SCHLIEMANN, EL HOMBRE QUE CREYÓ EN HOMERO

 

Azorín planteaba una vez que, dentro de algunos siglos, un consejo de críticos y eruditos se reuniría para decidir que Martín Fierro es un poema colectivo, de diversos autores anónimos, que una tradición de fines del siglo XX atribuyó a José Hernández, autor que en realidad no existió nunca. El problema azorinesco tenía una base real: en el siglo pasado el historiador George Grote, máxima autoridad en la materia, afirmaba en su Historia de Grecia (1846): "si se nos preguntara si realmente hubo una guerra troyana, tendríamos que contestar que, así como no puede negarse esta posibilidad, tampoco puede afirmarse su realidad. No poseemos más que el propio poema épico, sin ninguna evidencia adicional". Así en el mundo académico se planteaba la tesis de la improbabilidad de la existencia de Troya, del mundo descrito por Homero, y por ende, del mismo Homero. Pero nadie podía imaginarse que un ínfimo empleado de una empresa naviera iba a dejar sin validez las afirmaciones de los académicos, gracias solamente a su fe en la poesía. Aunque asaz conocida, creemos que será siempre conveniente rememorar la historia que empieza cuando un niño de siete años, en Ankershagen, Meklenburgo (clásico lugar de "comedores de patatas", como los llamara Rimbaud), después que su padre le lee La Iliada, se hace la promesa de ir al lugar de Troya, para sacar a la luz las ruinas cantadas por Homero, yendo, por supuesto, contra la lógica de sus mayores, para los cuales el mundo homérico era un mero mundo de ficción.

 

Así, pues, vemos la historia de Schliemann como la de un hombre que cree en la poesía que se le revelara en su infancia y luego como la persistencia en mantener su creencia en ella y en sus sueños será la clave de su éxito. Esta obstinación premiada nos recuerda el caso de un coetáneo de Schliemann; el cartero Ferdinand Cheval, el que después de ver en una revista ilustrada la imagen de un palacio hindú, se dedica día tras día, durante más de treinta años, a construir solo su propio "palacio ideal" —reproducción fiel del palacio hindú— que ahora se alza, como mudo testimonio de los sueños realizados, en la aldea de Hauteville, al sur de Francia.

 

"Tres rasgos fundamentales caracterizaban a Schliemann, señala Emil Ludwig: obsesión romántica por el pasado, determinación inflexible y tendencia a interpretarlo todo literalmente". El sentido práctico aliado a la ensoñación, la aventura aliada al orden. El joven Schliemann concibe una determinación inflexible: hacerse rico. Pero no creemos que por mero "amor al oro", como asegura Ludwig. Pues el oro era sólo el medio (como lo prueba más tarde) de cumplir el propósito clave de su vida, que va como ovillo de Ariadna, de la infancia a la madurez: desenterrar las ruinas de la antigüedad clásica.

 

Schliemann empieza su tarea primigenia con un fracaso: se embarca para Estados Unidos, pero naufraga frente a las costas holandesas. Náufrago, desvalido, sale del hospital y se procura un puesto de dependiente en la casa Schroeder, empresa naviera de Amsterdam. De su escueto salario, aparta la mitad para comprar libros y pagar clases de idiomas, para los cuales estaba especialmente dotado, tanto como llegar a leer y escribir catorce, uno de ellos el turco, que aprendió en dos semanas, cuando le fue necesario tratar con los funcionarios del Sultán en su primera gran empresa arqueológica. Un empleado de tal índole progresa rápidamente. Schliemann llega a ser el hombre de confianza de la casa Schroeder, y comisionado por ella recorre toda Europa y Estados Unidos, para luego independizarse. No está de más indicar que el nitrato chileno constituyó uno de los rubros principales del comercio de Schliemann, de esta manera nuestro suelo contribuyó en algo para proporcionarle los medios de su empresa grandiosa (como más tarde a Nóbel).

 

De pronto, Schliemann el comerciante afortunado que en sus viajes arrienda pisos enteros de los mejores hoteles, se transforma en Schliemann el arqueólogo, dispuesto a todas las privaciones. Pero antes de iniciar su tarea de resucitar Troya (y por ende, de resucitar su infancia), da una nueva muestra de su carácter sorprendente. Pues este austero comerciante, casi sexagenario, decide desposarse con una griega, que le sirva de digna compañera a su aventura. La encuentra por medio de un sacerdote ortodoxo. Ella se llama Sofía, tiene dieciséis años, y responde perfectamente las preguntas que Schliemann le hace sobre los poemas homéricos (requisito que el sabio exigía cumplir para contraer matrimonio).

