Por Javier Bello

 

 

IV. El problema de la posmodernidad:
La "Lectura Secreta"

"Porque todos están en el secreto
y nada se ganaría con partirlo en mil pedazos
si, por el contrario, es tan dulce guardarlo
y compartirlo sólo con la persona elegida."

Xavier Villaurrutia

"en el centro puntual de la maraña,  
Dios, la araña"

Alejandra Pizarnik

La promoción de poetas chilenos emergentes en los años noventa está inscrita históricamente en el momento en el que hacen aparición en Chile las producciones culturales llamadas "posmodernas", fenómeno que Jameson intenta perfilar dentro de lo que llama "la lógica cultural del capitalismo avanzado" (11). Desarrollándose en medio de la situación que éste impone, ella se comporta, sin embargo, contradictoriamente con otras producciones provenientes de similar entorno y bastante cercanas espacialmente, al mismo tiempo que su principal rasgo unitario, la continuidad mayor que estos poetas presentan para calificarlos como promoción, depende del clima de libertad estética que este fenómeno produce, generando multiplicidad de elecciones modélicas que la constituyen como una "generación abierta".

La contradicción de la que hablamos puede darse precisamente entre la elección "libre" de las características estéticas de los textos y la no participación dentro de la producción cultural de masas, "marginalidad" que los separa de los productores artísticos posmodernos que Jameson describe, y que, en el contexto chileno, ejemplificaremos con las obras de algunos narradores coetáneos a los autores que nos interesan, cuyas obras han aparecido en el país, durante los últimos años, con grandes tirajes de importantes editoriales.

La particularidad de este fenómeno estético reside, opuesta al "suceso" de algunos de los narradores chilenos de la década del 90, en realizar una apropiación que por el momento llamaremos "posmoderna" (12) de los medios que ofrecen las tradiciones (diversas en cada uno de los poetas) y de las "historias" que re-cuentan, pero alejándose de la "productividad colectiva y multívoca" que presenta el mercado y el medio social, productividad abierta que oblicuamente, en apariencia formando parte de un amplio "estado de libertad", es el modo no conflictivo en que son resueltas las diferencias culturales. Los poetas, centrándose en el silencio del acto creativo y en la "profundidad", opuesta a las "superficialidades" posmodernas, de la coherencia artística que repuebla de sentido no un referente o unos referentes, sino el mismo texto, lugar de la re-narración mítica, donde se despliega su problemática principal: el hecho de la creación (espejo del mito de la Creación), a través de un "yo" que no se disuelve totalmente (Del Río), pero que muchas veces es sujeto de deformaciones (Díaz) y deshacimientos (Jiménez), superposiciones (Herrera); un "yo" que siempre tiene conciencia de estar "habitando habitando no el mundo sino su creación" (Araya), conciencia que lo mediatiza en su "mirada" de la realidad.

La presencia en la obra de arte de un "yo" es, para Jameson, signo indesmentible de que el observante se haya ante una obra moderna: este sujeto, individuo autónomo burgués, ego o ser monádico, es quien sufre la alienación del mundo moderno e intenta levantar para el futuro, la posibilidad de la utopía, objetivo que domina el presente (13), sujeto que en la época posmoderna sufriría una total fragmentación, que lo desintegra. En la producción que aquí se presenta, la temática del "yo" poético clausura la "queja" por la imposibilidad de la utopía, búsqueda de la modernidad, y se instala en la heterotopía,(14) espacio cerrado que contiene el goce o la tragedia: balsa,barca, automóvil, habitación, naufragio o crisálida, donde habitará la muerte, la fiebre, la locura, el deseo, el amor, el dolor y la reconstrucción de los espacios exteriores, llámense país, nación, paisaje, infierno, paraíso, ciudad, canal, archipiélago, mar o selva. Es allí donde el sujeto, el "yo" poético, no sufre una fragmentación total que lo haga desaparecer, sino que sólo asume ésta parcialmente (el género lírico ha sido tradicionalmente el espacio del "yo"); el "yo" se deforma, más bien, para adquirir una caracterización a través de la particularidad de un rasgo. El "yo" (15)  que duda sobre sí mismo en los diez poemas que conforman el "Yo cactus" (16) de Alejandra del Río ("Yo no soy moderna/ o tal vez lo soy") intenta, luego, parir a los hombres, al mundo y al Padre, rasgo que la constituiría como diosa; el "yo" que, poseído por su memoria, acentúa su calidad de testigo ante el exterminio, el éxodo y el carácter ominoso de la ciudad en los textos de David Preiss, donde el colectivo desfila, hacia el exilio o el campo de concentración; el "yo" poético presente en los textos de Anwandter, el cual no existe más allá de su labor de comentador, quien cita otros textos, o la realidad, que adquiere en su palabra el valor de otra cita, por aparecer allí "referida"; el "yo" alucinado de los poemas de Nicolás Maré, su sujeto caído; el "yo" de Superfashion de Juan Herrera, que fluctúa entre la desaparición total, la posibilidad de transparentarse y enfocar la "mirada" a través del zoom de la cámara, o ser presa y cazador en la batalla de su juego de (des)apariciones donde "el uno es el otro"; el "yo" que posee todos los lenguajes y se desintegra en ellos: el profeta, el joven suburbano, el loco que es un "barro tocado", el que se trasviste de Dietrich, el héroe caballeresco ("quiero lavar tu calzón, vida mía" (17) ); el "yo" deformado en la fealdad del sujeto mestizo de Jaime Huenún, y su otro, que puede recordar los poderes y misterios de la tribu; el "yo" que pasea por los paisajes de la memoria en los poemas de Antonia Torres, entre tantos.

En ese mismo espacio donde ocurre el "yo", la voluntad moderna de desmitificar es sustituida, no por una mitificación ordenada al modo de las religiones monoteístas, ni tampoco la mitificación extensiva a todas las esferas y planos de la maquinaria comercial posmoderna (con clara voluntad económica y política) que logra la disgregación de la mente observadora por su amplitud y multiplicidad (18), su exigencia de multifocalización, sino la construcción de un mito concentrado dentro de ciertos "límites" que intenta iluminar, a través del texto y en el texto, la realidad de forma particular, sólo transferible a quien acceda a la visión, a quien participe del "secreto" que implica la lectura, concepto fundamental a la hora de entender esta producción.

El gran espacio que por antonomasia se opone al reducto heterotópico, en el arte posmoderno, donde, según Jameson (19), las categorías temporales (la utopía se desarrollaría a través del tiempo) son reemplazadas por las espaciales (la heterotopía refiere a una espacio) es la ciudad, aquel espacio que ya es inaprensible para los "mapas" que cada uno dibuja sobre los espacios que habita o intenta habitar: la ciudad es el gran elemento espacial opuesto a la heterotopía que dibuja la mayoría de estos poemas; ella, por ausencia o presencia (Araya), es el espacio que el "yo" poético abandona para internarse en un viaje que, poblado de disfraces, trampas y tentaciones (Del Río), lo llevará a la "crisálida" (Araya); al espacio del videojuego, donde se tiene o no, tras la batalla, el poder (Herrera); al fondo del mar, donde se está ahogada (Jiménez); en la balsa de los que se amarran a los mástiles para resistir su deseo ante las "sirenas", la balsa de la duda (Del Río); a El árbol del lenguaje en otoño, poblado de las "armas tradicionales" (Anwandter); al camino del éxodo del "pueblo errante" (Preiss); la pieza de motel donde "arden" en un infierno pequeño las "voces" de los discursos sagrados, de la locura, del deseo, y los lenguajes periféricos de un centro inexistente en el Hotel Bristol (Díaz); los personajes que cruzan un río (el Leteo) sin llegar a la otra orilla, porque asesinaron cisnes para obtener su "plata" o que buscan "la plata de los muertos" en los huesos de otros "locos", "poseídos", errantes en la miseria, que recorrieron los montes bajo "la plata de la nieve" (Huenún).

Así, este espacio encuentra su oposición en la imagen de la ciudad: espacio horizontal, fragmentario, distinto a la "crisálida", que marca la superposición sintáctica e imaginística de los poemas de Araya; la ciudad de Jiménez que no abre sus puertas y deja a la viajera sentada en la berma, como Job, preguntando por los suyos; la ciudad de Del Río donde hay que interrogar a las Esfinges ya no por el Tiempo sino por el Instante: "ciudades estacionadas con enloquecidas niñas desatadas por las calles/ enloquecidas niñas interrogando a las estatuas de la entrada/ por la permanencia de cada segundo"; la ciudad de Anwandter -casi ausente en la superficie del discurso- donde Tiresias soporta, ciego, el frío en un banco de la calle; la ciudad por la que se pregunta Preiss, haciéndola aparecer como un fantasma, sólo un mito, residencia móvil de los mercaderes ante la mirada del errante, fotografía donde habitan los "colonos ciegos del cemento"; en Díaz, la ciudad es el aparato monstruoso de "mentes bienpensantes" que lo llevó al sujeto hasta el "psiquiátrico", infierno y refugio; para el mestizo, en Huenún, la ciudad es el lugar donde se produce el quiebre de la identidad grupal y personal, donde -como única mención explícita- se "anda difícil".

Confirmando esta producción la visión posmoderna de la ciudad, cuya imagen sirve para establecer la existencia de otro espacio, secreto, que contradice el tropo posmoderno de una existencia constituida sólo por "superficialidades", si bien, la presencia de esa profundidad, lograda en la heterotopía, está desgarrada (20), y en ese centro convulso se instala la mayor contradicción que habita las poéticas y el imaginario de esta promoción: una contradicción que expresa el contexto de la problemática modernidad/posmodernidad, en tanto la primera se ofrece como memoria, que se hace habitable en un "adentro", y en tanto la segunda y sus condiciones aparecen como un "afuera" que está en conflicto, en "batalla", con ese intento ya no utópico, de encontrar sentidos en lo que cierta corriente, hija de un estado económico de las cosas y de un determinado mercado, intenta presentar y promover como una serie de sinsentidos. La heterotopía se presenta como el refugio mítico y mitificado donde sujetos perdidos, "náufragos", se "encuentran", o, donde esos seres reproducen, en magnitudes soportables para la inteligibilidad de una conciencia, el espacio del "afuera. (21)

Oponiéndose a la calificación que hace Jameson de la generalidad del arte que llama posmoderno, aparece esta producción poética. La condición de marginalidad que estos poetas otorgan al acto y al producto de la escritura, los aleja definitivamente de la producción estética que se ha integrado a la producción de la mercancía en general (22), donde la experimentación estética obedece, sin remordimiento, de parte de los productores artísticos, sus promotores e intermediarios, a la necesidad, a la urgencia económica de producir para determinado consumo, para determinado público consumidor.

Sin exhibir grandes rasgos de experimentación estética, obedeciendo en algunos casos a la necesidad de agradar a un público receptor conservador en lo formal y ávido con respecto a la sensación sexual, criminal o a la exorcización de los fantasmas políticos, parte de la producción narrativa chilena de los últimos años, cuyos autores tienen edades similares con los poetas aquí antologados, ha escogido un camino literario muy distinto a éstos últimos, formando parte del llamado "miniboom Planeta" (23). Estos narradores parecen escribir para el "gran público" lector chileno, que se opone al "lector secreto" propuesto por los poetas chilenos relativamente coetáneos. Ejemplos de este fenómeno parecen ser Juan Pablo Sutherland, quien publicó los cuentos de Ángeles negros (Santiago, Planeta, 1994); los cuentos de Alberto Fuguet (1964) en Sobredosis (Santiago, Planeta, 1989) y su novela Mala onda (Santiago, Planeta, 1991), que muy similarmente al mundo del norteamericano Bret Easton Ellis intenta perfilar el universo y el lenguaje de los últimos jóvenes chilenos; los cuentos de René Arcos Levi (1969) aparecidos en Cuento aparte (Santiago, Planeta, 1994); junto con el libro de narraciones de Andrea Maturana titulado (Des)encuentros (des)esperados (con varias ediciones: Santiago, Los Andes, diciembre de 1992, agosto de 1993, noviembre de 1993 y diciembre de 1993)

Sin duda, los poetas aquí antologados han hecho de la búsqueda formal y de la no "novedad" de sus temas, cualidades ambas que dificultan su entrada exitosa al mercado, un importante punto de diferenciación, con alguna excepción, también relacionada con la Editorial Planeta, apoyada por el premio de poesía de la "Revista de libros" del diario "El Mercurio", cuyo jurado, desde la entrega del premio en 1989 a Teresa Calderón, no ha apuntado a ningún descubrimiento que no salga de la fama pasajera: la obra ganadora de Adán Méndez del año de 1992 fue editada ese año por Planeta bajo el título de Antología precipitada. Esta producción se integra cabalmente al panorama artístico posmoderno que Jameson describe, en el cual la indistinción y falta de discriminación estética de un fenómeno editorial complace a una necesidad del poco exigente lector medio chileno. Aparte de servir como dato de distinción genérica que se hace necesaria para la formación de un concepto de promoción que ataña a estas obras, la anterior distinción aproxima a un rasgo fundamental de la promoción poética que aquí se intenta perfilar y que se relaciona con una característica que puede adquirir la producción artística llamada posmoderna, el concepto de marginalidad -olvidado por Jameson- con respecto al aparataje productivo y cultural de estos tiempos, en que el arte que a él se somete se torna simple mercancía: cuya configuración en estos textos se llamará aquí "la lectura secreta".

Este rasgo, que se explicará a continuación, se relaciona en el ámbito de la poesía, la literatura y el arte en general, con la crisis de la modernidad , que define Octavio Paz a través de la detención de la crisis de la tradición de la ruptura en su ensayo titulado Los hijos del limo (25) y guarda relación con la visión del hecho poético, su función, su manera de proceder con respecto al lector y la lectura que realizan estos autores sobre la tradición. Estos hechos y esta lectura, marcados por su sentido marginal, no se condicionan ya por las exigencias de los relevos generacionales modernos, movimientos que necesitan negar el pasado para existir, negarse los unos a los otros sucesivamente, situación que se instala en el antes mencionado concepto de Paz.

El aceleramiento, motivado por diversas causas dependientes de los contextos vitales de los productores (la necesidad de la producción del alto capitalismo, establece Jameson para el caso de los posmodernos), de los sucesos estéticos que niegan a su antecesor (negación que les otorgaba un parecido, según Paz) produce en el productor-espectador-lector una sensación de detención temporal en el proceso general de ruptura de la poesía occidental (rasgo de globalización, apuntaría Jameson): la velocidad de los cambios no le permite a este sujeto tener conciencia de ellos, inaugurando una nueva actitud de la búsqueda poética y de la mirada crítica; esa mirada ya no puede dar cuenta de esa movilidad extrema y cambia la dirección al sentido de la búsqueda: enfrentada de esta manera la tradición recibida, la contradicción entre sus concreciones y su esquema central, se descarta la voluntad superficial del cambio y se intenta observar lo permanente.

 

"Los desfallecimientos de la tradición de la ruptura es una manifestación de la crisis general de la modernidad", escribe Octavio Paz (26). El tiempo de la "irrupción del futuro", desde el cual se visualizaba el pasado, dice Paz, parece llegar a su fin y trocarse por el tiempo de la "irrupción del presente":

"La concepción de la historia como un proceso lineal progresivo se ha revelado inconsistente. Esta creencia nació con la edad moderna y, en cierto modo, ha sido su justificación, su raison d´être. Su quiebra revela una fractura en el centro mismo de la conciencia contemporánea: la modernidad empieza a perder la fe en sí misma." (27).

El horror que, según se cree, espera en el futuro -horror que culparía a los intentos modernos de "colonización" del mundo en todos sus niveles-, sería, para Paz, el causante de la duda sobre la necesidad del progreso y del cambio. Si el tiempo histórico no caminó nunca ni camina hoy linealmente desde un punto pasado a uno futuro, se puede hablar de muchos pasados y muchos futuros, como de muchas tradiciones y de muchos productos estéticos diversos posibles.

"El fin de la modernidad, el ocaso del futuro, se manifiesta en el arte y la poesía como una aceleración que disuelve tanto la noción de futuro como la de cambio. El futuro se convierte instantáneamente en pasado; los cambios son tan rápidos que producen la sensación de inmovilidad (...) [Los cambios] desaparecen con la misma celeridad con que aparecen. En realidad, no son cambios: son variaciones de los modelos anteriores" (28)

Proliferación e imitación han llevado a fijar la mirada en lo permanente, pues las diferencias se hacen imperceptibles: si los poetas modernos buscaron el principio del cambio, los poetas que los siguen en el tiempo, incluidos los aquí antologados, buscan "ese principio invariante que es el fundamento de los cambios", donde "(...)el principio del cambio se confunde con la permanencia" (29). Este cambio en la apreciación estética de la tradición, y de la función y necesidad del acto poético, parece ocurrir definitivamente, en nuestro contexto nacional, con el arribo de esta promoción, emergente en los años 90. Este será, según creo, un rasgo definitivo de esta producción dispersa que aquí se intenta "someter" a un orden crítico y antológico. El principal valor de esta "mirada" sobre la tradición no consiste en una novedad de una promoción que emerge, pues el fondo al que alude, la existencia de antecesores poéticos extemporáneos en las obras de los nuevos poetas, se trata de una realidad desde principios de siglo en la tradición de nuestra poesía. Lo que cabe destacar de este fenómeno es su irrupción definitiva y conciente, la desaparición de la necesidad de diferenciarse grupalmente de modo categórico, para afirmar la propia existencia, de la promoción anterior o de las tendencias estéticas imperantes. El rasgo definitorio de la promoción de poetas aquí antologados será, precisamente, su afirmación de existencia a través del descubrimiento de ese principio invariante del comportamiento poético en su relación con la tradición heredada.

El calificativo de "marginales" que aquí se le ha otorgado a gran parte de los partícipes de esta promoción, dice relación con al notoriedad relativamente pasajera que otro tipo de escritores literarios parecen cobrar a nivel editorial, público, publicitario y "crítico". Además del alejamiento de este sistema de producción y recepción que parece establecer dominios sobre los ámbitos de la cultura comprometidos con los procesos de "readecuación" nacional, el posicionamiento estético de estos jóvenes, que implica una posición vital, se enfrenta, por diversos motivos y de diversos modos, como, al menos, distinta, por ahora, al menos, a los institucionalizados de un lado o de otro.

