EL GRAN MEAULNES CUMPLE CINCUENTA AÑOS

 

En 1913, mientras Blériot finalizaba sus preparativos para cruzar por primera vez el Canal de la Mancha, Alain–Fournier preparaba la edición de su novela El Gran Meaulnes, cuya aparición deseaba coincidiera con el vuelo de Blériot, ya que entreveía entre ambos una misteriosa relación: tanto su novela como el vuelo abrían nuevas perspectivas en sus respectivos mundos ("La máquina escribía Alain–Fournier, no explica todo: es un pretexto que se da el espíritu para pasar de una concepción a otra: de la concepción de un mundo donde se puede volar a aquella de un mundo en donde se vuela"). Finalizada la Primera Guerra, una de cuyas víctimas fuera Alain–Fournier, muerto en el Marne a los 28 años, el tiempo de los aviones coincide con otro novelista precoz: Radiguet. La era de los jet coincide con una Sagan. Una relación superficial pudiera hacer creer que la novela de Alain–Fournier ha quedado –pasadas tres generaciones de novelistas que se han agotado para alcanzar la antinovela– tan anticuada como aquellas inverosímiles máquinas de Weymann y los hermanos Wright. Sin embargo, nada hay tan fresco, tan conmovedor, tan intemporal como El Gran Meaulnes, en especial por su primera parte, aquella que culmina con la llegada de Agustín, el protagonista, a una fiesta de bodas de clima angélico, ubicada en un siglo pretérito, en donde mandan los niños y en donde halla a la muchacha que hará cambiar su vida: Ivonne de Galais.

Una obra de arte se puede interpretar "literalmente y en todos los sentidos", como decía Rimbaud a su madre cuando ésta le preguntó qué significaba la Temporada en el Infierno. A primera vista podremos considerar a El Gran Meaulnes como una novela de aventuras y de amor, y efectivamente su génesis inmediata se halla en el amor de Alain–Fournier hacia una desconocida de inefable belleza, a la que ve por primera vez en las escalinatas de Petit–Palais, en París, el año 1905. Este encuentro marcaría para siempre su vida y su obra como aconteció también a Thomas de Quincey con Anna y a Gerard de Nerval con la niña a la que llamó Aurelia en una fiesta campesina. Alain–Fournier llegó a hablar con la desconocida, la que dijo corresponder a su amor, pero sin ninguna esperanza, pues ya estaba comprometida. Luego de esa conversación no volvieron a verse. Isabel, la hermana de Alain–Fournier, cuenta en sus Images que éste, desesperado, sólo vio un medio para recuperar la muchacha: hacerla figurar con el nombre de Ivonne de Galais como personaje principal de una novela que se desarrollaría en su amada región natal de la Sologne. Esta novela se iba a llamar primero "El día de la boda" y luego "El Dominio Perdido". Naturalmente, una obra se transforma mientras se realiza, y llega a sobrepasar la intención del autor. Lo que iba a ser sólo el testimonio de un amor empezó en un testimonio de realidades más altas, de una realidad secreta.

El paisaje visible de la región de Sologne se convirtió en un paisaje de ensueños. De esto tenía conciencia Alain–Fournier, el que, en una carta a su cuñado Jacques Riviére, decía: "Jammes ha mostrado el paisaje como extendiendo una tela, Gide ha expresado la sensualidad del paisaje... Y no quiero encontrar como Gide en el paisaje actual, palabras que sugieran el misterio: yo describiré el otro paisaje, el paisaje misterioso". Este paisaje misterioso es el de un "dominio perdido", cuya presencia invisible planea sobre todo El Gran Meaulnes, confiriéndole perennidad, y dándole el carácter de testimonio de la búsqueda de una "edad de oro" que alguna vez estuvo en la tierra. El país sin nombre buscado por el colegial Agustín Meaulnes –que estuvo una vez en él, sin poder hallarlo después– es ese paraíso perdido que confusamente el hombre sabe que estuvo alguna vez en la tierra, y cuya última muestra sería la infancia. Es ese "país sin nombre" que quieren construir las utopías, y que han mostrado autores de la misma línea de Alain–Fournier en muchos aspectos: Gerard de Nerval, Milocz, Dylan Thomas en algunos de sus poemas. El Gran Meaulnes es una de las llaves para entrar a ese dominio perdido, oculto en los sueños más profundos.

Como buena novela de aventuras, El Gran Meaulnes carece de final. En el último párrafo vemos al héroe partir envuelto en su capa y llevándose a su pequeña hija en pos de nuevas aventuras, que Alain–Fournier no sobrevivió para narrarnos.

Curiosamente, un ecritor que de buenas a primeras podríamos considerar el antípoda de Alain–Fournier, tanto en estilo como en forma: Henry Miller (volcánico y lanzador de lavas en contraste con la expresión serena y como de puro cristal del francés) es quien mejor lo definiera quizás; pues ambos están unidos por las raíces en esa búsqueda del "paraíso perdido", aunque por distintos caminos. Escuchemos a Henry Miller después de esta pequeña digresión: "Algunos como Alain–Fournier jamás lograron desertar de esta orden secreta de la juventud. Magullados por todos los contactos en el mundo de los adultos se inmolan en sueños y ensoñaciones. Especialmente en los dominios del amor les toca sufrir. En ocasiones nos dejan un librito, un testamento de la verdadera y antigua fe que leemos con ojos soñolientos, maravillándonos de su hechizo, conscientes, pero demasiado tarde, de que nos estamos mirando a nosotros mismos, de que lloramos nuestro propio destino".

Es por esto que ya a cincuenta años de su aparición, mientras se mustiaron tantos otros libros (¿quién recuerda Gente de mar de Marc Elder que le ganó el Goncourt a Alain–Fournier en 1913?). El Gran Meaulnes continúa vivo como esa inalcanzable "flor azul" con la que soñaba Novalis.

 

En El Mercurio, Santiago (03.11.1963), p.2..

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile