LAS HUELLAS DEL ANTIPOEMA

 

por Federico Schopf

 

     

La antipoesía -como escritura y como noción suficientemente contradictoria- se encuentra ya plenamente aceptada, celebrada, reconocida, en parte institucionalizada, pero sigue también resistiéndose a ser asimilada del todo o, al menos, en dimensiones que parecen decisivas. La obra de Nicanor Parra -desde Poemas y antipoemas(1954) hasta Obra Gruesa (1969)- está ya integrada a la historia literaria de la lengua española y constituye una parte insoslayable del horizonte de expectativas desde el que se lee poesía -y antipoesía y lo que sigue- en la actualidad. Los poetas jóvenes se enfrentan a ella no sólo como advertencia para no recaer en modalidades ineficaces de hacer poesía -anteriores y posteriores al antipoema sino también como una escritura que sigue desarrollándose y que, cada cierto tiempo, reaparece en la escena pública con proposiciones renovadas: últimamente, los ecopoemas, los escombros, los discursos de sobremesa, que se hacen cargo de los problemas más candentes de hoy y del problema mismo que es la supervivencia de la poesía en las sociedades dominadas por los medios masivos de comunicación -que coquetean poco con ella- y por la economía de mercado que tampoco la promueve demasiado como objeto de consumo.

Desde antes de la constitución de su diferencia -desde su preparación e infiltración en algunos poemas- la antipoesía fue acompañada por el comentario negativo de los críticos oficiosos -o sus compañeros de ruta- en el mediocre escenario de la cultura institucionalizada. "Sinfonía de cuna" y otros poemas fueron calificados -en el lejano 1941- de "poesía epidérmica, efímera, como todo lo que no se nutre de la realidad profunda del hombre"(1). Poco antes de aparecer Poemas y antipoemas -anunciado por una serie de anticipos, uno de ellos con el título de "Notas al borde del abismo"- otro antologador estimaba en Parra "al cantor simpático, al poeta menor absoluto"(2).

No obstante, sorprendentemente, la publicación de Poemas y antipoemas, en 1954, produjo un enorme impacto entre los poetas, en especial, entre los jóvenes y desorientados escritores chilenos que empezaban a trabajar después de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría. Dos características suyas fueron las que más llamaron la atención: la desacralización del yo Poético, su descenso de las alturas a las que lo había encumbrado el modernismo en nuestro medio y la (re)incorporación de la oralidad -del tono oral, del discurso cotidiano, no sólo las palabras sino también las estructuras sintácticas, las frases hechas, los lugares comunes del pensamiento- a la escritura poética. Armando Uribe -joven poeta chileno de ese entonces- recordaba que "los antipoemas nos hicieron dar un salto ... Desde Residencia en la tierra de Neruda ningún poeta nuestro había dado en la realidad común y ominosa de una manera tan absoluta. En esa época, hay que confesarlo, nos sentíamos en cierto modo traicionados por Neruda. El poeta que había entrado de frente a lo atroz en Residencias, el que se había atrevido a todo, volvía la espalda a la vida terrible y construía un mundo hermoso e innumerable en Las uvas y el viento. En cambio, la antipoesía de Parra reproducía nuestra propia vida; era poesía por el lado del revés, por el lado que uno vive cuando no admite el mundo como es y no sabe cómo debe ser"(3).

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La antipoesía es una escritura elaborada a partir de la negación de los rasgos esenciales de otras escrituras y de otros discursos literarios y no literarios. El antipoema es una contradicción, un contratexto. No es sólo resultado de la reflexión, sino todavía más de una búsqueda llevada a cabo en la práctica poética misma. Ni siquiera los poemas que el propio Parra había escrito con anterioridad -durante los años del Frente Popular en Chile y la Guerra Civil Española- resistieron este examen. Habían sido (por lo menos en proyecto) una especie de poesía comprometida socialmente.

En efecto -y reaccionando contra el exclusivismo de la poesía hermética hasta entonces practicada- su Cancionero sin nombre (1937) contenía poemas que aspiraban a llegar a todos y comunicar una visión del mundo que fuera reconocida como propia por los miembros de la comunidad nacional en su conjunto (más allá o más acá de las clases sociales). Estos poemas -remontando la supuesta desviación vanguardista- retomaron algunos recursos provenientes del postmodemismo y de la poesía llamada popular (a la que se agregaba cierta reducción de la poesía de García Lorca, aquella que permitió a Borges calificarlo de "andaluz profesional"). Pero dieron una imagen falsa, populista, de la vida, que más bien recubría su experiencia, la edulcoraba en una satisfacción mediocre, sustitutiva, a la vez que prolongaban una concepción soterradamente sublime, sentimentaloide, de la poesía. Con el paso del tiempo -y bajo la influencia de la obra posterior de Parra- parte de estas imágenes se ha hecho cómica y, gracias a la perspectiva lúdica del hablante, algunas parecen incluso representaciones postmodernistas del paisaje, su reproducción en tarjetas postales.

La antipoesía se (des)articula también -como lo percibieron los poetas jóvenes de entonces- sobre la base de la negación de cierto tipo de poesía política representada ya por suficientes poemas de Canto general (1950, comenzado en 1943). El antipoeta verificaba en ella la reaparición -insostenible desde el materialismo- de un poeta elevado, el Gran Pedagogo, y de una representación totalizadora de la realidad histórica, ideológicamente reajustada y, por tanto, recubriente, por decir lo menos. Como recuerda Gutiérrez Girardot -a propósito de los poetas que en esos años asumieron esta práctica voluntarista- estos poemas eran "fascinantes por el sonido y la pompa, pero el aspecto metálico sólo ocultaba un vacío de substancia de realidad y de historia", una historia de la que los poetas comprometidos "se sentían representantes, ejecutores y orientadores"(4). Por fortuna, Neruda no logró controlar del todo la totalidad de su producción poética de ese momento. Pese a sus esfuerzos programáticos, "Alturas de Macchu Picchu", por ejemplo, deja filtrarse representaciones de una experiencia menos dirigida de la historia.

Pero el discurso antipoético no es -como siguen creyendo algunos profesores- la simple negación de algunas modalidades anteriores de hacer poesía. La antipoesía no depende simétrica, especularmente de los modelos que niega ni expresa o representa simplemente la negación de sus representaciones. Sus límites no coinciden negativamente con los límites de lo que niega. Su negación -irónica, paródica, perifrástica, humorística, cínica- libera capacidades expresivas, representativas, referenciales que no existen en el uso positivo o directo de sus medios y materiales.

El rasgo más sobresaliente de los antipoemas -y el más chocante cuando hizo su aparición en la escena literaria de fines de los años cuarenta- es su utilización del tono y el discurso coloquial. Habría que decir que lo reincorpora -antes estaba en el dadaísmo, en los poemas de Apollinaire, en algunos poetas postmodemistas, en Baudelaire, en Wordsworth- pero el antipoema, surgido en otro contexto, lo que es decisivo, logra introducir una diferencia en la medida que su intencionalidad y frecuencia desconstructiva resultan inéditas. El antipoeta traslada discursos de lugar; no sólo retazos del discurso coloquial, también fragmentos y estructuras de otros tipos de discurso no literario: comercial, periodístico, psicoanalítico, administrativo, litúrgico, etc. Diríase que (des)compone la escritura si Poemas y antipoemas no la practicara todavía como pura transposición gráfica de las palabras habladas. Sólo más tarde -con evidencia desde los Artefactos (1966)- recobrará la escritura su exceso significante, su diversidad significante, respecto a la palabra hablada.

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Las tres partes en que está dividido Poemas y antipoemas -título dicotómico- indican que la estructura del libro es contradictoria, inestable, y se sostiene, precaria, incisivamente en el tiempo. En la última edición del libro -a cargo de René de Costa- se cita una importante declaración de Parra respecto a esta estructura: "Hacia 1954 presenté tres poemarios, bajo pseudónimo, a un concurso de poesía patrocinado por el Sindicato de Escritores de Chile: Cantos a lo humano y lo divino, Poemas y antipoemas. Me tocó el primero, el segundo y el tercer galardones; el premio consistía en su publicación por la editorial Nascimento. Mi voluntad fue publicar sólo los Antipoemas y a esto respondieron que los tres, al ser premiados, pertenecían al Sindicato"(5). La fluida estructura del conjunto -desestabilizantemente productiva- surgía, así, del feliz (des)encuentro del azar y las disímiles preferencias de los seres humanos; en este caso, de quienes premiaban, por separado, distintos estilos, en apariencia incompatibles, y de quien los había atravesado transgresoramente en busca de un discurso que diera cuenta, con propiedad siguiera relativa, de sus experiencias, las acercara, las incorporara al ámbito de la (in)comunicación.

Por cierto, los poemas de la primera parte del libro están ya contaminados de antipoesía: en su relajado uso de recursos tradicionales -endecasílabo, rima asonante, romance heroico, metáforas gastadas- proponen y destruyen una imagen del mundo, una sentimentalidad. "Hay un día feliz" representa -y nos solicita complicidad, compasión con el hablante, autoengaño- la posibilidad del regreso al lugar de origen, que es comprendido ahora como el lugar del resguardo y la planificación existencial, pero gradualmente -a partir de señas cada vez más inequívocas y que son, además, interferencias prosaicas, perturbaciones del ensueño- nos prepara para la conclusión, la coda final, el desengaño: no hay regreso posible, el espacio anterior también estaba atravesado por el tiempo, el desamparo, la opacidad, la alienación de la vida moderna.

Los antipoemas de la tercera parte recuperan, a su vez, experiencias que los modelos poéticos rechazados no sólo no son capaces de expresar, sino que, todo lo contrario, desfiguran, falsifican, sustituyen. El humor, la parodia, la ironía, el simulacro "permiten al antipoeta liberarse del sentimentalismo y del melodramatismo" -según observan con agudeza Alonso y Triviños- en el doble sentido de la palabra: como ridiculización de pasiones desquiciadas, imposibles, pero también como reverberaciones, chispazos de impulsos de contacto bloqueados por condiciones ya internalizadas de la vida social (6). La antipoesía -y no la poesía- es ahora la (des)figuración que (in)comunica las emociones generadas en la experiencia y su contexto.

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Por desgracia, nuestra indagación crítica no ha podido desprenderse del todo de la paráfrasis. Ella es uno de los modos -el más explícito, el más directo, el más sospechoso por lo mismo- de relacionar las representaciones de un texto con sus probables referencias.

El sujeto referido en la antipoesía se traslada, como se sabe, del espacio rural -del centro de Chile- a la capital de la República. Es un emigrante, no un afuerino que llega de paso y piensa, en algún momento, retomar al lugar de origen. Le atrae el prestigio de la ciudad y sus formas de vida modernas. Cree que en ella va a encontrar mejores expectativas de vida: realización en el progreso, felicidad. Pero sufre un desengaño tras otro. Bajo las apariencias de justicia social -a la sombra de la ley- impera la explotación más inmisericorde del hombre (casi todos) por el hombre (unos pocos). En la ciudad -así lo va padeciendo el protagonista- los otros rehuyen el contacto, están a la defensiva, temen. Aparecen sumergidos en el anonimato, se disimulan en él, simulan ser masa, están en camino de serlo. Pero la masa aún no está representada en este momento de la antipoesía, sino como una latencia que amenaza invadir el espacio de una ciudad demasiado deshabitada para sus pretensiones de modernidad. Materia para su crecimiento son los seres humanos -"ellos leían el periódico o desaparecían detrás de un taxi"- a los que una socialización represiva proporciona, compulsivamente, caminos de aparente felicidad o, en último término, de mera supervivencia. Caminos que conducen a inhibir sensiblemente sus posibilidades de desarrollos alternativos o acaso surgidos de la fuerza de sus deseos. Adoptan, así, las máscaras sociales del caso -todavía algo voluntariamente, de acuerdo a sus proyectos- esto es, las funciones que la sociedad libre prescribe o garantiza para los individuos.

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Por cierto, la mujer también hace su entrada en este espacio público, a estas alturas de su desarrollo ya suficientemente reticulado por programaciones (pre)visibles de gestos, conductas y lugares en correspondencia tolerada. La reducción de la mujer a puro objeto del deseo -como se exhibe en "Canción", texto de tránsito entre los poemas y los antipoemas- no resiste a la acumulación de experiencias en sentido contrario, que desestabilizan al protagonista. La figura casi genérica de la mujer destella en la oscuridad, le interfiere la visión, resulta inevitable, atrae en su ausencia. "La trampa" es testimonio elocuente de que el protagonista no está en condiciones de controlar su situación amorosa: ni sus propios impulsos ni, mucho menos, los de ella:

el instinto de conservación dejaba de funcionar y privado de mis prejuicios más esenciales caía fatalmente en la trampa del teléfono que como un abismo atrae a los objetos que lo rodean y con manos trémulas marcaba ese número maldito que aún suelo repetir automáticamente mientras duermo (7).

El grado extremo de su dependencia es reconocido por el mismo sujeto enervado, exhausto -pero aún con ocultas reservas de energía- que exclama: "la otra mitad de mi ser prisionera en un hoyo"(8).

A este hoyo lo arrastra irresistiblemente o casi "la víbora" que lo explota erótica y económicamente -"largos años viví condenado a adorar a esta mujer despreciable"- pero que en compensación proyecta construir para ambos un nido de amor en forma de pirámide, es decir, de tumba. Aunque esta vampiresa criolla -eran los años de Rita Hayworth y de las mujeres fatales del cine mexicano- no sólo aspira a destruir a su antagonista por cálculo o por un impulso irresistible a aniquilar al sujeto de su deseo: ella también traiciona esporádicamente su propia vulnerabilidad, su necesidad desesperada del otro, que enmascara tanto como puede, porque teme ser descubierta -el amor es debilidad- y pasar, así, de victimaria a víctima. La relación amorosa interferida se hace seducción, violencia, forma de dominio y autodominio en que la compulsión social es internalizada y reconocida como la propia interioridad, que obstaculiza y reprime al máximo toda disposición de entrega. La culminación del amor es la (auto)destrucción. Eros se hace excluyentemente Tánatos.

La visión tendencialmente negativa que el protagonista tiene de las mujeres -cuyos caminos de independencia están deformados por canales socialmente prescritos- se origina también en su contraste con otra figura femenina: la madre. Ella procede del espacio rural, es parte y fundamento de su (visión del) mundo. Su presencia sustenta la estabilidad de la familia. Ofrece amparo -al hijo, al hombre tratado como hijo- y, además, naturalmente y sin solución de continuidad, oficia de intermediaria entre la naturaleza y la cultura. Su actividad la (re)liga a la tierra. Cultiva plantas para curar las enfermedades del cuerpo y del alma, entre ellas, la tristeza que causa la percepción de que el tiempo tiene un flujo irreversible. No sólo ha resguardado al hijo en el vientre, sino que su disposición y actitud contribuyen a preservar un orden social anterior, y exterior en apariencia, al espacio de la modernidad. Cuando esta madre se traslada a la ciudad continúa ofreciendo amparo a sus hijos -como un enclave que resiste los embates del medio- pero las implicaciones del orden que acarrea no dejan de entrar en pugna con las necesidades y pulsiones del protagonista. Con todo, todavía tiene influencia suficiente como para corroer la imagen de otras mujeres que lo atraen y atemorizan simultáneamente.

Pero la relación del protagonista con la madre ha dejado insensiblemente de ser inequívoca. El impacto de las formas de vida urbana no lo es sólo negativo. Percibe que "también hay un cielo en el infierno". En "Las tablas" la imagen central -y que congrega fragmentos de una visión del mundo en disgregación histórica- es la del protagonista empapado de sangre y con un manojo de cabellos en sus dedos: son los cabellos de su propia madre, a la que maltrata poseído por impulsos que se desatan al margen de su voluntad. El escenario en que se desarrollan los acontecimientos es desértico, frío, de límites imprecisos. El protagonista alcanza a distinguir, en medio de la oscuridad, las tablas de la ley. La pesadilla da testimonio de una profunda crisis moral, pero también de la necesidad que siente el protagonista de liberarse, siquiera en parte, de las imposiciones que conlleva la madre, por lo menos, de aquéllas que -como núcleo de una nostalgia que, además adultera el pasado- obstaculizan su (des)articulación con una actualidad que no ofrece sólo desamparo. El protagonista encubre las verdaderas motivaciones -que muy probablemente desconoce- de sus impulsos matricidas, justificándose con razones de orden práctico: "para mantenerse despierto había que hacer algo"..." tenía un frío espantoso, necesitaba calentarme". Experimenta el peso de la culpa -ante una ley en crisis, ante su propio pasado, ante la presencia actual, represivo-protectora, de la madre- pero a la vez no controla sus impulsos de subversión, su deseo de liberarse para un presente que excede a la madre y su mundo y que no es en absoluto ni su prolongación ni complemento. ¿Por qué la liberación -no sólo ante la mujer- pasa por el castigo culpable -el asesinato diferido, el homicidio frustrado- de la madre?

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La "Advertencia al lector" -que inaugura, en una especie de parodia programática, los antipoemas- nos recuerda que "los pájaros de Aristófanes/ enterraban en sus propias cabezas/ los cadáveres de sus padres". La incorporación del cadáver al propio cuerpo -que hace de cementerio volante y recuerda las fortalezas volantes de la segunda guerra- sugiere una lectura doble: se le da sepultura móvil, pero también se lo transforma en materia germinal. La modernización antipoética de esta "ceremonia" invierte los términos: ahora son las "plumas" del antipoeta -metonímicamente sus palabras- las que arroja a la cabeza de sus lectores.

La agresividad es, en efecto, el modo más ostensible de relación con el lector: "El autor no responde de las molestias que pueden ocasionar sus escritos", advierte en el mismo antipoema. Esta agresividad estaba ya anticipada en el texto inicial del libro -que recibe el irónico título de "Sinfonía de cuna"- en que el hablante se refiere festivamente a una mujer y, de improviso, dispara a quemarropa sobre el desprevenido lector, espetándole que ella, la muy pretenciosa, es fea: exactamente tan fea, agrega, "como usted".

Ante un lector al que la vida social ha enseñado a desconfiar de las apelaciones -o que pasa de largo, en la calle o en la radio, ante requerimientos agotados en su capacidad de convocatoria- el antipoeta introduce formas coloquiales de discurso que allanan sus propósitos de comunicación y, en cierto sentido, enmascaran su (no) intención última. Cauteloso, sin hábitos de concentración, desengañado, no es un lector fácil de atraer a la (des)prestigiada poesía. Pero el reconocimiento de las formas y, sobre todo, el tono coloquial del hablante le producen la ilusión de familiaridad con el discurso, a pesar de que esta familiaridad entra en conflicto con los modelos de poesía que integran su horizonte de expectativas y que provienen del modernismo y las vanguardias(9). No sospecha que bajo la familiaridad se desliza un efecto de extrañeza que envuelve rápidamente los materiales entregados en la recepción. No sólo porque las secuencias de discurso coloquial están articuladas -yo diría que a veces yuxtapuestas- con secuencias de otros tipos de discurso que corresponden a códigos diversos, normalmente poco compatibles, lo que provoca incertidumbres en el lector respecto a los registros en que debe interpretar estas disonancias. También porque este discurso heterogéneo -pero sostenido desde una situación comunicativa coloquial- atrae al lector hacia una especie de plano inclinado en que el flujo significante -a velocidad creciente aunque a la vez discontinua- termina por tomar cursos inesperados y se cuela por todos los intersticios, irresistiblemente magnetizado por el vacío que hay debajo de los aparentes fundamentos en que descansa la vida institucionalizada. Fuera ya del control de su propio hablante, arrastra al lector en su vértigo y, penetrando más allá de sus defensas, toca las zonas más sensibles y protegidas de su experiencia.

Sin embargo, esta agresividad del hablante -exacerbada, eufórica, resentida- encubre, en realidad, el más radical desamparo. Es mecanismo de autodefensa -el antipoeta responde a los otros con la misma moneda e intento de relación: "Atención, señoras y señores, un momento de atención", con los miembros de una comunidad cerrada, en que los otros se le aparecen como espectadores de su desventura:

De esta manera hice mi debut en las salas de clase.
Como un herido a bala me arrastré por los ateneos,
crucé el umbral de las casas particulares,
con el filo de la lengua traté de comunicarme con los espectadores:
ellos leían un periódico
o desaparecían detrás de un taxi.(10)

 

Quizás su comprensión -desconcertante, inusual- del habla como acto de expresión solitaria nos denuncia el grado de incomunicación que el antipoeta llega a sentir en la sociedad urbana de la época moderna:

Ya que no hablamos para ser escuchados
sino para que los demás hablen
y el eco es anterior a las voces que lo producen. (11)

La afirmación contenida en estos versos -de que no se cumple la intención o el deseo del que habla- se proyecta necesaria y paradojalmente sobre la escritura antipoética, de la que es parte, negándole plenitud comunicativa, cumplimiento del diálogo, pero agregando, suplementariamente, que ella llega a expresar la incomunicación. La finalidad encubierta del habla sería (servir de pretexto para) que los otros hablen para, a su vez, no ser escuchados; la antipoesía comunicaría, más que nada, la incomunicación.

Todavía más inaudita es la extraña inversión del verso siguiente: "el eco es anterior a las voces que lo producen". La causalidad se invierte, las palabras producen un efecto en el pasado, lo que normalmente viene, es consecuencia, está ahora antes, es casi antecedente. ¿Qué desequilibrante reversión -¿qué reverso?- está (re)produciendo este verso? ¿Hacia dónde puede precipitarnos? ¿O es que no hay sólo sincronía, puro presente en la actualidad, presencia plena, continuo o discontinuo (re)curso del tiempo desde el porvenir hacia el pasado?

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El sujeto de esta escritura difícilmente podría autocomprenderse en la posición privilegiada -de dominio y uso del lenguaje- que la tradición modernista le había atribuido al poeta y que la poesía política -a partir de la Guerra Civil Española- había reasumido en la figura del poeta comprometido que, en la plenitud de su voz y de su identidad colectiva, se dirige a los pueblos para asistirlos u orientarlos en sus luchas de liberación.

En violento contraste con este poeta comprometido -en que la comunicación es inmediata comunión- el antipoeta no tiene un conocimiento suficiente del mundo, no tiene siquiera mundo y tampoco se siente integrado del todo a ninguna comunidad. Por el contrario, ésta se le enfrenta como un espacio hostil, cerrado.

La situación del antipoeta -como lo recuerdan Alonso y Triviños- se ha hecho aun más dificil: ha perdido la voz "haciendo clases"(12). La declaración está contenida en un texto de la segunda parte del libro, es decir, en el espacio de nadie, en la ambigua y cambiante frontera que separa y confunde los poemas y antipoemas, en el momento de tránsito a la antipoesía, que no es fluido, que no conoce su punto de llegada (y en el que, más adelante, se lee que "el eco es anterior a las voces que lo producen").

Antes, en la primera parte -si nos volvemos a instalar en la aceptación de esta dirección del tiempo y del arte como mimesis- aún podía declarar que se explicaba "con el eco mejor de mi garganta"(13).

Pero ahora -en el tiempo y el espacio de la antipoesía- la recuperación esporádica de la voz tampoco permite la comunicación al protagonista. La lengua -el órgano principal de la articulación de la palabra- se convierte en "La trampa" en un obstáculo:

Hasta que llegado el momento preciso
comenzaba a transpirar y a tartamudear febrilmente.
Mi lengua parecida a un beefsteak de ternera
se interponía entre mi ser y mi interlocutora
como esas cortinas negras que nos separan de los muertos.(14)

La escenificación de estos esfuerzos -en este trozo: de su lengua que le parece cortada en la carnicería, una lengua muerta, que pesa- nos permite analógicamente, en una operación arbitraria, trasladarnos de la impotencia del protagonista a la impotencia del sujeto del discurso (y de la escritura como medio de reproducción técnica). Literal y metafóricamente éste saca voz desde sus carencias. El antipoeta (des)hace esta escritura -como sabemos- a partir de restos. En la elaboración ardua de su discurso ha ido perdiendo su voz (poética) anterior. Ninguno de los registros relativamente prestigiados en esos años -postmodernismo, poesía hermética, surrealismo de salón o académico, literatura comprometida- ha resistido el roce con sus experiencias, se encuentra en condiciones de representarlas o referirlas. Nada tiene de extraño, entonces, que eche mano de lo que puede, de que "se comunique a estornudos" o con cualquier otra manifestación del cuerpo o del cuerpo disperso de los signos y otras huellas.

Creo que se puede describir alegóricamente la antipoesía como un reflejo del protagonista y un acto del hablante -una (re)producción más o menos arbitraria- en que extrae, destaca, articula, en las palabras y en los hechos, una escritura.

El protagonista de la antipoesía ha tratado de entrar en el tejido social -que parecía abierto, pero más bien se replegaba o entrecerraba al sentir contacto- empujado por su voluntad de progreso, integración, reconocimiento, pero a medida que se abría paso:

..................... a través de un bosque de sillas y mesas,
con el alma en un hilo veía caer las grandes hojas.
Pero todo era inútil,
cada vez me hundía más y más en una especie de jalea;
la gente se reía de mis arrebatos,
los individuos se agitaban en sus butacas como algas
................................................movidas por las olas
y las mujeres me dirigían miradas de odio
haciéndome subir, haciéndome bajar,
haciéndome llorar y reír en contra de mi voluntad,(15)

 

iba perdiendo el control de sus actos, quedaba entregado, dependía de fuerzas interiores y exteriores que tiraban de él en las más diversas direcciones, despedazándolo.

Correlativamente -aunque de modo discontinuo el curso zigzagueante de la escritura -que articula retazos de discursos de diverso genero- (per)sigue los desplazamientos erráticos del protagonista, traduciéndolos icónica o irónicamente en imprevisibles significantes. La escritura se introduce en el entretejido social, espía sus fallas, reproduce sus huecos, los ensancha, deja ver entre sus hilos. Es icónica por ejemplo, en el ritmo de "Los vicios del mundo moderno". Por el contrario, es irónica -incongruente, desajustada- en el flujo continuo de "La víbora", que despliega la peripecia intermitente del protagonista, que acontece en diversos escenarios y tiempos y no siempre con la misma mujer. El antipoema -según observa de Costa- parecería referirse a diversas mujeres y, por supuesto, también a la misma, que resultaría otra en distintas circunstancias. Sería, así, una representación de convergencias, en que los pedazos se superponen parcialmente, estableciendo un juego de identidades y diferencias, contradicciones, incompatibilidades, en que el conjunto, la suma de agregados, irradia, simultánea o alternadamente y con intensidad varia, una fuerza de atracción irresistible: el deseo de ella, la utilización del deseo por ella, su necesidad de contacto, pero también una fuerza destructiva: su visión del protagonista como contendor u objeto, su cálculo, sus manipulaciones, la cara trágica de su deseo (sin olvidar que el sujeto antipoético, de pasada, da a entender que él mismo no es del todo ajeno a su fracaso amoroso: aunque quiera demostrar inocencia, no es sólo víctima, introduce también su cuota de engaño, simula, quiere sobrevivir).

El sujeto de la escritura antipoética advierte que la lengua no sólo incomunica, sino que antes -en experiencias menos radicales de sus límites- tergiversa el sentido de la comunicación en la medida que sustituye las intenciones y deseos del sujeto, introyectando en las palabras representaciones de un sujeto social encubriente y represivo. La conciencia de esta fuerza sustitutiva -que parece producida tendencialmente en la sociedad moderna- conduce al antipoeta al abandono del empleo positivo de la lengua, esto es, a su utilización crítica, negativa, indirecta, paródica, desplazada. Así, cuando declara:

Con el filo de la lengua traté de comunicarme con los espectadores,(16)

manifiesta una disposición agresiva ante el prójimo, pero también su necesidad de traspasar las defensas del otro, tratando de provocar el efecto de las cargas de profundidad de la segunda guerra mundial y, sobre todo -cualquiera sea el grado de conocimiento alcanzado- expresa su deseo desesperado de amparo:

Debajo de la piel ustedes tienen otra piel,
ustedes poseen un séptimo sentido
que les permite entrar y salir automáticamente.
Pero yo soy un niño que llana a su madre detrás de las rocas,
soy un peregrino que hace saltar las piedras a la altura de su nariz,
un árbol que pide a gritos se le cubra de hojas.(17)

La elaboración de la escritura antipoética se hace discontinua, paralelamente, despliegue práctico de una visión del lenguaje. Esta (re)visión surge de las experiencias de un sujeto que, en busca de una nueva escritura, produce un examen a fondo del lenguaje. En este sentido la escritura antipoética -en su historia, desde los antipoemas hasta los discursos de sobremesa- emite señales de largo y corto alcance que permitirían reconstruir tanto una (re)visión de los alcances de la metafísica cuanto de los alcances del lenguaje.

