LA OTRA REALIDAD DE TEILLIER

 

Por Jaime Valdivieso.

 

Uno de mis recuerdos más persistentes de Jorge Teillier, misteriosamente (como todo lo que lo rodea), se relaciona con uno de sus poemas breves y, en forma reveladora, en Lautaro, donde me había invitado con mi polola a pasar ese verano de los años 56 o 57. Estamos a orillas de una pequeña laguna, a pocas cuadras de su casa, en ese pueblo semirrural con mucho olor a campo, entre construcciones de madera y tejas, calles de tierra y algún cureña caminando o que sale o entra a uno de sus bares. Pueblo evanescente y mediatizado por un aire que alejaba de la realidad y creaba un clima propicio a la melancolía y a un cierto desgano contemplativo.

De la lagunilla salían lanzas de totoras, a poca distancia asomaban unos girasoles, y en lo alto cruzaban parejas de patos.

De pronto, un caballo viejo asomó su cabeza.

Ya estaba hecho el poema, faltaba escribirlo.

Pero años después, luego de una larga temporada en los Estados Unidos, leo el poema en uno de sus libros aparecidos durante mi ausencia: Muertes y Maravillas:

Sentado en el fondo del patio
trato de pensar qué haré en el futuro,
pero sigo el vuelo del moscardón
cuyo oro es el único que podría atrapar,
y pierdo el tiempo saludando
al caballo al que puse nombre un mediodía de infancia
y que ahora asoma
su triste cabeza entre los geranios.

En este poema, que mucho recuerda a los poetas chinos de la dinastía Tang, Li Bo, Du Fu y Bo Juyi, por la serenidad y la autocomplacencia ante una realidad que se detiene y se vuelve poesía por el sólo ángulo desde la cual se contempla, me di cuenta después, se explicaba gran parte de la obra de Teillier, que desde nuestros años de estudiante en el Instituto Pedagógico, estaba siempre llegando o partiendo hacia otro mundo, acompañado siempre de su mejor e inseparable compañero: el libro.

Insisto en que ya el poema anterior se haya configurado una filosofía de la existencia, una ontología como en todo gran poeta, una manera de jerarquizar y transmitir valores sensoriales, espirituales y éticos que dan sentido y organizan la vida. En los primeros versos aparece esa nota contemplativo, ese desgano existencias que lo acompañará hasta sus últimos días: "Sentado en el fondo del patio/ trato de pensar qué haré en el futuro". Pero esta decisión no persiste, es rápidamente olvidada por algo nada de práctico, lejos de cualquier programación del futuro y más cerca del misterio que esconde las cosas, los insectos, los animales. Y por eso dice. "Pero pierdo mi tiempo mirando los moscardones/ cuyo oro es el único que podría alcanzar". Pero en ese pierdo mi tiempo, está implícito gano mi tiempo, pues es el tiempo del poeta, el que se gana para los sentidos, para el espíritu, para la vida, el que realmente se valoriza, se aprovecha "mirando los moscardones". Este niño que pajarea filosóficamente en el fondo del patio, permanecerá aquí para siempre, este adolescente que sólo se interesa por el oro de los moscardones y ningún otro, y por el caballo al cual puso "nombre un oscuro mediodía de infancia". En los versos anteriores se percibe un sentido autárquico, epicúreo, autosuficiente, valores que se expresan en su contacto con las manifestaciones más simples de la realidad externa. Pero igualmente aquí se expresa su atracción por el pasado en forma de nostalgia, "que puse nombre un oscuro mediodía de infancia". El apenas adolescente, añora ya el pasado de la niñez,

Como vemos, se privilegia lo simple: un moscardón, la pobre cabeza de un caballo entre los geranios. Toda una poética, una estética concentrada en siete versos directos y sencillos, donde encontramos sólo una metáfora: el brillo del moscardón igual al oro, que será su instrumento lírico más habitual a través de toda su poesía.

En su primer libro, Para ángeles Y gorriones ya figuran poemas como "sentados frente al fuego", donde de percibe esa misma actitud contemplativa, tal como dice en el siguiente cuarteto:

Sentado frente al fuego que envejece
miro su rostro sin decir palabra.
Miro el jarro de greda donde aún queda vino,
miro nuestras sombras movidas por las llamas.

