Discurso del Rector Víctor Pérez con motivo de la Inauguración del Año académico 2007 de la Universidad Alberto Hurtado

La inauguración de este Año Académico de la Universidad Alberto Hurtado coincide con la celebración de sus diez años de vida institucional, oportunidad en la cual se me ha entregado el especial honor de dirigirme a los alumnos de esta universidad en mi calidad de Rector de la Universidad de Chile.

Con esta significativa ceremonia hacemos un alto en nuestro diario quehacer universitario para embarcarnos en la nostalgia del pasado, en los diez años transcurridos desde que esta Universidad se incorporara a la pléyade de Corporaciones de educación superior de nuestro país, para realizar su aporte al proceso de formación de hombres y mujeres que en el día de mañana entregarán su hacer a la sociedad chilena, en busca de un mayor progreso y bienestar. Es la hora del recuerdo y del recuento, de lo que se realizó y lo que no fue posible, de los que comenzaron la tarea de construir un nuevo crisol de formación de ciudadanos para nuestra Patria y que hoy siguen en la brecha. Es la hora del recuerdo para la comunidad universitaria de esta Casa de Estudios Superiores y cada cual vibrará con las reminiscencias de la tarea realizada.

Una concepción humanista de la Universidad

Al amparo de este significativo acontecimiento y sintiéndome honrado con la distinción que se me ha hecho de dirigirme a ustedes, me permitiré hacer algunas reflexiones sobre el tema que se me ha pedido: el rol de la educación superior en el siglo XXI, las que complementaré con otras reflexiones más generales sobre la educación y la educación pública en particular. Sin duda este tema se presta para ser analizado desde muy diversas perspectivas, dependiendo del particular propósito, experiencia o sesgo del expositor, y de la particular circunstancia o ambiente en que este análisis sea efectuado. En este caso particular, dados mis sesgos y dado el ambiente en que hoy nos encontramos, podría resumir mis reflexiones sobre este tema diciendo que, en mi opinión, el rol de la educación superior en el siglo XXI consiste en reencontrar en la educación el centro del quehacer universitario, a la vez que facilitar el reencuentro de la comunidad nacional con la educación; el resto se dará por añadidura. Y es que, por paradójico que parezca, a inicios del siglo XXI nuestras instituciones universitarias parecen haber olvidado que su existencia misma tiene sentido y se preserva en la educación y, más específicamente, parecen haber descuidado el cultivo riguroso de las disciplinas de la educación. En consecuencia, como lo estamos observando, nuestras instituciones están lejos de aportar con fundamentos a la definición y análisis de las políticas públicas en educación. Permítanme elaborar un poco más en esta dirección.

El pensamiento acerca de la educación tiene que ver, entonces, con la idea del hombre, y la educación, en consecuencia, tiene la complejidad de la vida humana; es inseparable y se identifica con el vivir mismo. Como idea, ofrece la imagen humana hacia la cual mira todo intento educativo; como realidad, nos muestra al hombre concreto que constituye el punto de partida del proceso. Entre estos dos polos se mueve la influencia educativa, sobre datos reales y fines ideales. Lo que deseamos idealmente es que por obra de nuestras acciones podamos llegar a ser hombres y mujeres integrales. Y esta acción se orienta por ideales y valores que nos impulsan, entre los que sobresalen la verdad y la libertad: nuestra búsqueda de la verdad da sentido a las cosas, y somos capaces de buscar la verdad cuando poseemos la libertad, condición inherente del vivir. Entendemos que somos libres no sólo cuando podemos defender la libertad material, sino también cuando podemos defender el derecho a pensar, razonar y discrepar. Somos libres cuando no enajenamos nuestro pensamiento ante nada ni ante nadie. Y es la educación nuestro pasaje a esa libertad, libertad que se busca y se expresa. Y la forma más elevada de esa expresión es la búsqueda de la verdad. Entender, pues, la educación sobre estos valores, es convertirla en un proceso de formación del hombre y la mujer. La educación es un humanismo, entendido no como mero aprendizaje, sino como una actitud, un permanente estado de ánimo que se manifiesta como un esfuerzo libre en procura de la verdad para encaminar mediante ella la acción, la obra humana.

La Universidad ha sido un símbolo de integridad humana, un depositario de civilización, una comunidad intelectual. Cuando nos expresamos de la Universidad en términos de una comunidad intelectual no lo hacemos de un modo simplemente retórico. La comunidad tiene un propósito y éste es pensar como un todo, es comunicarse, es convivir.

La comunicación y la convivencia, es decir, la solidaridad y la generosidad, son parte fundamental en el proceso de formación del hombre y la mujer, y preocupación principal en la educación del universitario. El perfeccionamiento de la personalidad reclama para su realización contenidos integrales y plenitud de valores. No se desarrolla la personalidad con el cultivo de una sola dimensión del ser humano: la educación integral representa al individuo formado en todos los aspectos de su ser y en todos los sectores de la vida y la cultura. Esta perspectiva no sólo se basa en la larga tradición humanista de la educación, sino que se ve reforzada por las teorías contemporáneas sobre la psicología del aprendizaje y las nociones más avanzadas en el campo de las inteligencias múltiples. La Universidad pretende que el hombre y la mujer universitarios puedan compartir la comprensión del mensaje del saber y de la vida, que aprendan a comunicarse, convivir y cooperar con los demás, y a ser capaces de convertir sus ideas en acción. La solidaridad y la generosidad, como el amor, necesitan una práctica permanente y silenciosa, una voluntad sin cansancio y una fe, entendida como la constancia más sentida y sincera.

Bajo su inspiración humanista, la Universidad debe postular la libertad y la independencia del espíritu humano, el valor de la autonomía del hombre y del dinamismo de la vida, y expresar sin ambages su decisión de defender la justicia y promover la tolerancia en la sociedad. Sin ellas, la vida del hombre carece de sentido, de orientación, de dignidad.

La esencia de la Universidad radica en la existencia del hombre y de los valores e ideales que determinan las directrices del comportamiento humano, y enarbola como uno de sus más preciados ideales humanistas, la libertad de pensamiento, pues de esta manera defiende al individuo de la esclavitud intelectual y de la pérdida de la dignidad. En su convivencia con los demás y en sus procesos de formación, cada ser humano debe adquirir una personalidad auténtica y desarrollar una conciencia autónoma, ya que sólo la conciencia individual permite que cada uno decida responsable y éticamente su propio comportamiento.

El ser de la Universidad es el humanismo, más aún en el siglo XXI. La concepción del quehacer académico en todas sus dimensiones, se enmarca en el hombre como sujeto protagónico de la búsqueda de la verdad, lo que constituye para esta institución su misión corporativa. Como consecuencia, la Universidad debe promover los valores libertarios más esenciales, constituyéndose en una conciencia crítica que permita orientar el progreso en beneficio del hombre.

Hemos dado especial énfasis a la concepción humanista de la Universidad, pues estamos convencidos de que al hablar del humanismo y sus valores, estamos hablando de la esencia del hombre, de su condición vital, depositario de un pasado, un presente y un futuro, capaz de vivir la contemporaneidad de su existencia y de proyectar su acción en el mañana. De allí que consideremos que hablar de humanismo es hablar de Universidad, pues dada su responsabilidad formativa, ésta tiene la obligación de promover en los miembros de la comunidad universitaria una clara conciencia de los valores humanistas que la definen y orientan. La Universidad debe impulsar a sus hombres y mujeres, en todos los niveles de actividad, a que trabajen por el desarrollo de dichos valores, proyectando una acción positiva que contribuirá al devenir armónico de la sociedad.

En definitiva, el hombre formado en los principios e ideales humanistas, estará en condiciones de comprender, vivir y acrecentar los valores permanentes de la cultura, para proyectarla en su convivencia con los otros, favoreciendo el desarrollo de la comunidad nacional. De esta forma, estará capacitado para participar conscientemente en la construcción de una sociedad libre, justa y democrática que asegure la igualdad de oportunidad para todos, sin privilegios.

La educación: un campo en disputa

Tener una concepción humanista de la educación no significa creer que ella se desarrolla en el vacío o aislada en la tranquilidad de sus muros; muy por el contrario, es asumir un principio superior que orienta nuestro quehacer en un campo en permanente desarrollo y tensionado por conflictos de diferente tipo, como es el campo de la educación. Para mostrar esto, permítanme algunas reflexiones sobre la evolución y situación actual del debate sobre la educación escolar en nuestro país. Pienso además, que muchas de las situaciones que comentaré habrían sido mejor resueltas si las universidades hubieran estado a la altura de lo que se esperaba de ellas en el campo de la educación; por lo que mi intención es además sugerir que las instituciones de educación superior deben recuperar un rol relevante en su relación con el resto del sistema escolar, al cual pertenecen y del cual dependen, pero que tantas veces olvidan.

A nadie escapa que, a partir de las movilizaciones estudiantiles, la educación nacional se convirtió en la prioridad de la agenda de debate público durante el año 2006. Quizás estemos aun muy cerca para afirmarlo, pero a mi entender, los estudiantes secundarios marcaron un hito, no sólo en la historia corta de los conflictos con repercusión mediática, sino en la historia larga de la evolución de nuestras instituciones y de los movimientos sociales.

Tradicionalmente en nuestro país las protestas y movimientos estudiantiles habían sido de dos tipos. Un primer tipo eran los movimientos con una clara motivación político-partidista, especies de “reflejo” a nivel de los jóvenes del proceso político adulto, en donde los códigos básicos eran los del militante que defiende al gobierno o que hace oposición, y cuyo “programa” se inscribía en el horizonte de la transformación social y la lucha ideológica. El otro caso eran las protestas estrictamente reivindicativas con un exclusivo interés corporativo, cuyo “petitorio” expresaba la lista de beneficios que los estudiantes –como grupo de presión- esperaban conseguir de las autoridades. El movimiento de los secundarios del 2006 tuvo ciertamente claros elementos de ambas tradiciones: no careció de un denso sustrato ideológico, ni olvidó poner sobre la mesa un listado importante de demandas concretas. Pero tuvo también algo más. Y yo pienso que es ese algo más lo que de algún modo logró interpretar a una gran mayoría ciudadana y generó una adhesión y simpatías tan amplias. Es ese algo más lo que ha generado tanto interés más allá de nuestras fronteras y lo que en definitiva postulará a aquél movimiento para ocupar un lugar en la historia social del Chile contemporáneo.

Los estudiantes secundarios lograron articular una demanda por igualdad de oportunidades, en torno a la noción del derecho a una educación de calidad, e identificaron en los pilares de la institucionalidad pro-mercado generada por la Dictadura Militar el nudo institucional a desatar, para hacer viable dicha aspiración. Digámoslo de otro modo: a los ciudadanos del siglo XXI el acceso al sistema escolar ya no les basta, sino que -para ellos- los estándares de calidad y las condiciones en que se desenvuelve el proceso educativo son componentes indispensables a la hora de evaluar si se ha o no garantizado el derecho a la educación del que se saben titulares. Son algo más que usuarios reclamando por un servicio, se trata de ciudadanos demandando un derecho.

El que los estudiantes secundarios –más allá de las contradicciones y limitaciones de su juvenil discurso y sus propuestas- lograran convencer a la Presidenta de la República de la necesidad de generar un punto de inflexión en la reforma educacional, y el que esa idea fuese acogida por el Consejo Asesor Presidencial para la Calidad de la Educación (Consejo en que tuvimos el privilegio de participar, junto al Rector de la Universidad Alberto Hurtado, y cuyo Presidente forma parte del distinguido cuerpo académico de esta Universidad), nos muestran hasta qué punto la demanda por igualdad en la educación palpita en la sociedad chilena.

Ciertamente, las fuertes confrontaciones ideológicas, conceptuales y programáticas anidadas en nuestro país y expresadas también en los debates de dicho Consejo, nos recuerdan que la educación ha sido, es y seguirá siendo, un campo en disputa. Una forma de aquilatar esta afirmación es ver cuántos y cuán contrastantes programas de reforma han estado presentes en nuestro sistema escolar en las últimas cuatro décadas.

Al año 2006 se estimaba que sólo en el sector de educación municipal, seguían ejerciendo más de siete mil docentes que habían cumplido la edad para jubilar; es decir, estos docentes comenzaron a enseñar a mediados de los ’60, precisamente cuando el país iniciaba una profunda reforma educacional orientada a democratizar su acceso. Ellos debieron enseñar en escuelas que ya no duraban seis sino ocho años, y en liceos que habían sido reducidos a cuatro años, fueron enviados a capacitarse intensivamente para aprender los nuevos programas de estudio, y un número creciente de ellos experimentaron la tensión de pasar a educar a sus alumnos en sólo media jornada, para dar cabida al otro turno de estudiantes, expresión tangible de la expansión escolar. Cuando esta reforma estaba en pleno proceso de implementación, el campo educativo fue doblemente tensionado por la propuesta de crear la Escuela Nacional Unificada, que prometía profundizar el proceso de democratización educacional, vinculando más fuertemente la educación con la transformación social y económica que el país experimentaba.

Nuestros jóvenes profesores no acababan aun de comprender la propuesta de la ENU, cuando el encendido debate fue clausurado y el control ideológico, la represión y la intervención institucional, hicieron del sistema escolar un campo minado. Así las cosas, sin muchas noticias sobre fundamentos ni objetivos de la “modernización y descentralización de la educación”, estos docentes vieron cómo de un día para otro dejaban de ser profesores de estado, para convertirse en empleados particulares o funcionarios municipales; recibieron nuevos planes y programas de estudio; y comenzaron a vivir un proceso de cambios en que la creación de escuelas y universidades privadas, se mezclaba con la falta de recursos educativos, la caída en los ingresos personales y la precariedad laboral. Esa creación republicana que era el Estado Docente, construcción institucional de un siglo de desarrollo educativo chileno, se desplomó delante de sus ojos, llevándose consigo parte de su propia identidad profesional.

El renacer de la democracia trajo promesas, sueños y nuevas expectativas para muchos de estos profesores, y aunque ya acumulaban dos décadas de lecciones en las aulas, se sintieron recomenzando cuando el estado les volvió a mirar de frente para ofrecerles un nuevo pacto: el Estatuto Docente les restituiría parte de la dignidad perdida y de ellos se esperaba que volviesen a capacitarse para abrazar una nueve corriente reformadora, esta vez centrada en la calidad de la enseñanza y del aprendizaje. Las expectativas se volvieron orgullo cuando la educación fue establecida como “definitiva primera prioridad” nacional, se anunció que se volvería al régimen de jornada escolar completa (como cuando ellos estudiaron) y el liceo pasó a formar parte de la escolaridad obligatoria, completando un ciclo de progreso abierto hacía casi un siglo. Sin embargo, cuando parecía estar todo para que la educación diese el gran salto cimentado en los supuestamente amplios consensos nacionales, algo sucedió que la frustración se volvió a apoderar del ambiente: los estudios internacionales fueron un golpe al orgullo patrio, los porfiados resultados del SIMCE dejaron de mejorar y la sensación de estancamiento socavó el entusiasmo ya feble de nuestros agotados profesores de treinta años de servicio.

Claro, la agenda reformista no tardó en volver a coparse, pero nuestros profesores y profesoras esta vez no se sentían con la capacidad de afrontar una nueva ronda de perfeccionamiento, someterse a los complejos procesos de evaluación docente, ni comenzar a integrar la informática a sus clases. Por eso vieron con mucha simpatía el movimiento de los secundarios del 2006 –probablemente su último año académico laboral-, no sólo porque les evocó sus años de juventud, sino porque les refrescó la memoria sobre tantos aspectos problemáticos de la institucionalidad del sistema escolar a los que ya parecían haberse acostumbrado, al tiempo que les recordó la promesa de justicia social que anida en todo educador.

Aquel grupo de docentes puede dar testimonio: en el curso de su propia vida profesional han visto a la sociedad chilena volver una y otra vez críticamente sobre la educación que entrega y la que quisiera entregar a sus hijos; han visto desatarse la pasión política y la lucha ideológica alrededor de la escuela, el liceo y la universidad; y han visto nacer, superponerse y abortar proyectos de cambio educativo, tan ambiciosos como voluntaristas, tan importantes como frágiles. ¿Qué tiene la educación que le hace tan conflictiva, tan lejana a la imagen apacible de un viejo maestro cultivando a su joven discípulo?

En mi opinión, muchas de las actuales disputas y conflictos alrededor de la educación, están atravesados por una cierta confusión acerca de la especificidad de los fines y propósitos de la educación institucional provista por el sistema educativo, así como un insuficiente reconocimiento de este complejo rasgo de autonomía-dependencia que le caracteriza. La sensación de sobrecarga de funciones que los educadores muchas veces denuncian, así como la percepción de colonización de la educación por la economía, son a mi juicio algunas manifestaciones de este fenómeno.

¿Qué constituye la Educación Pública?

Lo dicho hasta aquí es, en mi concepto, definitorio de toda educación institucional provista por el sistema escolar, como contraposición -por ejemplo- a la formación política provista por un partido, la formación religiosa a que se consagran las iglesias, o la socialización total que realiza la familia. Son esos rasgos comunes a toda forma de educación escolar los que permiten afirmar que “toda educación es pública”, en tanto oposición a la vida privada. Es ese carácter público lo que hace que el estado legítimamente introduzca fuertes regulaciones al funcionamiento y currículo de toda forma de educación escolar; el que los certificados sean equivalentes, que los alumnos puedan cambiar de instituciones y se les reconozca su educación previa; que satisfaga el derecho a la educación y el mandato constitucional de educación obligatoria.

La educación de los niños es un deber preferente de las familias, quienes tienen el derecho de elegir el tipo de educación que quieren para sus hijos. Sin embargo, en la medida en que existen importantes valores e intereses colectivos en juego y que el titular del derecho a la educación es el niño, el Estado ha asumido históricamente un rol preponderante en la organización, financiamiento y regulación de la educación en el país. Así, por ejemplo, la escolaridad obligatoria fue ideada como un mecanismo para expandir las oportunidades educativas y por su intermedio llegar a los sectores menos privilegiados de la población; ella es una herramienta político-legal orientada a garantizar el derecho universal a un nivel de educación considerado fundamental en un contexto social marcadamente desigual.

Así, dado que la educación interesa no sólo a las familias y los individuos como una inversión privada, sino también a los niños en tanto sujetos del derecho a la educación y a la comunidad en tanto bien social, el estado promueve su desarrollo y garantiza el acceso universal a ella destinando importantes recursos públicos. Tradicionalmente el Estado intentó cumplir con su mandato mediante la provisión directa de una educación pública en su financiamiento, propiedad y gestión. Sin embargo, con más fuerza desde los años ’80, Chile ha estructurado un sistema mixto de educación, en donde tanto instituciones de propiedad y gestión pública como privada reciben recursos del estado para su funcionamiento. En otras palabras, el estado chileno ha asumido que es posible asegurar los valores públicos a través de la educación privada; consecuentemente, las políticas y programas educacionales en los últimos 25 años han hecho distinciones menores entre las instituciones de propiedad pública y las particulares subvencionadas con recursos estatales. Mediante la aplicación de esquemas de subsidio estatal tanto a las escuelas, como liceos y universidades, nuestro país destaca en el concierto internacional por ser un caso extremo de transferencia de recursos públicos a entidades privadas para proveer educación. Es por esto que algunos afirman que es el origen de los recursos lo que define el carácter de educación pública de una institución.

Es evidente que cuando hay recursos públicos involucrados en la provisión de educación, es deber del estado imponer ciertas exigencias adicionales a las instituciones, como por ejemplo, que se satisfagan ciertos estándares de calidad, que no haya prácticas discriminatorias hacia los alumnos o sus familias, y que se busquen y promuevan ciertos objetivos educativos considerados socialmente deseables. A partir de la evidencia disponible en estos tres aspectos, es claro que el estado chileno ha sido enormemente poco exigente con las entidades privadas a las que entrega recursos públicos para la educación de los niños y jóvenes. Con todo, a nuestro juicio, la recepción de recursos estatales, no obstante implicar mayores responsabilidades para las instituciones, no las convierte por ello en instituciones públicas de educación: la noción de Educación Pública tiene también una definición más restrictiva.

Dado que cumplir con ciertos deberes y satisfacer ciertos intereses públicos en educación –como los antes analizados, entre otros- resulta esencial, las sociedades modernas han considerado necesario que el estado sea propietario de algunas instituciones educativas a todo nivel, las que generalmente son concebidas entre sí como un sistema. No tenemos tiempo para argumentar en detalle las razones que justifican esta decisión, universal en el mundo contemporáneo; pero vale la pena al menos mencionar tres de ellas brevemente. Quiero que se me entienda bien: no estoy afirmando que las instituciones privadas de educación no puedan servir fines públicos; pero sí, que esa decisión es una opción que dichas instituciones realizan (opción que –según expresan sus documentos institucionales y según ha elocuentemente argumentado su Rector- la Universidad Alberto Hurtado ha realizado), en tanto que en el caso de las instituciones de educación del estado, servir fines públicos es una obligación.

En primer lugar, las instituciones educacionales del estado deben garantizar el derecho constitucional de todos a acceder a una educación obligatoria y gratuita, lo que implica dar garantías de accesibilidad en las diferentes zonas geográficas, a los diversos grupos sociales, especialmente a las minorías étnicas y a quienes pertenecen a los grupos sociales con menos recursos, y a los niños con necesidades educativas especiales. En el caso chileno, dado que el cobro de aranceles obligatorios a las familias está permitido para todas las escuelas y liceos privados, esta garantía se vuelve aun más crítica.

En segundo lugar, ellas existen para garantizar la existencia de proyectos educativos no particularistas, en donde no sólo se tolere sino que se promueva la diversidad sociocultural. Como se sabe, en nuestro país –haciendo un uso a mi juicio abusivo de la noción de libertad de enseñanza- muchos establecimientos particulares de educación no dan acceso a ciertos alumnos, porque –según ellos- no cumplen con las características del tipo de alumnos que ellos desean acoger, o por características de sus familias que ellos consideran indeseables ¿Es que se puede considerar indeseable a un niño o a una niña?; ¿de qué bien público me están hablando, me pregunto, para no tener que preguntarme, más brutalmente, de qué caridad me están hablando? La educación pública no se dibuja sólo como un mapa de diversidad entre instituciones, sino como una vocación de diversidad al interior de cada una de las instituciones.

En tercer término, las instituciones estatales de educación deben promover el desarrollo de tipos de proyectos educativos considerados de interés común, procurando la búsqueda de la excelencia en todas sus instituciones de enseñanza. Esto se vincula con la relevancia de invertir en y desarrollar áreas del conocimiento cuyo valor privado actual puede ser muy bajo, pese a tener un alto potencial futuro; pero también con desarrollar áreas que, como las artes, las humanidades o las ciencias sociales, no obstante no satisfacer criterios de rentabilidad económica, son consideradas esenciales para el desarrollo cultural y social de una nación. Como Rector de la Universidad de Chile, institución que cobija muchos programas que cumplen con esta definición, puedo dar testimonio de lo difícil pero al mismo tiempo irrenunciable de esta misión.

Estoy plenamente conciente que no pocas veces las instituciones públicas de educación no estamos a la altura de este mandato, que es en definitiva el mandato de la sociedad a la que pertenecemos. La aceptación de estándares de mediocridad en el trabajo de las instituciones públicas de educación es una renuncia a la misión para la que fuimos creadas. La ineficiencia en el uso de los recursos que se nos han asignado constituye una falta grave a la ética pública, por cuanto limita nuestro aporte a los fines para los que se nos ha confiado dichos recursos. Más grave aun es la cooptación corporativa por parte de algunos grupos de presión o de interés que han intentado utilizar instituciones de educación pública para servir sus fines particulares. Finalmente, muchas veces las instituciones de educación pública, impulsadas por una mal entendida concepción de la excelencia, se han transformado en nichos excluyentes de una elite que da la espalda a las necesidades y demandas de las mayorías. Sin embargo, es precisamente en la definición de lo que constituye la educación pública que encontramos los elementos de crítica para denunciar estas realidades como insatisfactorias y para articular procesos de cambio que las superen.

Precisamente, luego de un año de debates, el país se encuentra expectante sobre el futuro de la educación en general y de la educación pública en particular. Los desafíos del desarrollo y las demandas por igualdad de oportunidades, se juegan en medida importante en la forma en que afrontemos el mejoramiento de la calidad y equidad de la educación nacional. Los niños y niñas más vulnerables de nuestra sociedad también tienen derecho a una vida en mejores condiciones, con mayores oportunidades. Lo que ellos y ellas piden es muy simple: tener acceso a la misma educación que tienen los hijos e hijas de quienes definen las políticas públicas educacionales; tener acceso a la misma atención de salud que tienen los hijos e hijas de quienes definen las políticas públicas en salud; y así por delante. Mi argumento es que el quehacer futuro de nuestras instituciones de educación superior no puede estar ajeno a estas demandas sociales, muy por el contrario, ellas deben contribuir -desde su particular perspectiva- a buscar respuestas apropiadas a dichas demandas.

Limitaciones de las nociones dominantes sobre equidad o justicia educativa

Finalmente quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones conceptuales sobre otro de los temas en el cual las instituciones de educación superior tendrán que involucrarse a futuro: el problema de la equidad o justicia en educación. Como hemos visto, la educación en general y la educación pública en particular están atravesadas por la demanda y la promesa de la igualdad, la cual a su vez se vincula con las expectativas de movilidad social. Sin embargo, los conceptos que hemos tradicionalmente usado como herramientas analíticas y como propuestas políticas referidas a la equidad o justicia educativa se nos han manifestado como insuficientes.

La concepción liberal de equidad como igualdad de oportunidades (definida generalmente como igualdad de oportunidades para competir) ha demostrado ser limitada como marco de referencia para la educación pública, concebida como un derecho del niño y como un bien social. En efecto, según este enfoque, las sociedades democráticas debiesen celebrar las desigualdades de resultado producidas por diferencias en el esfuerzo individual, y –en cambio- condenar como injustas e inmerecidas las desigualdades que son producto del origen familiar o de la dotación genética. Bajo este paradigma, la función central de la educación pública sería garantizar igualdad de oportunidades de acceso a la educación, a fin de que las personas desarrollen sus talentos en base a sus capacidades y motivaciones. Una vez cumplido este propósito, la sociedad puede entonces distribuir desigualmente recursos y privilegios, considerados ahora legítimos por basarse en el mérito demostrado de cada individuo. Según esta visión habría tres fuentes de desigualdad de logros entre los individuos: desigualdades en la dotación genética de capacidades, desigualdades en las condiciones familiares en que se crece (y por tanto los recursos a que se tiene acceso), y desigualdades basadas en el esfuerzo y mérito individual, siendo legítimas sólo estas últimas.

Existen –a mi juicio- al menos tres limitaciones fundamentales de la visión liberal como criterio para definir la equidad en educación. Primero, los estudios sobre el desarrollo infantil temprano han concluido que la relación entre –por una parte- las capacidades genéticamente heredadas y –por la otra- los estímulos y condiciones del medio social en que se crece es tan íntima, temprana y decisiva que muchas de las características que definen el mérito o el esfuerzo individual (bases de las supuestas diferencias legítimas) están también “teñidas” por aquellas otras dos fuentes ilegítimas de desigualdad. En términos concretos y aplicados a la esfera de la educación, la misma motivación por aprender, la disposición para someterse a la disciplina del estudio, e incluso el interés por tener éxito (en la educación primero y luego en el trabajo), serían –en una fracción desconocida, pero eventualmente decisiva- productos de la inextricable interacción entre la herencia familiar y la herencia genética.

Segundo, la noción secuencial de que una vez igualadas las oportunidades para competir por el privilegio, las desigualdades resultantes son legítimas, resulta ingenua. Dada la complejidad del fenómeno de la socialización en general y del aprendizaje en particular, es imposible garantizar que dos personas están teniendo efectivamente igualdad de oportunidades. Por una parte, porque el conocimiento disponible sobre los factores que inciden en el aprendizaje es limitado, así como son también limitadas las capacidades de acción efectiva sobre los factores conocidos del aprendizaje. De esta forma, las diferencias de logro que persistan en la primera fase determinarán buena parte de las diferencias de logro en la segunda, haciendo ilegítimas las desigualdades con supuesta base meritocrática. Por otra parte, porque cualquier límite temporal que se defina para situar el paso desde la fase de igualación de oportunidades hacia la de competencia justa será arbitrario: ¿cuándo las personas pueden dejar de ser “compensadas” y deben comenzar a “competir”: al fin de la educación básica, de la media, a los 15, 18 ó 21 años? En efecto, muchas veces la ventaja de los hijos de los sectores acomodados consiste precisamente en contar con segundas y terceras oportunidades a edades en que los hijos de los más pobres deben aprovechar la única oportunidad que se les presenta… ¡si es que llega a presentarse alguna!

Tercero, la idea de que las posiciones más relevantes para el bienestar social deben ser premiadas en ese mérito a fin de que los más talentosos se interesen en ellas, tiene dos problemas adicionales. Primero, la historia y la sociología enseñan que la definición acerca de cuáles son las posiciones más relevantes para el bienestar colectivo es en sí misma un resultado fuertemente ligado a la dominación social y económica, la lucha ideológica y la confrontación política. Segundo, este principio no dice nada acerca de la amplitud de las diferencias tolerables en función de incentivar a los más capaces a poner sus talentos “al servicio” de los menos favorecidos, lo cual no sólo es un problema en sí, sino que abre las puertas a la conformación de elites privilegiadas (en este caso de los más capaces) que inevitablemente generan barreras para la movilidad social de las nuevas generaciones. Tratándose de Chile, uno de los diez países con las mayores desigualdades en la distribución de la riqueza en el mundo, esta precaución adquiere una centralidad máxima.