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La antipoesía parece menos la plenitud del (fracaso del) vanguardismo que una práctica de la diferencia. No sólo reitera la ruptura vanguardista con las poéticas anteriores, sino que introduce esa ruptura en su relación con la vanguardia misma, la pluraliza, la devuelve a su heterogeneidad original, a su carácter de totalidad actual y anteriormente dispersa. La escritura antipoética no afirma sólo la negación. No es simple oposición simétrica a las escrituras y conocimientos referidos. No se funda en la intencionalidad establecida de las significaciones ni en las intuiciones orientadas por esas significaciones, sino que (no) se funda (sólo) en su desconstrucción.

"Solo de piano" está compuesto en la forma lógica de la implicación: a partir de una serie de antecedentes, el antipoeta aspira a legitimar sus necesidades y derechos: "yo quiero hacer un ruido con los pies/ y quiero que mi alma encuentre su cuerpo". La enumeración no parece caótica gracias a la estructura lógica -o más bien paralógica- en que se enmarca: ésta disimula, atenúa la falta de pertinencia de los argumentos. Pero el desajuste entre esta forma y los contenidos enunciados delata que el antipoeta la utiliza de una manera irónica, paródica, que relativiza e incluso invalida la aplicación directa de su fuerza demostrativa. Paradójicamente, sin embargo, retiene aún suficiente capacidad persuasiva como para -al margen de la voluntad del antipoeta y reorientada por el declive de la escritura- transformarse en uno de los mecanismos que reenfocan la mirada del lector desde el reconocimiento del carácter deficiente de la demostración hasta la mostración de imágenes que atraviesan y perturban sus convenciones y sus fundamentos, promueven el desfondamiento de su interioridad y su mundo:

Ya que la vida del hombre no es sino una acción a distancia,
un poco de espuma que brilla en el interior de un vaso;
ya que los árboles no son sino muebles que se agitan:
no son sino sillas y mesas en movimiento perpetuo;
ya que nosotros mismos no somos más que seres
(como el dios mismo no es otra cosa que dios)
ya que no hablamos para ser escuchados
sino para que los demás hablen
y el eco es anterior a las voces que lo producen(...) (18)

 

"Solo de piano" no es todavía un soliloquio. Pese a las circunstancias desfavorables, el antipoeta aún solicita comprensión a los otros, cierto grado de consenso. Pero -aunque parezca corresponder a su propósito- no es ésta la dirección a que se inclina su escritura que, en un curso hasta cierto punto errático, suspendido de una mirada panorámica, abre abruptamente perspectivas abismales, para luego remontar retóricamente a la visión de planos previsibles desde una disposición de desilusionada delectación. El verdadero centro –y efecto- del antipoema no es un centro: es un descentramiento. La escritura combina aquí lugares comunes, enunciados algo abstractos, tautologías con extrañas, desencajadas visiones. No son montajes que ensamblan materiales sobre un fondo homogéneo de espacio y tiempo, sobre una superficie substantiva, una base de sustentación. La (re)visión de los árboles –que descansa en un lugar común de la época moderna: la transformación técnica- no propone una metamorfosis, un desarrollo en el tiempo, el tiempo lineal. Contrae brutalmente dos momentos: encaja uno en otro y los desencaja. Desajusta las coordenadas espacio-temporales. Perfora la superficie del presente; rompe la unidad del fondo -la unidad substantiva- sobre la que se erige la aparente plenitud de la presencia. La imagen se mantiene entre la caricatura y la huella trágica. No se puede reducir, no se deja retrotraer a la tragicomedia. Intercala el mecanismo de la convulsión. En su convulsión, la pantalla uniforme del presente -sobre la cual se erigen las presencias en su plenitud- estalla hacia adelante y hacia atrás, desfonda el fundamento, lo abre a las más vertiginosas profundidades del espacio y del tiempo. La identidad consigo mismo del ahora se rompe: asoman sus fisuras, las señas de su no identidad. La escritura antipoética detecta las fisuras, las (re)produce en sus visiones convulsivas que, siguiendo las huellas de la diferencia inscritas en el ahora y la presencia, muestran una operación del tiempo, su no linealidad, su dilatación, su espaciamiento, su apariencia caótica. No hay un ser sobre el tiempo. El ser es, todo lo más, repetición que pierde de vista, excluye su diferencia, su retención de otros presentes, que no necesariamente proceden del pasado.