En otra oportunidad estamos en su casa en Santiago. Se encuentran Carlos de Rokha. Teófilo Cid, Elio Rodríguez, Eduardo Molina, Armando Cassígoli, sus habituales amigos. Ya de madrugada veo a Enrique Lihn que se golpea obcecadamente la cabeza en una pared, pues en una competencia sobre conocimiento de poetas, estimulada por la hora y la cerveza, Jorge nos agobió, sin estrépito, como jugando, con diversos nombres de autores europeos hasta de tercero y cuarto orden.

No cabe duda, toda obra surge en forma más o menos indirecta, de la suma de muchos aspectos de la personalidad, pero hay algunos que se detectan fácilmente y éste es el caso de Jorge Teillier: espíritu evasivo, soñador lúcido de un presente que se le vuelve pasado y que para existir necesita de innumerables lecturas (es capaz de leer un libro de quinientas páginas en un par de días) como el hipopótamo del agua.

Una realidad que se sustituye por la memoria y la fantasía para hacerla más respirable, es el campo de batalla de este poeta que ha construido con la espontaneidad con que la araña fabrica su telar, un mundo que desde el primero al último libro se desarrolla orgánicamente, de dentro hacia afuera con una legalidad fisiológica.

En la antología de nueve libros que publicó Fondo de Cultura Económica resulta fácil comprobarlo: su mundo se perfila, insólita y tenazmente definitivo desde el primer libro, Para ángeles y gorriones. Insisto en esto, ya que es raro que un poeta muestre su completa madurez temática y formal en su primera publicación. No ocurrió así en los grandes: ni en Neruda ni en Huidobro, tal vez, en la Mistral que se define plenamente en Sonetos de la muerte.

Característica de Teillier es igualmente una extremada tolerancia. Fue amigo y admirado por Miguel Serrano que profesa la fe del nazismo, y valoraba todas las formas y actitudes frente a la vida y al arte, pero a la vez tuvo certezas inconmovibles frente a su propia poesía, a la sociedad y a su forma de vida.

Si leemos con atención el primer poema de esa antología y los últimos poemas inéditos, hallaremos sólo diferencias de grados: mayor candor en los primeros, más desencanto y melancolía en los últimos, pero es siempre el mismo poema desde el primero al último libro.

El mismo poema, la misma actitud, ante una realidad que es apenas tolerada. Es aquí donde se mueve su lírica, este es el territorio, el coto de caza que cerca y puebla de duendes, de objetos de otras épocas, de testimonios del pasado, de referencias a revistas, actores, deportistas, música y cine de otros tiempos. Este alumno del pedagógico en la asignatura de historia que nunca se tituló, pero cuya cátedra ejerció día a día con sus crónicas líricas, nos entregó a lo largo de su vida la otra historia, la interior, la de los sueños, de las ansias por eternizar un mundo que la otra historia, la real, destruye y envilece. Lo consideramos por esto, un historiador mágico.

Cuando la forma de los árboles
ya no es sino el leve recuerdo de su forma,
una mentira inventada
por la turbia memoria del otoño.

He aquí su poética a la cual se ceñirá con creciente tesón hasta sus últimos libros, aun aquellos poemas que implican una relación con la sociedad y con la historia, tal como el que sigue:

Para mí encender la lámpara era el faro que guiaría nuestra unión
Pero de pronto apareció en el cielo
el signo de los peces divergentes
que entonces no sabía descifrar,
porque creía que iba a encontrar un alma como la mía.

Este poema se titula "Antes del desorden", es decir, antes de la intervención militar. ¡Qué hecho más contundente real!, sin embargo, Teillier lo soslaya en su aspecto realista y lo convierte en símbolo, en alegoría, lo tiñe de suspicacia, de ambigüedad, de irrealidad. Es su poética y de aquí no se ha movido, ha sido de una consecuencia admirable con sus temas y su forma inicial. Encontró este afortunado poeta la simetría verbal de su respiración de una vez, en forma definitiva, y jamás ha pretendido cambiarla conforme a las modas de última hora. Y con estos instrumentos tan simples, una sintaxis que sigue las sinuosidades y el ritmo de su andar y de su ver por el mundo, nos ha entregado una poesía única en nuestro medio, que nos saca y libera del mundo cotidiano, haciéndonos revivir nuestros propios sueños, nostalgias y recuerdos. Poesía sin una brizna de retórica, de ampulosidad, de intelectualismo del que abundan otros grandes poetas nuestros. No la necesita, le basta con las imágenes y las metáforas tradicionales que enriquece, sí, procesando a su manera la rica imaginaría huidobriana, con lo que rinde homenaje a la gran tradición poética chilena, aparte de la universal entre los que se cuentan Francis James, Miloz, Rimbaud, Trakl, la atmósfera encantada del Gran Maulnes, de Alain Fournier, que se percibe claramente en el poema Twilight, y muchos otros que atestiguan su insaciable sed de lecturas:

Cuando la tarde cierra sus párpados
de viajera fatigada
y los rieles ya se pierden
bajo el hollón de la oscuridad.

