Columna de opinión:

Ley Corta Anti Delincuencia. Un mal legado

Ley Corta Anti Delincuencia. Un mal legado
El profesor Claudio Nash, coordinador académico de la Cátedra de Derechos Humanos.
El profesor Claudio Nash, coordinador académico de la Cátedra de Derechos Humanos.
Durante este año se realizaron diversos "cacerolazos" en protesta por el fenómeno de la delincuencia, a lo que el gobierno respondió, entre otras cosas, con esta iniciativa legal.
Durante este año se realizaron diversos "cacerolazos" en protesta por el fenómeno de la delincuencia, a lo que el gobierno respondió, entre otras cosas, con esta iniciativa legal.

El Congreso acaba de aprobar la denominada “ley corta anti delincuencia” que ha sido presentada a la ciudadanía como una mejora sustantiva de los instrumentos con los que cuenta el Estado para enfrentar la delincuencia y así mitigar la “sensación de inseguridad” que sufre la población. Afortunadamente, la ley aprobada no incluyó un aspecto que causó gran impacto en los medios de comunicación y que se denominó como “ley mordaza”, pero sobrevivieron otros aspectos tan graves como este intento por limitar la libertad de expresión.

Esta iniciativa legal ha sido objeto de una serie de críticas desde distintos sectores sociales y académicos.  El Instituto Nacional de Derechos Humanos ha señalado que esta normativa es “inaceptable en un estado democrático de derecho”. Asimismo, académicos de Derecho Penal de distintas facultades de derecho han señalado que la “propuesta del Ejecutivo presenta una mirada reduccionista y neoconservadora del fenómeno delictual”.  

Frente a estas críticas, quienes han liderado la defensa de esta ley, han señalado que las aprensiones son injustificadas ya que lo único que busca la ley es dotar de mejores instrumentos a las policías para el “combate contra la delincuencia” y que la sociedad debe confiar en que la autoridad hará un buen uso de estas atribuciones. Es decir, el gobierno y los legisladores le piden a la sociedad que confíe en que la policía hará un buen uso de la facultad de allanamiento sin orden judicial ni estando ante un delito de flagrancia; de la facultad para  controlar la identidad de las personas e incluso de retenerlas sin orden judicial y sin constancia alguna de que hayan cometido un delito; entre otras cuestiones.

Desde el punto de vista de los derechos humanos, esta ley tiene un serio problema en tanto consagra un sistema que permite, facilita y fomenta el uso discrecional por parte de la autoridad de medidas coercitivas que atentan explícitamente contra el derecho de las personas a no ser privados arbitrariamente de su libertad ni de sufrir la injerencias arbitrarias del Estado en el ámbito privado. Esto sin que exista una causal lo suficientemente poderosa para justificar una restricción del derecho a vivir una vida libre de intervención estatal. Ambos derechos se encuentran consagrados constitucionalmente y se encuentran protegidos por la normativa internacional a la que se ha obligado, voluntariamente, el Estado de Chile.

El problema de fondo de la ley aprobada es el espacio que abre a la arbitrariedad, que siempre es una compañera fiel de la discrecionalidad. En la medida que los espacios de discrecionalidad aumentan -y lo que hace esta ley es precisamente aumentarlos-, el riesgo de situaciones de arbitrariedad aumenta. La arbitrariedad ha sido entendida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos como medidas de privación de libertad que aunque legales, pueden ser calificadas como “irrazonables, imprevisibles, o faltas de proporcionalidad”.

El sustento de esta normativa que, a juicio del gobierno y los parlamentarios que la aprobaron, es suficiente como para asumir los riesgos ya señalados, es que esta ley enviaría un “mensaje” claro a la sociedad y a quienes están dispuestos a incurrir en actos delictuales, de que el Estado va a reaccionar con toda la fuerza frente a los delitos contra la propiedad. Esta es una falacia. Lo que hay tras esta medida es lo que se ha denominado “populismo punitivo”, esto es, adoptar medidas sancionatorias o que aumentan la capacidad sancionatoria del Estado, aun sabiendo que estas no tendrán ningún efecto práctico. Este mensaje es completamente ineficiente y medidas como el aumento de penas o establecer mecanismos que llevan necesariamente a la privación de libertad como única respuesta estatal frente al delito, han probado su ineficacia históricamente.

Para evaluar la efectividad del “mensaje” que envía la ley, podemos hacer el siguiente ejercicio metal: el grueso de la población piensa que esta ley no les va a afectar, sino que va a afectar a “otros”, fundamentalmente sectores pobres y marginales de la sociedad; estos sectores pobres y marginados, a su vez, piensan que esta ley tampoco les va a afectar porque está dirigida a “otros”, estos son, los delincuentes; los delincuentes, por su parte, pensarán que esta ley tampoco los va a afectar a ellos, sino que afectará a “otros”, estos son los novatos, los incautos, los no peligrosos; y estos, pensarán que la ley a quienes va a afectar será a los migrantes, a los “otros”, que son distintos por su color de piel, por su acento. Esta es una espiral de prejuicios y estereotipos que hacen completamente inútil cualquier impacto preventivo que se busque con una ley de este tipo. Esta ley se sustenta en la tendencia de que hemos sido testigos los últimos años a nivel mundial, donde por obtener mayor seguridad estaríamos dispuestos a ceder derechos, pero fundamentalmente, estamos dispuestos a ceder los derechos de los “otros”.

Estamos, por tanto, ante una ley que devalúa la idea de derechos humanos; impide la plena garantía de los derechos de libertad individual e intimidad; que no entrega herramientas eficientes para el control de la delincuencia; y, que tampoco genera un mensaje eficiente desde el punto de vista preventivo general. En definitiva, la ley aprobada por el Congreso no solo tiene deficiencias desde el punto de vista de la garantía de derechos consagrados constitucional e internacionalmente, sino que además es una ley inútil, salvo para seguir llenando las cárceles del país.

El legado, en definitiva, es una normativa que pasará a la historia por la constatación que a un cuarto de siglo de la recuperación de la democracia, un gobierno que se autodefine como progresista y transformador, optó por el camino fácil ya conocido, “más y peor represión”.