En este (sin)sentido -el que desestabiliza el orden convencional del tiempo- el eco "...anterior a las voces que lo producen" hace aparecer la voz en este escenario bruscamente amplificado, que requiere de rocas, montes, acantilados y, por qué no, también de Eco y Narciso deambulando por los alrededores. Pero el eco no devuelve la voz del presente, introduce algo anterior, él mismo, en la homogeneidad del presente: desajusta, desencaja la linealidad del tiempo. El eco devuelve otra voz al hablante. Más que separarlo de su propio discurso, lo saca también a él del puro presente, lo reparte en una diacronía caótica, lo dispersa a los cuatro vientos, lo precipita en las profundidades del tiempo.

* * *

 

 

La antipoesía no es un querer decir que pretende concluir inevitablemente en la verdad. Su escritura no aspira a ser teleológica, incluso cuando es contradicción, contratexto. Usa las significaciones establecidas, pero se resiste a dejarse llevar por su fuerza compulsiva, por sus previsiones que culminan en la correspondencia, en la coincidencia entre el ser trascendental, atemporalizado -y las significaciones- trascendentales, atemporalizadas (19). No es apoyándose en las significaciones establecidas que se (des)articula la escritura antipoética. Ella (per)sigue y (re)produce las huellas de la diferencia en la identidad aparentemente sólida de las palabras y los hechos. Es en la trama entre las significaciones -desviadas de su intencionalidad establecida- y las huellas que se despliega esta escritura del fin de una época, errática hasta los puntos en que con extraña lucidez alcanza a mostrar la no plenitud del presente, exhibe sus carencias, desestabiliza sus fundamentos físicos y metafísicos:

lo que me llena de orgullo
porque a mi modo de ver el cielo se está cayendo a pedazos (20).

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades - Universidad de Chile

 

NOTAS

 

(1) Carlos Poblete, Exposición de la poesía chilena desde sus orígenes hasta 1941 (Buenos Aires: Claridad, 1941) 319. volver

 

(2) Víctor Castro, Poesía nueva de Chile (Santiago: Zig-Zag, 1953) volver

 

(3) Armando Uribe, "Como un herido a bala", La Nación (Santiago, 8 junio 1967). volver

 

(4) Rafael Gutiérrez Girardot, "Ethos contra Pathos", Merkur 332 (1976) 95. volver

 

(5) René de Costa, Introducción a Poemas y antipoemas (Madrid: Cátedra, 1988) 19. La cita proviene de P. Lerzundi: "In Defense of Antipoetry: An Interview with Nicanor Parra" Review (Nueva York, otoño 1971) 65. volver

 

(6) M. N. Alonso y G. Triviños, Prólogo a Chistes para desorientar a la poesía (Madrid: Visor, 1989) 11. volver

 

(7) Nicanor Parra, "La trampa", Poemas y antipoemas (Santiago: Nascimento, 1954) 132 volver

 

(8) Nicanor Parra, "La trampa", op. cit., 133. volver

 

(9) Véase Federico Schopf, "Figura de la Vanguardia" Revista Chilena de Literatura, 33 (1989) 133-138. También Del Vanguardismo a la Antipoesía (Roma: Bulzoni, 1986). Para el modernismo, Rafael Gutiérrez Girardot, Modernismo (Barcelona: Montesinos, 1983) y Ángel Rama, Rubén Darío y el modernismo (Caracas: Universidad Central, 1970). volver

 

(10) Nicanor Parra, "El peregrino" y "Recuerdos de Juventud", op.cit., 101 y 112. volver

 

(11) Nicanor Parra, "Solo de Piano", op.cit. 97. volver

 

(12) M. N. Alonso y G. Triviños, op. cit. 9. volver

 

(13) Nicanor Parra, "Se canta al mar", op.cit. 41. volver

 

(14) Nicanor Parra, "La trampa", op.cit. 133. volver

 

(15) Nicanor Parra, "Recuerdos de juventud", op.cit. 111. volver

 

(16) Nicanor Parra, "Recuerdos de juventud", op. cit. 112.volver

 

(17)Nicanor Parra, "El peregrino", op.cit. 102.volver

 

(18)Nicanor Parra, "Solo de piano", op.cit. 97.volver

 

(19)La significación no es repetitiva, la idealidad no es pura trascendentalidad, tiene huellas de su origen. Para una discusión productiva de las relaciones de significación, lenguaje, sentido, idealidad, verdad, conciencia, expresión, ver de J. Derrida, La voix et le Phénoméne (París: Presses Universitarires de France,1967).volver

 

(20)Nicanor Parra, "Advertencia al lector", op. cit.72. volver