Aquí se siente una reminiscencia del creacionismo, pero reelaborada. Desde el punto de vista de la instrumentación verbal, la metáfora es el principal medio poético de Teillier. Lo demás viene del punto de vista, de la estrategia de la mirada, de la concepción espiritual y ontológica de su poesía. El mismo nos lo dice en un poema de su libro Muertes y Maravillas, el dedicado a René-Guy Cadou (1920-1950):

Tú sabías que la poesía debe ser usual como el cielo que nos desborda
que no significa nada si no permite a los hombres acercarse y conocerse. La poesía debe ser una moneda cotidiana
y debe estar sobre todas las mesas
como el canto de la jarra de vino que ilumina los caminos del domingo.

Como vemos todo es simple, cotidiano, modesto en esta poesía, pero a la vez con una sabiduría milenaria, con una inteligencia y cultura que está en los intersticios, en la recámara, que no se muestra. Por eso le bastan sólo algunos versos para dejamos pensativos, asombrados ante el imprevisto espacio espiritual que nos abre:

Las primeras luciérnagas:
un niño corre a buscarlas
para su amigo enfermo.

Debemos a Teillier no sólo el encanto maravilloso e inconfundible de su gran poesía, sino la creación de un nuevo sur, que se agrega, por supuesto, al que había instaurado a comienzos de siglo, Neruda y Juvencio Valle, poeta éste de los bosques y de los pájaros. Pero el sur de Teillier es un sur mítico, mágico, poblado de nostalgia, pero a la vez hecho de historia y de la crónica, aunque detenido en una pureza infantil, pero a la vez cruzada por el dramatismo de la vida, por su amor por los seres marginales, por los bebedores que se esconden de sí mismos, de un pasado que nos ayuda a vivir, transformar y comprender un mundo nada de idílico. Igualmente Teillier ha valorado y comprendido el aporte espiritual de los mapuches que le viene de los colonos franceses en la Frontera. Basta recordar el poema "Pascual Cona recuerda":

Conozco las estrellas:
la estrella-carreta, el corral del ganado
el tirador, el rastro del avestruz, el boleado
el montón de papas o ¡a gallina con polvos,
el pellejo oscuro, el camino de hadas.

En este sentido, su valor no es sólo estético sino antropológico, cultural. El sur de Chile luego de la poesía de Teillier no es más el mismo: querámoslo o no, lo vemos a través de sus ojos, de su obra: ni los trenes, ni los bares, ni las casas, ni los indios, ni el paisaje son para nosotros ya realidades objetivas: están cargados y atravesados por su lírica. Veamos en el poema Crónica del forastero:

Vives frente al molino,
La mañana está llena de carretas cargadas de trigo hasta el cielo.
El polvillo de la molienda inunda el patio.
los mapuches pacientes esperan vender su escaso trigo.

Por eso dice en otra parte: "Ninguna ciudad es más grande que mis sueños", y en un poema de Para un pueblo fantasma, publicado 24 años después de su primer libro, en 1978, su posición ante la vida permanece inalterable, tal como el poema citado al comienzo.

Eso fue la felicidad:
dibujar en la escarcha figuras sin sentido
sabiendo que no durarían nada,
cortar una rama de pino
para escribir un instante nuestro nombre en la tierra húmeda
atrapar una plumilla de cardo
para detener la huida de toda estación.

Teillier democratizó la poesía, hizo participar en este banquete a los más sencillos de espíritu y de conocimiento: a jóvenes y hombres y mujeres de todas las edades. Leer la obra de Teillier es entrar a un mundo del que cuesta salir, pues luego el nuestro nos parece más precario y lúgubre, ahora más que nunca, pues volvemos a una realidad donde cada vez más añoramos la calma y sustancia de la vida de aldea y de ese otro universo intangible, pero perenne, de ese pasado que como dijo otro poeta: "es como un país extraño, donde suceden las cosas de otra manera".

 

En Trilce nº 1, junio 1997. Concepción.

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile