Para un tiempo tan breve, por Miguel Arteche
(Madrid, Adonais, 1970.)

(por Hugo Montes)

Los seis años vividos últimamente por Miguel Arteche en Madrid, han sido favorables para su producción literaria. Poco antes de salir a Europa, en 1963 y 1964, su nombre apareció con insistencia en los medios literarios y en la prensa: ingresó a la Academia Chilena, publicó su primera novela (La otra orilla), apareció una suma de su obra poética bajo el título Destierros y tinieblas. En España publicó una segunda novela -El Cristo hueco, Barcelona, Pomaire, 1969- y dos breves pero enjundiosas selecciones de poemas -Resta poética, Avila, Colección La Muralla, 1966; y Para un tiempo tan breve, Madrid, Ediciones Rialp, 1970, Colección Adonais, 1970.

El título de este último libro habla con claridad de la temática que lo preside. Es la temática vieja, paradójicamente eterna, de la fugacidad del tiempo y de cuanto a él está sujeto. Es el tiempo devorador, son los años en que todo perece, es la brevedad de lo que en cada momento pareció permanente y perdurable. El poeta recurre, ya en el primer poema, al tópico del ubi sunt:

¿Dónde está la mesa, dónde
fue el zapato, fue la llave?
¿Dónde está la silla? ¿Cuándo
desapareció la calle?

Se pregunta también por la gran naturaleza, por la muchedumbre de los oficios, por el tenedor y el cuchillo ("los utensilios del hambre"), por el sillar de los cielos y el cimiento de los mares. Es una enumeración desordenada, lindante con lo caótico, hecha con la intención clara de que la realidad plena aparezca sujeta a los dominios del tiempo. El mundo está vacío, no hay nadie en el mundo y este último es precisamente el título del poema. O sea, no se aplicó el tópico de la patética pregunta sin respuesta a las cosas históricas, sino a cuanto normalmente hoy existe y se ve. De tal modo, es el mundo presente y en su precario futuro es cuestionado. Con ello la caducidad resulta más radical que en la generalidad de los poemas que a ella se refieren. Pero las preguntas van dirigidas a un interlocutor preciso. Se llama "Padre" y aparece en obsesiva reiteración al comienzo y al final de la obrita. El Padre es entonces quien permanece. El podría dar una respuesta a lo aparentemente sin sentido. Hay alguien, así, fuera del tiempo y posible explicador de la fugacidad de cuanto se va. Con ello queda insinuada la religiosidad del libro. En verdad, éste queda constituido por una serie de poemas que apuntan a la trascendencia como a permanente blanco.

De ahí la no desesperación de Arteche. Quien tiene tan hondas vivencias de lo perecedero del mundo, sabe al mismo tiempo de su insertación en un plus ultra salvador.

La religiosidad del autor está vinculada con el final. Religiosidad teleológica antes que histórica o directamente eternal. Su Dios es un Dios de Apocalipsis antes que de Génesis. Pero es también un Dios encarnado el del Calvario. Cristo crucificado asume todo el sufrimiento, incluido el de la fugacidad anotada. En el clavo golpea el tiempo destructor. La resurrección, por lo mismo, es eternización, muerte del poder del tiempo. En el Calvario se juntan hasta la identificación el hombre y el Hijo del Hombre; aquél quisiera sostener al poderoso abandonado, mas la realidad de aniquilación es total y ambos han de perecer en la cruz. Es el paso necesario para el domingo pascual. En tal inteligencia léase el siguiente soneto:

Cristo, cerviz de noche, tu cabeza
al viernes otra vez, de nuevo al muerto
que volverás a ser, cordero abierto,
donde la eternidad del clavo empieza.

Ojos que al estertor de la tristeza
se van, ya se nos van. ¿Hasta qué puerto?
Toda la sed del mundo te ha cubierto,
y de abandono toda tu pobreza.

No sé cómo llamarte ni qué nombre
te voy a dar, si somos sólo un hombre
los dos en este viernes de tu nada.

Y siento en mi costado todo el frío,
y en tu abandono, a solas, hijo mío,
toda mi carne en ti crucificada.

La posición coincide no poco con la de Quevedo, poeta favorito de Miguel Arteche. En ambos también mucho de expresión violenta, algo contorsionada, dura. No es el autor chileno poeta de blanduras ni concesiones. Poeta concentrado en una búsqueda esencial, en la realidad única y definitiva. Opera a menudo por una suerte de desasimiento de lo superfluo. Dice en una ocasión, y ello cuenta como ejemplo de mucho: "Tomé la taza, y me perdí en el punto/ de ver sólo la mano sobre el asa:/ las dos en compañero sin mi cuerpo,/ sin mi mano más tarde: sólo taza." Había que llegar a esta taza absorbente y desplazante. Para ello había que sacar, hacer huir, echar fuera. Pero luego, el paso más remoto, el de la taza misma desaparecida. No quedan "ni rastros de esa morada", que era la única. Pero ya se sabe la recuperación en absoluto trascendental de esta nada terrena.

Así se da la poesía de Miguel Arteche, en camino de desasimiento que permitirá la salvación. Sólo que el final seguro se entrevé apenas y hay que ganarlo con entrañable sufrimiento. Cuando no se habla de este final, el poema resulta trágico. Así, en "Hambre", cuyo verso final se repite como postrero: "sin huella, sin olfato, sin arrimo". Es el hombre del destierro; si se quiere, del en-tierro, del descielo.

Poesía madura que con frecuencia alcanza una sabiduría distinta, acuñada casi en epigrama: La eternidad de Dios crece en mi vientre... La eternidad de un niño en el pesebre... El firmamento lleno de belenes...

Hugo Montes B.

(en Revista chilena de literatura Nº 2-3, Santiago, Departamento de Español, Universidad de Chile, primavera de 1970.)

 

Sitio desarrollado por SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades - Universidad de Chile