Columna de opinión del Rector Ennio Vivaldi

Reforma educacional, integración y cohesión

Reforma educacional, integración y cohesión

Si el país quisiera que la discusión sobre los grandes temas políticos se hiciera en función de una visión elevada de objetivos trascendentes, entonces hay pocos ejemplos mejores que lo que debiéramos esperar del debate sobre la reforma educacional, por cuanto ella atañe a un interés tan importante como es integrar y cohesionar a la nación.

En todo el mundo, uno de los principales objetivos de la educación pública, si no el principal, es permitir que cada sala de clases sea un microcosmos que anticipe el país en el cual los niños y jóvenes habrán de vivir, incorporando los valores definitorios de la sociedad, tales como democracia y respeto por la diversidad. En nuestro país, la segregación observable en la sociedad es amplificada por un sistema educacional que, peligrosamente, la reafirma y perpetúa. Para muchos jóvenes el ingreso a la Universidad constituye, si esta es, como la nuestra, una de las que así lo permiten, la primera oportunidad de relacionarse y conocer jóvenes de otra extracción socioeconómica y cultural. La idea de que los habitantes de un país se conozcan tempranamente persigue reemplazar el prejuicio por el juicio. Nuestra calidad de vida sería mucho mejor si quienes provienen de condiciones sociales diferentes no se sintieran tan ajenos y distantes entre sí. Sin duda, la temprana segregación juega un rol en que nuestra convivencia de chilenos se vea hoy erosionada por el miedo al otro y la desconfianza.

En los países con discriminación racial había un costo enorme para el Estado que debía instalar todo un sistema represivo, dos franjas destinadas a no rozarse: una blanca y otra negra. En Chile, las políticas de financiamiento y selección de estudiantes promueven una gradiente de angostas franjas grises en la cual cada segmento debiera esforzarse por mantener a raya al segmento inferior. En efecto, cabe preguntarse qué es lo que intentan vender los establecimientos a las familias, al diferenciarse mediante mayores precios y promesas de selección. Hasta aquí, si algo está demostrado, es que lo que los establecimientos subvencionados venden no es una educación intrínsecamente mejor, donde la escuela sea una contribución adicional a los beneficios que reporta el nivel socioeconómico mayor que es el que, en primera instancia, permite asistir al colegio más caro. Parecería entonces que lo que se cobra es la prerrogativa de que los hijos no se mezclen con niños de un nivel socioeconómico inferior. Si esto fuera así, Chile habría alcanzado un récord inédito en materia de subsidiariedad del Estado, a saber, que los ciudadanos, en cuanto consumidores, deban pagar con sus propios medios no sólo por la salud, la educación o la jubilación, sino también por la segregación. Un segundo corolario es que el estado no sólo permite la segregación social en nuestro sistema educacional, sino que la promueve mediante el financiamiento compartido y la subvención del lucro.

En cuestiones como ésta, antes de hacer exigencias a las familias, un país debe primero demandar de sus líderes políticos una priorización clara de los objetivos de bien común que se persiguen. Si entre todos nos proponemos generar una nueva educación pública para lograr un país más integrado, cohesionado y fraterno, difícilmente aquello dejaría de concitar una auténtica y bienvenida concordancia. Por otra parte, todo gobierno debe asumir las consecuencias de las políticas de Estado precedentes, por lo que el camino a un nuevo orden educacional debería procurar seguridad y confianza las familias, así como un trato justo a quienes se incorporaron como inversionistas en el sistema subvencionado. Pero la mirada con la cual proyectemos el sistema educacional público debe ser tan elevada como sea necesario para que resulte amplia, avizora y extendida. Por decirlo de algún modo, en materia de educación lo que definitivamente no se puede permitir es que el pasto no deje ver el bosque.