo al muerto/ que volverás a ser, cordero abierto,/ donde la eternidad del clavo empieza." Y su terceto finbal (es un soneto): "Y siento en mi costado todo el frío,/ y en tu abandono , a solas, hijo mío,/ toda mi carne en ti crucificada." Se comienza con Cristo, se termina en el hablante que se ha convertido extrañamente en padre, La razón de la centralidad de este poema -y de otros análogos- en la poesía de Arteche es doble: por una parte, el misterio de Cristo crucificado es la salida redentora y pascual de la espantable caducidad del mundo y del tiempo que pasa, su conexión con la eternidad. Por otra parte, este poema está modulado en una voz que es a la par contemporánea en sus metáforas y clásica en sus raíces: mistraliana -Arteche es el más cercano a la Mistral de nuestros poetas- y radicada, en último término, en el Siglo de Oro español. No es éste el menor mérito de su poesía: el haberse embebido del manantial inagotable de San Juan de la Cruz y Quevedo y Góngora.

(en diario El Mercurio, suplemento Revista de Libros, 6 de diciembre de 1992, p.5.)

 

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