Para Carol Arcos, que no está en Chile y quiere saber sobre la actual protesta ciudadana

Carta de Grínor Rojo

Sí, hoy día, el 8 de noviembre de 2019, cuando las aguas aún no se aquietan en Chile, los políticos profesionales comienzan a afilarse las uñas para, como de costumbre, pescar a río revuelto. Los de la antigua Concertación, socialistas, radicales y PPD, ya salieron con una serie de propuestas, reforma de pensiones, plebiscito para una nueva constitución, fijación de precios de medicamentos, alza del salario mínimo, rebaja de la dieta parlamentaria, transporte público gratis para los adultos mayores y reforma tributaria, que ellos esperan "conversar" con el gobierno y sus partidos (los democratacristianos miran desde el otro lado de la cerca, a ver si a ellos les reditúa sumarse también a esta empresa). Me pregunto: ¿por qué no hablaron de eso antes? Tal como yo la veo, aunque haya personas que me aseguran que la historia no se repite, la circunstancia por la que hoy atravesamos tiende a una repetición de lo mismo que se hizo en la agonía de la dictadura, entre 1982 y 1986. Protestas populares que acabaron siendo cooptadas por los políticos profesionales, los de la que iba a constituir la futura Concertación, y posteriormente negociadas, en aquel entonces con la dictadura y hoy con el gobierno de Sebastián Piñera. Mientras tanto, se espera a que la energía popular decrezca, y que finalmente vayamos a parar al mismo sitio o a uno que es similar al previo al reventón. Es un dilema de la práctica política, pero también es un dilema teórico. Los movimientos sociales son, por definición, heterogéneos, inorgánicos y efímeros. Y por ahí es por donde entran a picar los políticos profesionales, ofreciéndoles al gobierno y al pueblo las bondades de su “ciencia” para homogenizarlos, alinearlos y salir así del atolladero. Al movimiento se le advierte entonces que esa es la única manera de lograr y consolidar sus aspiraciones, dentro del marco de un Estado de derecho (mejor dicho: la única manera de lograr y consolidar una parte de esas aspiraciones. Una reforma de las AFP que no las elimina... Un salario mínimo de 350 mil pesos que en realidad es de menos de trescientos… Una constitución nueva que se reduce a otra serie de “reformas”, las que puede que innoven pero no cambian los fundamentos del Estado neoliberal..., etc.), y que lo mejor que puede hacer es aceptar la oferta. El costo es, por supuesto, la pérdida del control popular sobre las demandas y, por consiguiente, también de la potencia original del movimiento mismo. ¿Cómo escapar a esta trampa? 

El dilema teórico lo han planteado muchos, de muchas maneras pero que acaban desembocando en el mismo sitio. Me refiero a la relación entre la “masa” de los desapoderados y quienes la conducen, esto es, a la relación entre los que experimentan el abuso cotidianamente, los “proletarios”, los “subalternos”, el “pueblo”, la “multitud”, o como quiera llamárselos, y los que se declaran listos y prestos para “representarlos”. Fue el problema de Georg Lukács en el capítulo final de su Historia y conciencia de clase, donde él trató de hacer compatibles los términos del binomio que componen la conciencia “en sí” (la silvestre, diríamos) y la conciencia “para sí” (esta última la conciencia silvestre que por fin ha descubierto y se ha posesionado del nicho que le corresponde ocupar en el espacio público y el que nada sorprendentemente coincide con el que le asigna la ciencia de los líderes). Más tarde, menos consentidor que Lukács, Jacques Rancière se atrevió a sostener, en El filósofo y los pobres, que con la intermediación del partido la clase proletaria simplemente desaparece. Si Rancière estaba en lo cierto, en la jerga de moda en la actualidad habría que decir que dadas tales circunstancias la “clase proletaria” es remplazada por la “clase política” o, al menos, por un sector de ella. 

En cuanto a América Latina, Álvaro García Linera, quien ha dedicado mucho de su trabajo intelectual posterior a su ascenso a la vicepresidencia de la República Plurinacional de Bolivia a la cuestión del Estado, como lo hiciera antes que él su compatriota René Zabaleta, se dio cuenta/se dieron cuenta de que particularmente en ese país la aplicación de la doctrina contractualista no era más que una ficción (“Estado aparente”, lo llamó Zabaleta, siguiendo en eso a Gramsci). Pero el dilema subsiste y para García Linera con características dramáticas: él está hoy a la cabeza del Estado y de un Estado que debería, en su opinión, “representar a todos, pero sólo puede constituirse como tal, si lo hace como un monopolio de pocos”1. Para el pensamiento de un intelectual progresista, que ha dedicado su vida a luchar en favor de los indígenas bolivianos y, lo que es más importante, a luchar en favor del derecho que estos tienen a hallarse presentes (repito: su derecho a hallarse presentes, no representados) en las estructuras de poder, el problema es ciertamente de fondo y para enfrentarlo García Linera propone un Estado entendido y asumido a la manera de Nikos Poulantzas, como una “condensación de una correlación de fuerzas”. 

El corolario de esta propuesta es la impugnación y el desahucio de la idea marxista vulgar del Estado como una “cosa de otros”, a la que los revolucionarios “conquistan” para hacerla así de ellos, que fue la meta del sector mayoritario de la izquierda del siglo XX cuando esta tuvo que lidiar con el problema de la toma del poder, lo que para esa izquierda se reducía a la toma y ocupación del Estado. En la opinión de Poulantzas y de García Linera, ese es un camino erróneo, que produce un divorcio entre el pueblo y sus líderes y que acaba conduciendo a un “socialismo de Estado” (cuando no, a un “capitalismo de Estado”), que fue la fórmula boliviana post revolución del 52, que fracasó rotundamente, como también lo hizo en la Unión Soviética y demás países de su zona de influencia. Argumenta García Linera en vista de ello que “Si como sostienen el reformismo y el ultraizquierdismo, el Estado es una máquina monolítica al servicio de una clase y, encima, el garante de la dominación ya consagrada, entonces no existe un espacio para la posible liberación a partir de los propios dominados”2.

Difícil plantear el problema con mayor claridad. La posición política de este progresismo del siglo XXI, respecto de la relación entre el pueblo y sus líderes, no puede mantenerse presa de un dilema que no tiene solución en los términos de la democracia representativa clásica, y menos aún en Latinoamérica. Es preciso por lo tanto encontrar una vía distinta. El pueblo por sí solo, explotado, humillado, agraviado, se rebela, pero su rebeldía es heterogénea, es inorgánica y tiende a debilitarse con el transcurso del tiempo, aunque sea él, y solo él, el que tiene la experiencia concreta de la explotación, la humillación y el agravio. Del otro lado, el liderazgo que se ofrece para representarlo, en el sindicato, en el partido y por último en el Estado, se declara a sí mismo como un liderazgo poseedor de la “ciencia” emancipadora, pero la aplicación de esa ciencia que él posee va a generar inevitablemente distorsiones en la experiencia de los representados. ¿Un partido de masas, que se abra a la incorporación del todo social, considerando que el partido representa, axiomáticamente, sólo una parte de ese todo? ¿Un sindicato, que defiende los derechos de estos trabajadores y no los de esos otros, porque para ello fue creado? ¿Un Estado, que, aunque presuma de representar al todo social, de ser el resultado de un “contrato social” entre los ciudadanos, es, en realidad, como lo supieron Hegel y Marx, “misterioso” (Hegel) o una “comunidad ilusoria” (Marx)?

En Chile, estamos hoy en ese punto: admirados con las protestas de un pueblo en rebeldía y que tiene muy buenas razones para protestar, pero cuyas demandas están tratando de ser cooptadas una vez más liderazgos de variado pelaje cada uno de los cuales se arroga la condición de ser capaz de traducir la experiencia del pueblo a su ciencia y de canalizarla posteriormente a través de su práctica. ¿Cómo tragarse este argumento, cuando sabemos, porque lo hemos sufrido en la gestión de la Concertación y sus descendientes, las dimensiones de la falacia? Lo de García Linera es interesante y digno de consideración sin la menor duda, pero ocurre que el Estado boliviano del que él es vicepresidente y que teóricamente debiera ser el de la poutlanziana condensación de una correlación de fuerzas, está en la práctica siendo cuestionado por no serlo y desde múltiples frentes, incluido aquel que a García Linera parece interesarle más y que es el del mundo indígena. 

Pero, a pesar de todo, yo creo que las dificultades en la práctica no tienen que invalidar la teoría y disuadirnos de ensayar mejores posibilidades de hacerla efectiva. La posiciones del postmodernismo spinoziano de la “multitud” o las del anarquismo individualista, el que rechaza cualquier forma de organización, son contraproducentes. Subsiste por eso la percepción en el filósofo, que a mí me parece correcta, de que debe existir un organismo que lidere, cualquiera que éste sea, pero en esta oportunidad uniendo a esa percepción el convencimiento de que dicho organismo ha de ser estrictamente fiel a la experiencia de los liderados. Más precisamente: que el hiato entre la experiencia de los liderados y la ciencia de los líderes debe, si es que no eliminarse por completo, reducirse al mínimo.  

