Discurso Dr. Frago Gracia: "Entre América y España, el vínculo de la lengua

Dr. Frago Gracia: "Entre América y España, el vínculo de la lengua"

         Un preámbulo necesario

         En este acto solemne debo manifestar el sentimiento que me embarga al verme honrado por la mayor distinción académica que una Universidad puede otorgar, título que sobradamente colmaría los anhelos de cualquier estudioso, y con el que como americanista ni siquiera hubiera soñado. Razón es, pues, Señor Rector, que me sienta abrumado por la generosidad de que esta Casa de Estudios conmigo ha usado. Añade emoción a mis palabras el que en ella enseñe e investigue el profesor Alfredo Matus Olivier, a quien conocí en la hispalense Escuela de Estudios Hispanoamericanos en el ya lejano 1988, cuando entre nosotros fraguó una amistad que se haría fraterna, motivo y regalo de mis repetidas visitas a una Casa de Bello, donde más que dar lecciones yo he aprendido mucho, de Chile y de América.

         Siempre me atrajo, además, la señera figura de don Andrés Bello, gigante de la cultura americana del siglo XIX, fundador y primer rector de la Universidad de Chile, preocupado por la educación como medio de elevar el nivel social del pueblo y el progreso de la nación. De sobras conocido es su papel normalizador de la lengua en el nivel culto y su empeño en el mantenimiento de la unidad del español. En su discurso inaugural, para "el programa de la universidad en la sección de filosofía y humanidades" apunta esta convicción suya: "el estudio de nuestra lengua me parece de una alta importancia". Pues bien, si, como dejó escrito Cervantes, "la pluma es lengua del alma", de gran nobleza lingüística fue la de Bello, cuyo influjo aún se siente vivo aquí.

 

América hallada para la lengua española

La publicación en Barcelona, el mes de marzo de 1493, de la carta que desde Lisboa había despachado Colón a la corte de los Reyes Católicos a su arribada del viaje del Descubrimiento, con las varias ediciones que del admirable texto epistolar inmediatamente salieron  de imprentas europeas, suscitó en el viejo mundo extraordinario interés por todo lo que rodeaba a tan prodigioso hallazgo. El navegante genovés recordaría más tarde en memorial de agravios que "acá se dudaba y decía que esta empresa era burla", y no es de extrañar que estuviera enhebrada en el sustantivo maravilla, en el adjetivo maravilloso y en el adverbio maravillosamente aquella su misiva, verdadera carta de naturaleza, o fe notarial, del nacimiento de un mundo nuevo. Nuevo mundo que cambió la cosmovisión de los habitantes del viejo, como mudaría sus hábitos alimentarios, la agricultura, la circulación monetaria, el comercio, y tantas facetas más del progreso y bienestar de la humanidad, de manera que podemos estar seguros de un hecho cierto, y es que la vida de los que hoy habitamos este planeta no sería igual, sino mucho peor, de no haberse descubierto este continente. América fue causa permanente de fascinación en Europa, imaginada incluso como el sitio mismo del paraíso terrenal, mito que aún alienta en el efusivo anhelo, "¡quién pudiera estar con v.m. un solo día en el más maravilloso de los paraísos!", con el que Linneo despide a su discípulo Loefling a punto de partir hacia regiones todavía incógnitas del Orinoco. Y, con conocimiento presencial de estas tierras, coetáneamente el  jesuíta español Murillo Velarde comenzaría su Geographía de América con el admirativo "¡Parece sueño el descubrimiento de las Indias!".

Pero si el Descubrimiento, palabra que con mayúscula ha de reservarse para el colombino, notoriamente cambió el conocimiento que el europeo del mundo hasta entonces tenía, sus consecuencias fueron de mucho mayor  calado en España, por la conmoción que para sus gentes supuso, en expectativas y sueños de aventura nunca antes sentidos. En Andalucía sobre todo, región desde el principio protagonista del encuentro entre España y América; puerta y puerto del trato transatlántico llamaría en estos versos Lope de Vega a la Sevilla que en el Guadalquivir, a los pies de la Torre del Oro, contemplaba el incesante trajín de marinería, viajeros y mercancías llevados y traídos en azarosos viajes y tornaviajes:

                   Esta es una puerta indiana

                   que pare tantos millones,

                   puerto de varias naciones,

                   puerta para todos llana.

                   Toda España, Italia y Francia

                   vive por este Arenal,

                   porque es plaza general

                   de todo trato y ganancia.

Pues bien, ya en 1524 había advertido el humanista cordobés Hernán Pérez de Oliva que "antes ocupábamos el fin del mundo y ahora en medio, con mudanza de fortuna que nunca otra se vido", y con semejante argumento razonaría en 1560 el sevillano Tomás de Mercado, para quien "soliendo antes Andalucía y Lusitania ser el extremo y fin de la tierra, descubiertas las Indias, es ya como medio". Así, la expansión descubridora y conquistadora de España al otro lado del Atlántico atraería a los nuevos territorios un torrente migratorio con participación de todas las regiones españolas; pero en el siglo XVI, el fundacional del español americano, con predominio de andaluces, numéricamente seguidos de extremeños y noroccidentales, llegados al puerto hispalense por la hispanorromana Ruta de la Plata. Sobre este fenómeno migratorio escribía en 1617 el castellano viejo Suárez de Figueroa, agudo observador de situaciones y costumbres, y de la diversidad lingüística, asombrado de las ansias del pueblo bajo sevillano por pasar al Nuevo Mundo y de su pasmosa habilidad para lograrlo: "Admira --dice en El Pasajero-- la facilidad con que se embarcan, sin más recámara y provisión que una camisa, para tan largo viaje como es el de Indias. Apenas se despiden de sus casas, pues con decir "¡ahí me llego!", parten a Tierra Firme".

Con la mayor oportunidad se dilataban los horizontes del antiguo castellano, cuando, conseguida la unidad de España y extendido por la mayor parte de su porción peninsular, se había hecho presente en las Canarias, en el mismo rumbo que muy pronto seguiría la Carrera de Indias; de donde "provino darle a estas Islas el renombre de Americano Puente", como acertó a decir el ilustrado isleño Dámaso Quesada y Chaves. Pero el agrandamiento de su dominio no solo sería geográfico, sino también demográfico merced a continuos aportes migratorios vivificados por la fértil savia americana, hasta el punto de que antes de que el siglo XVI terminara, predominaban los criollos en la población hispanohablante de América, y, lo que es oportuno señalar, con varios de los principales rasgos que desde entonces han identificado al español de este continente.

Las cosas para esta nuestra lengua cambiarían radicalmente, pues lo que a finales del siglo XV y principios del XVI eran fenómenos minoritarios, como el seseo y la pronunciación relajada o aspirada de la /x/, han llegado a ser propios de la mayoría de sus hablantes, aunque la cuestión diferencial no se reduzca ni mucho menos al fonetismo. Esto fue así porque el descubrimiento de América vino a quebrar viejos márgenes dialectales a un español trasplantado en régimen de plena solidaridad interregional. Efectivamente, su diversidad diatópica, que en España apenas sufriría mudanzas, en el nuevo solar indiano se entremezcló, igual que los emigrados de todas las procedencias se hicieron convecinos, rompiendo así los moldes del particularismo originario. Y la nivelación de las diferencias dialectales de la emigración tejería la urdimbre fundamental del español de América.

 

Un patrimonio esencial del universo hispánico

En palabras de Andrés Gallardo, Neruda, "íntimamente chileno, latinoamericanista casi furibundo, políticamente de militancia tan férrea como cuestionada, es, sin embargo, un habitante plenamente cómodo de la lengua castellana, más allá de toda inseguridad, ajeno a todo prejuicio, "latinoamericano, español de raza y de lenguaje", como se definía en los recuerdos de Para nacer he nacido. Neruda se asume, simplemente, como un poeta chileno de la lengua castellana común, puente de identidad y de energía creativa". En su Oda al diccionario, para él «perpetuidad viviente / de la esencia, / granero del idioma», el laureado poeta dedica cincelados versos a la esencial unión en el español de los dos mundos:

                  Y es hermoso

recoger en tus filas

 

la palabra

de estirpe,

la severa

y olvidada

sentencia,

hija de España,

endurecida

como reja de arado,

fija en su límite

de anticuada herramienta,

preservada

con su hermosura exacta

y su dureza de medalla.

 

 

Pero es en Confieso que he vivido donde Neruda afirmará con rotunda metáfora histórica una cierta condonación de la conquista por la herencia idiomática recibida, que asume hasta lo hondo de sus fibras más sensibles:

Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras.

 

Gabriela Mistral sería de la idea de Unamuno de que  "el conquistador de la América fue la lengua", verdad que ella ve manifiesta en la hispanización de la torrencial inmigración llegada a suelo americano desde todos los rincones del mundo. La nobel chilena, en ajustadas palabras, defendió el incuestionable hecho de que el hermanamiento entre americanos sobre todo se basa en su comunidad idiomática: "La maravilla de la semejanza, el toque de gracia caído sobre esos veinte pueblos, y de donde parten todos los bienes actuales y venideros de la unidad, hay que adjudicarla a la lengua" (Fiesta de la lengua española). Es, en fin, el sentido profundo que en su poema España Borges expresa:

                   Más allá de los símbolos,

                   más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios,

                   más allá de la aberración del gramático

                   que ve en la historia del hidalgo

                   que soñaba ser Don Quijote y al fin lo fue,

                   no una amistad y una alegría

                   sino un herbolario de arcaísmos y un refranero,

estás, España, silenciosa en nosotros.

 

Daría para un rosario interminable la recogida de testimonios como estos, demostrativos de que el americano vibra con la lengua española, que con toda razón tiene por suya y puede manejar con la mayor maestría: ya en 1881 no pecaba de excesiva exageración Sarmiento cuando presumía de que "es hoy un hecho conquistado que los mejores hablistas modernos son americanos, hecho reconocido por la Academia misma". Lo más importante, sin embargo, es que idéntico título de propiedad del español tenemos todos los que a uno y otro lado del Atlántico lo hablamos, solo que con los caracteres propios de cada dominio; en América, los resultantes de la nivelación dialectal, de los pasos innovadores que aquí se experimentaron, de las diferencias que le imprimieron su contacto con lenguas amerindias o el elemento africano y el extranjerismo, amén de lo que en este aspecto supondría su misma decantación según clases sociales. Lo que viene a reconocer Gabriela Mistral en La aventura de la lengua, donde afirma su "criollismo verbal" y confiesa: "no soy ni una purista ni una pura, sino persona impurísima en cuanto toca al idioma". Para a continuación añadir: "De haber sido purista, jamás entendiese en Chile ni en doce países criollos la conversaduría de un peón de riego, de un vendedor, de un marinero y de cien oficios más".

Efectivamente, los diversos modelos lingüísticos con igual derecho forman el español americano, riqueza compartida por cuantos en cualquiera de sus latitudes nos identificamos con una lengua que es inalienable motivo de unión interamericana y de relación con España. Sobre la que Bello en su Ortología soñaría con "ver generalizado entre los americanos el cultivo de nuestra bella lengua, que es hoy el patrimonio común de tantas naciones", y que en su Gramática proclamaría "medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes", siempre preocupado porque no se rompieran los vínculos lingüísticos con la antigua metrópoli. Y en la práctica así sería incluso para Sarmiento, a pesar de sus pujos segregacionistas, más ideológicos y sobre el papel que resultantes en modificación de la realidad idiomática.

 

         En la senda histórica del español americano

         La andadura del español de América durante el período colonial avanza en un escenario multiétnico y de contrastes culturales, sociológicamente condicionado por las refinadas costumbres de minorías criollas privilegiadas, por la vastedad geográfica y la penuria demográfica, son incontables las quejas como la de San Martín, sobre que "la mayoría de nuestro territorio es un desierto sin habitantes", y por las grandes distancias y las dificultades comunicativas, circunstancias todas ellas favorecedoras del aislamiento y del apego a la tradición.

         Los españoles no solo trajeron a América nuevas plantas y animales, las palabras en sus labios y las costumbres de su territorio, sino que con ellos también llegó el arte y el folclore heredado de sus mayores, todo aquí conservado fielmente, si bien pronto pasado por el tamiz criollo. No extraña, pues, que Alfonso Reyes dijera que "el ir a España fue para mí entrar más en México" y que "América es muy diferente de España, pero es el lugar del mundo que se parece más a España", si hasta el Cielito lindo de su país seguramente es variación de un viejo cantar peninsular. ¿Y qué decir del alfajor de todos los americanos, aunque no se elabore igual en todas partes? Los andaluces tenían el vocablo y la añoranza de la golosina navideña, que adaptaron a los productos de cada región indiana: ya cerca de la Independencia, el joven botánico burgalés Hipólito Ruiz anotaba que en el Perú "con miel, maní y otras semillas hacen alfajor de muy buen gusto".

         Por cierto, la historia de este término ofrece un meridiano ejemplo de nivelación del español trasplantado, pues alfajor, palabra propia de meridionales, muy pronto se hizo general en América, mientras a día de hoy continúa siendo ajena en buena parte de España. Lo mismo que sucedió con maceta, probable mozarabismo andaluz, ya usado por fray Bartolomé de las Casas y enseguida naturalizado en el español americano, mientras Cervantes en su Rinconete y Cortadillo aclaraba esta sinonimia diatópica: "un tiesto, que en Sevilla llaman maceta, de albahaca"; y maceta aún no se ha impuesto definitivamente sobre tiesto en las hablas populares de la mitad norte de la Península. Nivelación que consistía, pues, en que determinados particularismos regionales al otro lado del Atlántico acabarían haciéndose propios de emigrados de otras procedencias, y, claro está, de sus descendientes criollos. El proceso nivelador de interdialectalización marcó un hito en la configuración fonética de este español americano, con la generalización del seseo de andaluces y canarios, y el triunfo de su pronunciación velar relajada o aspirada, que apoyarían extremeños y castellano-manchegos. Por esta razón, y por muchas más, desde siempre sostengo que, así como la historia del español americano no puede hacerse con desentendimiento de la del de España, tampoco esta en rigor científico admite el olvido, ni siquiera el ligero punteo, de la gran variante americana, ya con cinco siglos de existencia.

         En 1980 Guillermo L. Guitarte se lamentaba de la escasa atención que el español americano en su vertiente histórica había recibido, englobado hasta entonces como un mero apéndice de las historias de la lengua española, y de las dialectologías hispánicas añadiría yo:  "parecería --abundaba el filólogo argentino-- que sigue teniendo vigencia el dicho de Hegel: América, el continente sin historia". En su opinión las dos causas del atraso que en tan importante materia de estudio denunciaba, consistían en la falta de investigaciones basadas en documentación de archivos, y "el no haber una referencia concreta de los hechos lingüísticos a las específicas condiciones de la historia americana de aquellos años". Pero todavía caben más explicaciones del penoso estado en que el americanismo diacrónico hace tres o cuatro décadas se encontraba, y del alejamiento, cuando menos cultural, entre españoles y americanos.

         Una de ellas, y no venial, era más bien cuestión de sentimintos e ideas preconcebidas o tópicas, y Alfonso Reyes repartía el pecado entre americanos y españoles, aunque no tengo duda de que a España le correspondía la mayor parte de la culpa de tan incomprensible situación. Ya Unamuno a su amigo mexicano, quien plenamente convencido estaba de que el español debe tener siempre una ventana abierta hacia América, le confesaba: "Aquí hay una estudiada e indiferente resistencia a todo lo que nos viene de los países allende el océano que hablan español", y la cosa de muy lejos venía, si nos atenemos al recuerdo que Sarmiento guardaba de su conversación con académicos en Madrid, allá por 1846, cuando discutía de ortografía con ellos "i la sonrisa del desdén andaba de boca en boca rizando las estremidades de los labios", sospechando el argentino el pensamiento de aquellos sesudos hombres de letras: "¡Pobres diablos criollos, parecían disimular, quién los mete a ellos en cosas tan académicas!". Hubo proyectos americanistas, que infelizmente no se cumplieron, pero también durante demasiado tiempo hierática desafección hacia el hecho diferencial: piénsese que la Academia, desde la primera edición de su diccionario hasta la de 1869, había definido el seseo en términos estrictamente fonéticos, y, con radical e injustificable giro, desde 1884 le añade la desfavorable connotación de "vicio" de pronunciación, así hasta 1970. La preeminencia absurdamente atribuída al castellano norteño por desfasadas hidalguías de nacimiento constriñeron mentalidades de académicos, escritores y filólogos, restando atención no solo al español americano, sino a las modalidades españolas meridionales, apartadizas del castellano viejo.