Los delicados y poco perceptibles procesos de institucionalización que sufren algunos poetas y grupos de poetas de esta promoción, deben ser tratados en un análisis más detallado de esas formaciones, relacionadas con la actividad de talleres, de revistas y de premios, más apegados a la rigurosidad literaria que al espectáculo. Sin embargo, merece la pena anotar que la relación de la mayoría de estos poetas y sus agrupaciones con las instituciones se mantienen en calidad de "ayuda" a proyectos independientes (dineros estatales, universitarios o no, destinados a la cultura). La visión tácita que recorre a esta promoción de la participación de sus pares en el seno de las instituciones, implica que no existe dependencia entre el pensamiento de estos productores y los valores de las instituciones, en tanto éstas respeten el convenio de independencia necesaria en la existencia de estas relaciones.

Si bien esta condición no los hace "marginales" en el sentido estricto de la palabra, en su fundación de otra marginalidad se inscribe también su alejamiento no sólo del contexto presentado por Jameson como mayoritario (que efectivamente lo es), sino también de clasificaciones del arte que revelan concepciones estrechas: la "medición" que lleva a preferir una obra a otra por criterios de calidad estética (como afirma el poeta David Preiss) (30), sino para conformar a través de esa obra un pensamiento ordenador. De la poética general también se desprende su alejamiento de ciertas particularidades morales que se autopresentan como universales y que actúan como restricciones sobre la literatura, la cultura y sus temas.

La lectura que realiza esta promoción sobre la tradición poética plantea un rechazo a la primacía, colectivamente impuesta, de ciertas tendencias estéticas sobre otras. Más aún, la poética que subyace a esta promoción se opone al delineamiento de rumbos de la futura producción de la poesía nacional por los partícipes de la creencia que plantea que la tradición de la poesía chilena está constituida por la ordenación lineal de una serie de hitos. La mayoría de los poetas de esta nueva producción emergente parecen entender que, precisamente por el contrario, las grandes obras que representan universalmente a la poesía chilena son excepciones a lo que se cree es la lengua poética nacional. La tradición de la poesía chilena existe. Sin embargo, las obras de Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Pablo Neruda, Rosamel del Valle, Humberto Díaz-Casanueva, Eduardo Anguita y Gonzalo Rojas, aparecen como un apasionante canon de ideolectos, una summa de diversas extrañezas que sólo una "lectura errónea" personal puede exorcizar en la escritura de una nueva obra poética. El argumento que representa este tipo de lectura en la promoción de los poetas que aquí presentamos, debería convencer tanto a los defensores de la linealidad de la tradición poética como a sus enemigos, que aquello que unos defienden y otros atacan no existe; que se trata de una ilusión crítica que unos mantienen por su consistencia colectiva -la imagen correspondiente parece ser una carrera de relevos- y que otros quisieran destruir, con diversos conceptos que hacen alusión a la injusticia que han cometido con aquellos escritores, menores o no, que han sido marginados, quienes construyeron ese espejismo que contiene en sí mismo la consistencia de un tropo, surgido muchas veces de las apreciaciones críticas como de las mismas obras. Sin embargo, una ilusión poética no puede sustentar un pensamiento crítico. La labor crítica implica una revisión de esas construcciones imaginísticas. Creo que la única confirmación posible de la necesidad de la persistencia de una obra poética a través del tiempo es, como se puede rastrear a lo largo de todo el siglo poético, la aparición -aunque interpretativa, concreta y mensurable- de la obra de un poeta en calidad de antecesor de un poeta posterior -como sostiene el crítico Harold Bloom (31)-, es decir, una intersubjetividad mantenida a través del tiempo. De esta manera, la tradición de la poesía chilena, puede contemplarse como la insistencia de sucesivas lecturas personales sobre ciertas obras poéticas, indesmentibles en su extrañeza y propia personalidad.

La proposición antipoética de Nicanor Parra, un poderoso tropo que lo liberó de la figura de Neruda y que dominó el panorama poético chileno aún después de la aparición de Poemas y antipoemas (Santiago, Nascimento, 1954), se transformó, primero rezagadamente a partir de algunas obras inmediatamente posteriores, como la de Enrique Lihn, y más tarde, a partir de la emergencia de los años 60 en un eje estético predominante, que sólo los mejores poetas han sabido leer como una construcción metafórica para combinar la figura del antipoeta con la de otros predecesores, como lo ha hecho el mismo Lihn y Óscar Hahn, quienes, hasta ahora, a diferencia de los animadores y divulgadores de esa "doctrina", parecen salir más airosos. Es gracias a los desplazamientos de esta virtualidad imaginativa que la antipoesía no representa una obligación estética para los poetas de esta promoción, si bien es una de las tradiciones, que en tanto voz poética individual, se tiene como referente inexcusable. Subrayada la palabra tradición, la antipoesía es hoy una tradición entre las diversas tradiciones vigentes y no la ruptura que colectivamente representó. La antipoesía es otro de los mecanismos tradicionales a los que se puede recurrir para crear, y Parra se ha convertido con el paso del tiempo en uno de los predecesores fundamentales en cualquier intrusión que se quiera realizar en nuestro transcurso poético, cuya autoridad se fundamenta en su carácter revisionista de las poéticas llamadas "fundadoras" -Mistral, Neruda, Huidobro, De Rokha-, ante cuyas respectivas inmanencias se establece como nueva poética, cuyo tropo reformador ("Los poetas bajaron del Olimpo/(...)/La poesía tiene que ser esto:/(...)/O no ser absolutamente nada (32)") que descansa sobre la plural máscara del sujeto, ha influido literalmente en las obras de algunas poetas posteriores. Los recursos de la antipoesía y la figura del antipoeta se vuelven, en la obra de los poetas aquí antologados, elementos dialogantes con especies poéticas a las que en su origen desautorizador se oponía., como ocurría en algunos poetas de promociones anteriores.