Me he concentrado en analizar las limitaciones de la visión liberal sobre equidad en educación, porque ésta aparece como la perspectiva más relevante en las discusiones de política actual; sin embargo, los principales paradigmas alternativos poseen también claras limitaciones.

La visión tradicional igualitarista (expresada históricamente en la educación pública por el estado docente) descansaba en la premisa de que la igualdad de oportunidades y la no discriminación se garantizaban mediante la provisión de un servicio homogéneo al que había que garantizar igualdad de acceso. Es bueno recordar que este enfoque nunca concibió la desigualdad de resultados como un problema, sino más bien como una consecuencia esperada y hasta deseada dado que los talentos habían sido distribuidos desigual, pero aleatoriamente en la sociedad: si la escuela trataba a todos por igual, las desigualdades de logros educativos y sociales eran legítimas. La experiencia histórica demostró que, ante condiciones de origen y de contexto desiguales, la igualdad de trato era in-equitativa. Todas las políticas de acción afirmativa y educación compensatoria se basan en este reconocimiento: la discriminación positiva, es decir, el trato desigual y preferente hacia los más desaventajados, es una condición sine qua non para garantizar cierto grado de equidad en educación. Sólo recientemente -con el retorno a la democracia- Chile ha comenzado a transitar tímidamente este camino en el campo de las políticas educativas.

Finalmente el paradigma de la integración social –expresado primero en las leyes de educación básica obligatoria y más en general en el enfoque de satisfacción de necesidades básicas- se reveló también insuficiente por estar basado en un enfoque minimalista de la equidad. Por supuesto que acceder a un “piso mínimo” universal es condición necesaria para garantizar cierta equidad, pero no basta. Más aun, en educación este enfoque es inevitablemente transitorio, porque la masificación de un determinado nivel de enseñanza irremediablemente reduce el valor social y económico de dichas credenciales. En términos más generales, un enfoque de equidad que sólo apunta a garantizar un mínimo común es perfectamente compatible con una sociedad altamente desigual y marcadamente estratificada, con mínimos espacios para la movilidad social. Esto se produce porque la educación es parte de un proceso de lucha por movilidad social o por conservar e incrementar ciertos privilegios; de forma que al avance de los grupos tradicionalmente excluidos le siguen nuevas formas de distinción, distanciamiento y en definitiva desigualdad que favorecen a los tradicionalmente privilegiados. Así, el enfoque minimalista de satisfacer las necesidades básicas ha derivado recurrentemente en lo que se ha denominado integración subordinada, lo que en educación implica nuevas formas de exclusión, pero ahora dentro del sistema escolar. Esta idea permite entender buena parte del malestar de algunos sectores estudiantiles, quienes, a pesar de ser la primera generación de su familia en acceder al privilegio de la educación, muchas veces se sienten “llegando tarde” o recibiendo una versión “de segunda mano”, lo que hace a algunos sentirse defraudados.

He querido profundizar en este aspecto para mostrar que él se constituye en un desafío para el análisis académico de nuestras instituciones de educación superior en el futuro cercano, con delicadas y contingentes implicancias para las políticas públicas, las prácticas de los educadores y el debate público sobre educación. Sus variadas y profundas ramificaciones conceptuales (que apelan tanto a la filosofía, como a la sociología, a la sicología y a la economía) nos sirven también para ejemplificar el modo en que nuestras universidades debiesen abordar el campo de la educación para hacer verdaderamente la contribución que el país nos reclama: desarrollando una perspectiva multidisciplinaria, que sea capaz de combinar la rigurosa investigación empírica, con la motivación práctica por generar un tipo de conocimiento que ayude a mejorar las condiciones, procesos y resultados de su mismo objeto de estudio, la educación.

Quisiera terminar celebrando los diez años de vida de la Universidad Alberto Hurtado y felicitando a sus directivos y a su comunidad por el trabajo realizado y por la misión y las metas trazadas, las que tienen una clara vocación de servicio público, orientada al bien común. Agradezco a su rector don Fernando Montes, el honor que he tenido de haberme dirigido a ustedes en esta significativa ceremonia.

Muchas gracias.

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