 

En septiembre de 1871 se inicia el más monumental trabajo de arqueología de campo a esa fecha. Ochenta trabajadores empiezan a excavar, buscando las ruinas de Troya en el lugar de Hissarlik, pues Schliemann había descartado la teoría antigua que señalaba a Bournabaschi como emplazamiento primitivo. Para ello se apoyó literalmente en Homero, pues la hazaña de Aquiles de perseguir dando tres vueltas alrededor de los muros troyanos a Héctor hubiese sido irrealizable de haber estado situada la ciudad a orillas del escarpado Bali Dagh. La confianza en la palabra poética fue favorable al arqueólogo, pues tras desenterrar restos de varias ciudades, aparece una rodeada de muros calcinados, y luego, el llamado tesoro de Príamo, el 14 de julio de 1873.

 

Investigaciones posteriores establecieron que no era la ciudad indicada por Schliemann (la séptima) la verdadera Troya homérica, situada en un estamento anterior. Pero de todos modos la fecha del descubrimiento de Schliemann es la fecha de la apertura de una nueva ciencia: la arqueología moderna. El ejemplo del afortunado meklemburgués conmovería a miles de estudiosos y jóvenes que seguirían su camino. Uno de ellos, Arthur Evans, futuro descubridor de los restos de la cultura minoica, escribió: "Por grandes que hayan sido las hazañas e influencias políticas de Napoleón, Bismarck y Guillermo II, no pueden reclamar como Heinrich Schliemann, el haber procurado nuevas bases para las más hermosas tradiciones de la humanidad. Su profunda fe convirtió en ciertos los hechos históricos de la Troya de los dioses, los tesoros y tragedias de Agamenón, que yacían entre las ruinas y que para muchos eran sólo ficciones poéticas".

Schliemann, por cierto, no ocultó su descubrimiento. Eludió la vigilancia del Gobierno de Turquía, llevando los tesoros de Príamo a Grecia, y luego se dedicó a publicar y difundir la relación y el resultado de sus hallazgos. Para él fue desilusionante la acogida encontrada en Alemania, en los medios oficiales: "La falta de preparación arqueológica de Schliemann era para los alemanes un motivo de indignación. Por el contrario, en Inglaterra su fe ciega en la poesía de Homero encontró un gran eco", dice Arthur Evans. Así fue cómo en Albión más de treinta sociedades científicas se disputaron el honor de tenerlo entre sus miembros, y el Primer Ministro, Gladstone, se mostraba orgulloso de prologar un libro del sabio. Incansable y optimista, Schliemann reinicia, luego de una gira por Inglaterra, sus investigaciones. Ahora se dirige a la "áurea Micenas", el terreno clásico de la Tragedia, de nuevo en compañía de su esposa Sofía. Tras largas y penosas faenas, matizadas con constantes luchas con las autoridades griegas, realiza quizás el más importante de sus descubrimientos: la tumba de Agamenón, que provoca lo que se llama una tempestad polémica. Y de esas excavaciones surgen los testimonios de los enigmáticos "keftiu" (como los egipcios llamaban a los egeos), que permiten a Evans tomar el hilo que le permitió llegar a Cnossos a reconstituir los esplendores de los Minos. Después de las búsquedas en Micenas, a las que le llevó la lectura de Homero, los Trágicos, y Pausanias, Schliemann se dirige, en 1884, a Tirinto, "la de las grandes murallas", ahora en compañía de un joven ayudante, el sagaz arqueólogo Dörpfel, "uno de sus mayores descubrimientos", según acota Leonard Cottrell en su bello libro El Toro de Minos. Nuevas excavaciones y nuevos hallazgos. Después, otro rumbo: hacia Creta, donde están la gruta en que nació Zeus, el Laberinto, el palacio de Minos, Cnossos. Pero esta vez, el espíritu práctico del comerciante triunfa sobre el arqueólogo. Schliemann se niega a comprar un predio en que está situado Cnossos, pues el dueño ha tratado de engañarlo con un precio excesivo. Schliemann lo sorprende y no hace el trato. Queda así sin efectuar una tarea que emprendería años más tarde Sir Arthur Evans.

 

Pero la imaginación de Schliemann no envejecía. Esta vez confía en las palabras de Platón –como antes en Homero, Pausanias o Sófocles– y piensa dirigirse a México, en donde supone estuvo situada la Atlántida. La muerte lo detiene. Es cuando, contra todos los consejos médicos, viajaba en Navidad a reunirse con su familia desde Italia hasta Alemania.

Para hacer una frase retórica: Schliemann muere, pero su ejemplo sigue vivo: el de cómo un hombre que se deja guiar por la poesía y por los sueños de la infancia, o sea, alguien considerado habitualmente insensato por los círculos oficiales (como fueron considerados Stephenson, Edison, Fulton) puede conseguir transformaciones que no logran aquellos que sólo poseen erudición muerta. El hombre de imaginación, aún sin títulos oficiales, debe ser siempre considerado por las instituciones, a las que a veces un peligroso respeto supersticioso por los títulos y grados puede llevar a dañinos estancamientos. Tal podría ser la lección de la vida de Schliemann.

 

En Boletín de la Universidad de Chile, N°25, octubre, 1961

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile