INCURSIÓN EN OTRO CONTINENTE

por Alejandro Lora Risco

Sería muy difícil encontrar, en este momento, en medio de la hervorosa producción lírica de América, un libro de un joven poeta como el que escribiera Miguel Arteche, con el título Otro continente, en 1954 y 55. Cualquiera que sea su rango como obra poética en sí, esté o no de acuerdo con algunos de los cánones de que se sirven los lectores para medir la magnitud de una obra de arte, de seguro que es un libro único. Único en su especie, no sólo ya por sus calidades literarias intrínsecas, que a tono con la juvenil evolución del autor comportan una clara conciencia y un dominio palmario de los imponderables secretos de la poesía, sino por la diversidad de puntos de mira desde los que puede y debe ser rigurosamente enfocado.

No hablemos, sin embargo, de su excelencia estética palpable ni de su base técnica asimismo evidente. Baste decir que lo uno y lo otro, con disciplina y métodos acabados, se ajustan a la rigurosidad del texto interior y que, sin tan consciente elaboración, en que el esfuerzo por encauzar los nexos internos del poema fluye suavemente junto a la transparencia del lenguaje, de desprendido ímpetu verbal, no hubieran podido condensarse con holgura los contenidos épicos de Otro continente . De tales medios o técnicas particulares que permiten fusionar en un todo el texto y el contexto no queremos ocuparnos.

Otro continente incorpora a su magia verbal contenidos y vivencias -emociones- qué es preciso desentrañar. No es indispensable, por supuesto, que una obra sea oscura para que requiera del análisis constructivo. Residencia en la tierra, por ejemplo, con su vagoroso trasmundo, no puede ser más diáfano: en su enmarañamiento no puede ser más permeable, y si ha sido menester que un filólogo lo someta a una prueba estilística desmesurada, no por eso ha perdido la rala tiniebla de imágenes, oscuramente depositadas en la sima en que estriba su condición perdurable. Hoy no asustan a nadie -si se ha leído a Rilke, Eliot o Vallejo- las obras poéticas por su oscuridad de forma, ya que por ser, precisamente, obras de arte, pertenecen a otra esfera que la del lenguaje y mundo ordinarios y, consecuentemente, sin la interpretación analítica de que tanto nos hablan Dámaso y Amado Alonso, Hatszfeld, Bense, Spitzer, etc., nos perderíamos la misteriosa claridad de su otro-ser. Otro continente, como obra poética lograda, no podía escapar a su destino. Es un libro claro que debe ser interpretado.

La primera impresión que cruza nuestra sensibilidad, una vez leídos sus tercetos -límpidamente aristados por el filo de la dicción vertiginosa- es la de un orden que se desmorona en presencia de la Revelación. El poeta ha vivido y está viviendo una revelación. En una circunstancia precisa de su vida le ha acontecido descubrir a Dios en su ser, y Otro continente es la forma poética, y aún el estado perfecto de esta revelación. El poema no es, por lo tanto, un recordar el trance ni un narrar, desde fuera, desde las orillas del recuerdo, lo que le hubo de ocurrir al poeta en una ocasión y en un lugar determinados. En un poeta, la revelación, el hallazgo de Dios, no acabará nunca. Arteche lo que hace es emprender la construcción, con materiales poéticos puros de su vivencia numinosa hablando de cuanto escapa de suyo a la realidad de este mundo, con aquellas palabras que, asimismo, por su naturaleza trasgredida, escapan de esta realidad al hacer contacto con lo sobrenatural. De ahí la peculiaridad de este libro, su noble sello de experimento concuso, que yo definiría como la trascripción épica, por medio de una trasmutación lírica, del encuentro con la Gracia.

En ciertas circunstancias de la existencia, el encuentro con Dios no puede suceder como al acaso, no puede ser el producto de una eclosión, aunque súbita, más o menos racionalmente esperada. Siu hay que hablar de encuentros que tienen la virtud de transmutar el orden interno y externo de las cosas, de los seres, de la existencia, es, sin duda, el de Dios. En esta cita impensada, pero realizada, explota todo. Todo cambia de sitio, de orden, de esencia. No se puede sufrir semejante trastocamiento sin exponerse a la hecatombe.

Otro continente nos enfrenta a una situación primordialmente dramática. La belleza, la forma, las imágenes, no son datos que signifiquen algo metafóricamente, como en un juego brillador, estéticamente sazonado. El poeta no está de este lado y la poesía del otro, la ejecución en la mano y la factura en el papel. El poeta ha tenido que crear todo eso, toda esa materia -fúlgida, arrebatada, transfigurada- que las imágenes designan, y, todo eso, para que la dramatización de su voz resuene más allá de sí mismo, pues el poeta está sufriendo en realidad, como ya lo hemos duicho, una conmoción interior que lo ha lanzado fuera de sí, hasta hacer impacto en Dios. Lo que ha solido ocurrir en el fondo de su ser lo colma todo, espacio y tiempo, vida y muerte, historia y eternidad. No puede, en fin, como poeta, sostener un soliloquio del que no forme parte esencial cuanto en el mundo y aún más allá del mundo, puebla de significaciones, voces, mitos y símbolos el universo entero. Esto es lo que pretende construir el poeta en su poema, y, aunque no lo haya logrado como Dante, el mero hecho de haber respetado con pureza las limitaciones que su experiencia artística de 30 años le propone, resolviéndolas del más airoso modo posible, es decir, positivamente para sus medios y su edad, hacen de él, de Otro continente, un bello libro de la más rara hondura.