Si bien la antipoesía ha pasado por varias mediatizaciones (Lihn, Hahn, Millán, los poetas de la generación del 70 y algunos poetas de la promoción de los 80) hasta hace muy poco era imposible revisarla, grupalmente, desde la perspectiva anteriormente esbozada. Este planteamiento, de haber podido existir, hubiera sido contemplado como irrisorio treinta años atrás para la emergencia del 60 y para los defensores de la "poesía nueva" en el contexto post 73. Véanse, como ejemplo de esto, las poéticas de los poetas Federico Schopf y Floridor Pérez en la revista Trilce  (33) correspondiente al Segundo Encuentro de Poesía que organizó el grupo homónimo en la ciudad de Valdivia en abril de 1967, donde los conceptos antipoéticos son centrales, en tanto doctrina estética, a la hora de pensar su propia producción.

Así, paradojalmente, desde esta nueva aplicación de los mecanismos enseñados por la antipoesía, ésta pierde el sentido rupturista que la acompañó en su primer momento. De esta forma parece confirmarlo el propio Nicanor Parra en sus declaraciones sobre la función de la antipoesía "en la tierra". La variación que el mismo autor ha realizado sobre el tropo de sus sistema creativo ha alentado su supervivencia colectiva, distorsionado ahora como tal por la transformación de sus exigencias doctrinarias. Después de declaraciones como ésta:

"La antipoesía no es un juego de salón. Al contrario: opera donde canta la trucha, donde mis ojos te vean. Es una poesía, cómo te dijera yo, que actúa en el espacio público y tiene que ver con el mundo de la historia, con las ideas, con los problemas, y necesariamente debe hacerse cargo de esas consecuencias (34)."

Llega a opinar, en diversos medios públicos, que el poeta debe ser un catalizador cultural y no un elemento problemático social y políticamente, presentando así una visión de la función del poeta bastante alejada de la moderna idea de ruptura y bastante cercana a posiciones más acomodaticias con respecto a la conformación de los medios de difusión en el espacio público nacional, el que entregó ya -y seguirá entregando- su reconocimiento.

La recuperación de las técnicas parrianas de escritura que realizan algunos de los poetas antologados, inscritos en un nuevo contexto textual, integran a la antipoesía no siempre al pastiche (35) que se incorpora como mercancía artística -una más- al circuito consumista de la producción posmoderna ("serpiente que se muerde su propia cola", como escribió el propio Parra, en su versión ecologista) sino a un ámbito de otros alcances.

Este ámbito de "otros alcances" al que se incorporan los diversos códigos poéticos tradicionales, más ligado a la intersubjetividad que a la interobjetividad del espacio público, corresponde a lo que aquí se llama "estar en el secreto", secreto que constituye un espacio de libertad que juega con los límites de la lectura. Si se acepta a ésta como un complejo sistema paralelo a los procesos de racionalidad e imaginación humanas (metonimia y metáfora, análisis e integración), se ponen en evidencia los límites existentes en el comportamiento cultural posmoderno, que Jameson entiende como una combinatoria infinita de elementos, y se evidencia una cuestión hermenéutica fundamental, cuestión que disolvería la visión que entrega el autor de la producción artística posmoderna como un mero pastiche  que integra elementos en una aleatoria indiscriminada, sin supuestos sentidos, sin la presencia de estructuras profundas como las que este acercamiento hermenéutico plantea existentes bajo las poéticas analizadas por este trabajo en un contexto que quizá deberíamos llamar posmoderno. Esta situación, por otro lado, no favorece el uso de algunos procesos textuales en esta producción, como por ejemplo la parodia, que Jameson acertadamente clasifica como uno de los procederes fundamentales de las obras artísticas modernas.