 

         Algo de método

         Imprescindible es saber qué español se llevó a América, para con criterio de historiador entender la evolución que siguió en su nuevo destino. Que nuestra lengua en la Península era una y variada, los mismos escritores áureos de continuo lo certifican, así Cervantes en este pasaje del Quijote: "A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino unas raciones de pescado que en Castilla llaman abadejo y en Andalucía bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela". No obstante, quedaba por llenar  la laguna de saberes históricos sobre el andaluz y el canario, en demasía descuidados hasta no hace mucho, siendo como son dialectos que dejaron acusada impronta en la fisonomía del español de América, de manera especialmente protagonista el primero durante el siglo XVI. Documentalmente he buscado probar la existencia de estas hablas meridionales con sus principales características antes de que tuviera lugar el Descubrimiento, lo que, me atrevo a pensar, ha ayudado si no a suprimir del todo el debate sobre el andalucismo del español americano, sí a rebajar el ardor de la contienda dialéctica, con frecuencia rayana en el bizantinismo. El andaluz, reforzado por el canario, influyó no poco en la constitución de la lengua común en esta tierras americanas, en unas con marcas más profundas que en otras.

         Es claro, por otro lado, que una lengua de colonización no podía ser copia de la metropolitana, menos aún en el caso del español, que a América llegó con diversidad dialectal necesitada de una componenda sociolingüística, el proceso de nivelación de que he hablado. Y esta lengua sufriría el condicionamiento de las enormes distancias, de la escasez de población y de su dispersión rural, de la fijación de los núcleos urbanos en zonas costeras o a lo largo de las principales vías de comunicación, terrestres y fluviales, y de las dependencias políticas y administrativas. En buena medida varios de estos factores de la realidad americana favorecieron el apego a la tradición de las comunidades criollas, lo cual ya fue intuído por Sarmiento. Efectivamente, en la Vida de Facundo Quiroga cuenta que revisó su por entonces última edición "el hablista habanero Mantilla, hallando poco que corregir de las anteriores, y, según dijo, llamándole la atención la ocurrencia frecuente de locuciones anticuadas, pero castizas, que atribuía a mucha lectura de autores castellanos antiguos". Y el tucumano, que ya había deplorado "la soledad del Río de la Plata",  aclara: "No siendo esta la verdad, indiquele como causa que, habiéndome criado en una provincia apartada y formádome sin estudios ordenados, la lengua de los conquistadores había debido conservarse allí más tiempo sin alteraciones sensibles, lo que corroboraba yo con muchos hechos, y aceptaba él como plausibles".

         Pues bien, la voz sopaipa nos ofrece un buen ejemplo de lo que fue la aclimatación del español a la realidad americana. Aquí cambió parcialmente de forma mediante un diminutivo lexicalizado (sopaipilla), y varió semánticamente, pues la fruta de sartén así llamada no es idéntica a la de origen; aquí se conservó con más vitalidad que la palabra simple en la Andalucía de su procedencia; aquí se hizo propia de españoles de todas las ascendencias regionales, de criollos, de gentes de todos los colores, y en España continúa desconocida fuera de su isoglosa meridional; aquí se difundió en Perú, Chile, el Tucumán y Bolivia, señalando relaciones virreinales, expansiones chilenas al otro lado de la Cordillera y el discurrir de la Carrera Real. Y la variante chopaipa 'tortilla de calabaza', de Puerto Rico, es otra muestra de la diferenciación diatópica en América.

         No perderé tiempo en encarecer el valor de la documentación, imprescindible para el historiador que se precie, aunque cierto es que muy poco se recurrió a ella en los estudios españoles y americanos hasta hace treinta y pocos años. Con su auxilio, con el necesario conocimiento del marco extralingüístico en el que la lengua palpita, con su arraigo en el pasado y con sus innovaciones, se puede seguir con bastante seguridad el desarrollo del español en América hasta la hora de la Independencia, y comprobar que en los decenios iniciales del siglo XIX este español americano no distaba mucho de contar con los rasgos que hoy lo definen, lo que es bueno saber para poder explicarlo en su realidad presente con la debida sindéresis lingüística.

         Pero debo terminar mi dictado, Señor Rector, no sin antes reiterar mi profundo agradecimiento por el gran honor con que la prestigiosa Institución de su digno gobierno me ha agraciado, y de asegurarle que, en lo que mis fuerzas alcancen, procuraré estar a la altura de lo que la querida Universidad de Chile merece.