Una de esas cosas inertes que han saltado de su sitio al producirse el abrazo místico con la Gracia, en la experiencia personal de Arteche, es precisamente la historia. Se sentía muy feliz y seguro pisando sobre la tierra firme de la historia, y he aquí que, al refundirse en la vivencia mística, la historia parecer cobrar toda su trascendencia, y, al cobrar la historia toda su trascendencia, surge algo que podríamos denominar, sin mucho esfuerzo, una problematización de la existencia histórica:

¿Cuándo fuimos nosotros,
cuándo fuimos entonces, en el ayer?
Sin ser, sin estar siendo a pesar de que fuimos.
A través de su conciencia de la eternidad viene a expandirse ahora la dimensión ontológica del tiempo, y lo que era apenas un puntito horadado en el espacio, la finita realidad de lo contingible y fortuito, se despliega en toda su extensión, dejando traslucirse metafísicamente. La historia ha escapado de la cronología y ha ingresado en el orden de las jerarquías eternas. ¿Cómo no se ha de preguntar el poeta, luego, por su modo de inserción en la cadena heterogénea de lo temporal y de lo histórico? El sentimiento de lo divino no excluye el de lo humano. La eternidad no está en oposición ni niega a la historia. Pero, justamente por eso, la historia no puede, en modo alguno, ser una ficción, sino, como quería ya Ranke, una realidad inmediata a Dios.

La efusión lírica se convierte encadenamiento épico, y la posesión radical en dramatización de la existencia. Arteche canta su encuentro con Dios -el corazón del poeta golpea con su fuerte latido desde el primero hasta el último verso- pero, al mismo tiempo, va traspareciendo el ser histórico en este mundo, la realidad del mundo histórico en que ha nacido y con el cual estará ligado para siempre. No obstante, descubierto su verdadero contenido, le arranca una máscara y lo deja flotando en toda su trágica desnudez. América parece haberser deslizado de la historia, y lo que debe estar inmediato a Dios, yacería divorciado de Él:

El río americano fluye extraño a los mares
que ignora. Y en el presente somos
hijos, frutos sin padre perdido en las costas
roqueras del Pacífico. Diariamente morimos
moviéndonos, viviéndonos en esta tierra dónde
todo es extraño y solo...

Todo ello y el acto resuelto de acudir a la salvación, si Dios quiere, explica la necesidad del poeta de forjar un simbolismo implacable y hermético, nombres, signos que se refieren a viento, lluvia, arenas, granito, cenizas, río, fuego, roca, Ojo, Árbol, tiempo, pasado, sangre, etc., valores todos que cubren la unidad del estilo , dándole pureza y peculiaridad.

En cada vivencia hay seguridad y nitidez, pero al integrarse y superponerse en el texto, en la sonora imagen, se rozan entre sí, participando de esa sombra común, igualmente poética, que proyectan unas sobre otras. Pero ni la intensidad ni la transparencia se han perdido, antes se han enriquecido, vibrando en la condensación de las imágenes en el flujo verbal. Lo que ha sido conquistado por el poeta debe ser conquistado igualmente por el lector.

Arteche, influido noblemente por Cuatro cuartetos, no los ha imitado, en verdad, auqnue algo se escurra de la topografía inconfundible de T.S. Eliot: sino que ha asimilado su lección de rigor y de método, y por decirlo así, su ciencia abstracta. Riesgo poético que, lejos de ponerle en peligro, y ya salvado con destreza, más bien encauza, presta vuelo, liberta la originalidad del joven poeta.

El libro se divide en tres estancias simbólicas: "La Ascención", que es como el impulso a escapar de lo terreno; "La Tierra Nueva", que es como el descubrimiento de la historia en lo que tiene de incógnito como existencia americana. Y, por último, "El Regreso", que es la recuperación de lo divino y explica que no hay otro continente que Él.

Si el lector quisiera impregnarse del espíritu de estos versos, de Rilke:

Dinos, tierra: ¿no es eso lo que quieres: renacer en nosotros.
invisible? ¿No es tu sueño poder ser invisible alguna
vez? - ¡La tierra! ¡invisible! ("Novena elegía")

podrá ingresar en Otro continente sin ningunos temores de extravío, y comprender como dice Péguy, que el poeta canta para "estar más cerca de las manos de su creador".

en: diario El Mercurio, santiago, 25 de agosto de 1957.

 

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