Este espacio, descubierto en esta emergente producción poética, desde el tratamiento de materias contextuales, el análisis textual y la elaboración de un sistema que organiza el comportamiento literario tradicional de esta promoción, no pretende sugerir la presencia de líneas hermenéuticas válidas para cualquier producción actual, sino que dependen de un contexto determinado por la situación y el género del discurso.

Si bien las continuidades que pretendo existentes en esta pormoción de poetas de jóvenes no son válidas para varios de los narradores de similares edades, sí son aplicables a escrituras de similares intenciones: por ejemplo, las crónicas de Pedro Lemebel, reunidas bajo el título de La esquina es mi corazón (Santiago, Cuarto Propio, 1995) y los poemas de Nicolás Díaz. Estas escrituras podrían pensarse como simples pastiches, bajo el concepto de Jameson, pero se entregan al lector como escrituras que recuperan unos códigos de las periferias de la "tribu" y no conviven, en el espacio público, con el pastiche mayoritario de los discursos: escrituras ambas que establecen marcas no deseadas, límites que se accionan y sancionan como políticos al compararse con el contexto al que aquí se refiere.

Las escrituras de los poetas antologados, habitantes de la sincronía (no la sincronía igualadora del panorama artístico posmoderno, sino la sincronía de la rebelión del presente, de la que habla Paz), que Jameson opone a la diacronía, espacio temporal de la modernidad, establecen en su juego entre producción y tradición la permanencia de la ansiedad (anxiety) (36) como motivación hacia la "rebelión" del sujeto escritural frente a sus precursores, el cual, bajo las distintas mediatizaciones que ya se han anunciado, configura el comportamiento literario de esta promoción.

Esta ansiedad o angustia, atributo de la poesía moderna que el crítico norteamericano Harold Bloom reconoce en la tradición poética anglosajona como una estructura intersubjetiva, pero concreta, que pervive fuera de la linealidad histórica, se vuelve insustituible como concepto en esta promoción, pues se escenifica en un sujeto poético encarnado en una imagen figurativa, la imagen del poeta -supuestamente desaparecido tras la "muerte del autor"- que se comporta situado en su circunstancia, la que se integra a una estructura profunda -inexistente en el concepto de posmodernidad de Jameson-, la cual se establece en el espectáculo (37) del texto, poniendo así en cuestión la banalidad del espectáculo textual ("lógica espacial del espectáculo", según Jameson(38)), porque pese a que "todo es disfraz" como escribe Alejandra del Río, lo "verdadero" se logra a través del cambio en el "viaje" de los diversos disfraces del sujeto, diversos "cambios de piel" que dejan marcas memorables como, por ejemplo, las "suturas" de un "suelo hecho de parches" (Del Río), un territorio mestizo que si bien da cuenta de la transformación de estilos modernos en códigos posmodernos (Jameson (39)), siguen develando significativamente, no en un sinsentido, diferencias de afirmaciones étnicas (Huenún), genéricas (Díaz, Del Río) o religiosas (Herrera, Díaz) a través de la utilización de diversos discursos donde la ruptura de la cadena significante (Lacan (40)) se realiza contra el "nombre del Padre" y su sintaxis (Lacan), sea este "padre" la figura del Padre, generador de la Palabra, o la figura del antecesor (Bloom (41)) o, más bien, ambos al unísono, como sucede en los poemas de Del Río (diosa-Padre/ Del Río-Gabriela Mistral) o con la sintaxis entrecortada de Araya (crisálida-Padre/ Araya-Gonzalo Rojas) y los fragmentos de discursos ligados por suturas de otros discursos (rizoma (42) -Padre árbol) en la poética de Díaz, o, ya desde el título, la descomposición -una variación clásica y antipoética a la vez de la metapoesía de Lihn- de El árbol del lenguaje en otoño de Andrés Anwandter.

De lo anterior deriva una manera particular de ver y practicar la propia existencia literaria. La detención del tiempo ante el vacío de los cambios, imagen temporal de estos poetas, los lleva a decidir entre ser fulminados por el peso desmesurado de la "tradición" o su angustiosa y personal lectura. Esa decisión adquiere correspondencias vitales que estos poetas exhiben ante un medio ofensivo y aplastante: la apatía, la reflexión, la mueca irónica, la conciencia delirante, la predisposición mística, la expresión de la furia, son actitudes que contraponen el tiempo degradado a espacios que no son sólo productores de nostalgia, pues los poetas transmutan la intensidad de la experiencia vital del instante en la intensidad del acto de escritura del poema, hecho que compromete, como dice Preiss (43), la existencia. Así, el momento vital y el momento del poema, y el momento, también vital, de la contemplación de la "tradición", son estadios cuyos límites se difuminan: los límites entre la literatura y la experiencia, no lo real-referencial -la experiencia que se comunica está irrealizada, transmutada por la visión poética- siempre distinto a la autorreferencialidad del poema. Intensidad vital del momento, intensidad del momento de la escritura y, luego, intensidad del momento de la lectura.