Por lo tanto, respecto de este Chile que hoy protesta yo creo que la única desembocadura honesta que tiene su insumisión es una asamblea constituyente en la que los diferentes segmentos que constituyen la comunidad nacional estén presentes y se articulen ellos mismos para escribir un documento que los satisfaga. Cualquier otra estrategia, como el ofrecimiento de “reformas constitucionales” por parte del gobierno o el de una “nueva constitución” cocinada en el congreso por los partidos políticos, emanadas en ambos casos desde los salones del poder instituido, será antidemocrática y estará expuesta a la acusación de falseamiento. 

En el caso de la política de la derecha, es claro que este no es un problema, en la medida en que para esa política el hiato en cuestión es algo “natural” y “deseable”. A unos les toca mandar y a los otros les toca obedecer. La distancia que media entre la superioridad de unos poco y la inferioridad de os muchos es para ella insalvable porque es un dato de la naturaleza y al que por lo tanto no sólo no tiene sentido combatirlo sino que combatirlo es nada menos que un acto contra natura y que amerita ser castigado “con todo el rigor de la ley” (por eso también el objeto de la ciencia de la derecha, por ejemplo el objeto de la ciencia económica neoliberal, no es otra cosa que la experiencia ideológica de la propia burguesía, una experiencia que para ella se identifica con el orden incontrarrestable de la realidad). Esto quiere decir que cuando un gobierno de derecha llama a la participación del pueblo en “cabildos ciudadanos” está mintiendo necesariamente. La verdad es que a esos gobernantes la opinión del pueblo les importa un rábano y menos todavía cuando se trata de la derecha fascista (en este caso, del poder que en circunstancias de necesidad la derecha le habrá entregado a la mano dura de un  führer preferentemente de apellido alemán). Para ellos, no es asunto del pueblo tener opinión. El asunto del pueblo no es otro que reconocer correctamente a quien o a quienes ejercen el mando por derecho natural, porque Dios o la naturaleza les encomendó la tarea de conducir, y en otorgarles por eso la totalidad de su confianza.

En cambio, en los reductos de la izquierda tradicional nos encontraremos con la admisión de que el hiato no sólo no es natural ni divino, sino que es humano e indeseable, pero que tampoco hay manera de eludirlo. En estas condiciones, considera esa izquierda tradicional que, siendo su ciencia superior a la experiencia del pueblo, pudiendo ella darle por eso a lo “informe” de la experiencia popular una “forma” adecuada, su deber es constituirse en la guía de sus acciones. También desde ahí se nos se proponen cabildos, pero con la promesa de que las ideas que de ellos provengan van a ser escuchadas, de que las proposiciones del pueblo serán tenidas en cuenta por los expertos que van a encargarse finalmente de redactar el texto de las conclusiones en otra parte. Vemos pues que la gran diferencia entre esta ciencia de la izquierda tradicional y el mandato natural o divino de la derecha es que la izquierda tradicional admite que el pueblo puede tener opinión, pero que es ella la que tiene la capacidad de traducirla aun más allá de la voluntad de los traducidos. Incluso más allá de sus deseos íntimos. Es como el cuento del marido que le dice a su mujer que él sabe mejor que ella lo que ella quiere y necesita. En este escenario, lo más probable es que los deseos del pueblo no difieran para nada de la ciencia del traductor.  

Ni una cosa ni la otra, entonces. No a las reformas constitucionales que prepara el gobierno y no los artificios espurios que proponen los partidos de la izquierda tradicional y cuyo domicilio sería el congreso. En cambio, una asamblea constituyente de verdad, en la que los múltiples segmentos que integran el todo nacional participen, pero como lo que son, con sus diferencias, y que de esa manera busquen ellos mismos la forma de articular sus demandas democráticamente y de producir, a partir de esa articulación, un nuevo pacto social, una nueva carta política y, ojalá, también una nueva sociedad.      

1 Álvaro García Linera. “Del Estado aparente al Estado integral”. Discursos en la recepción del doctorado honoris causa por la Universidad de Córdoba, el 25 de octubre de 2012. 

2 Álvaro García Linera. Estado, democracia y socialismo.