Desde esta perspectiva el acto de la escritura se configura como un placer o un dolor, un don o un castigo, una condenación o una salvación, que no rebasa los límites personales, pero que se comunica como un "secreto" a través de otro acto, al que atiende de modo preferencial esta promoción de poetas: el acto de la lectura. Basta con atender a los poemas de Antonia Torres, la multiplicidad de la cita en El árbol del lenguaje en otoño de Andrés Anwandter, la constante reflexión estética de Y demora el alba de David Preiss, el inédito de Alejandra del Río, titulado Escrito en braille, entre tantas otras metáforas y referencias a la lectura. Este acto no recorre el espacio desde el ámbito de lo personal hacia lo público, sino que se transporta desde la situación de la escritura hacia el ámbito de lo interpersonal e intersubjetivo. Este acto, ya se verá -eliminada la existencia de un uno, "yo es otro", Rimbaud dixit- devuelve no sólo la comunicación del "otro" textual con el "otro" lector, sino también con el "otro" leído, el "otro" encontrado en algún lugar del mapa de la tradición -no un territorio histórico, sino un ámbito que adquiere las características de un imaginario sin tiempo- del que el "otro" textual se vuelve, a su vez, un "otro" lector.

Se trata aquí de una serie de poetas a la que no podemos llamar "grupo", que tampoco se pretende generación en tanto "grupo de ruptura colectiva", pero que presentan un eje unitario anclado en la interindividualidad a la que apuntan las anotaciones anteriores: por sobre su concepción personal del canon los une una relación de "secreto de iniciados" que los integra en la diferencia, no igualándolos sino estableciendo vasos comunicantes, una especie de rizoma ( (44)) entre lector y poeta, que es a la vez lector de otros poetas coetáneos y otras obras que supuestamente pertenecen a una determinada tradición que la lectura vivifica, sacándolas de la linealidad, y hace entrar en el "secreto": el espacio creado es una especie de intercomunicación a partir de la poesía y su práctica, sujetos aislados que no se comunicarían de otro modo si no existiera esa conexión personal con sus predecesores, una imagen construida como una "fantasmagoría". Finalmente, con respecto a la constitución de una "tradición", parece postularse que este proceso subyace a todas las obras poéticas rescatadas como predecesoras, fundamento que supera, en el caso de los poetas más influyentes, los diversos postulados estéticos colectivos de ruptura. La poesía, medio de una particular comunicación, es un "acto al margen", como dice Andrés Anwandter (45). Esto que parece plantear la poética de esta promoción para el contexto literario nacional, coincide con lo que Octavio Paz designa como el comportamiento fundamental que él observa en la poesía moderna de occidente (46).

Hija contradictoria de la posmodernidad y de la "aldea global", la "lectura secreta" se practica, alejada de todo voluntarismo estético colectivo, contra ellas y gracias a ellas. Es un "secreto de iniciados", mujeres y hombres que se encuentran, como lectores y productores, encerrados en ese círculo cuya existencia permite, a un tiempo, la amplia posibilidad de las lecturas y una concepción abierta de la "aldea tolstoiana", pero al mismo tiempo se niegan, por ese mismo convenio de "conjurados", a participar de un contexto que convertiría sus producciones en meras mecancías de infinita disposición, entregando el espacio interior del poema a la falta de límite, al sinsentido. Por eso: "Los bufones están en otra parte/ No tienen noción están en otro círculo/ al que arrastraron también a los escuchas", en el poema "Hammellin" de Germán Carrasco (47).

Esta concesión quitaría intención al hecho literario encifrado desde un particular contexto personal para un desciframiento igualmente personal. Las ediciones limitadas -muchas veces producto de la necesidad- son, sin embargo, un medio de difusión correspondiente a estas intenciones literarias, que mantienen en conocimiento al círculo no homogeneizado de "iniciados" que se oponen, al menos en estos plazos, a la publicación editorial para un lector medio del que estos poetas se ven alejados a causa de la formación de éste a través de las imposiciones -aparentemente elecciones, donde éstas pierden sentido- del medio cultural y del facilismo de los medios de comunicación de masas.

Este lector parece ubicarse no sólo entre estos "iniciados", sino también, y por sobre todo, en otro tiempo y en otro espacio. Tanto en el libro principal de Cervantes, o en la obra de Gabriela Mistral, por ejemplo, -quien permaneció silenciosa hasta convertirse hoy en uno de los predecesores principales de la poesía chilena- parece construirse un lector que ya no existe como público a su lado (el poeta trovador), lector que se continúa en el contexto posmoderno como "público de masas", sino en un "círculo" que se constituye también como heterotopía, pues es un espacio cerrado imaginario que se extiende más allá de cualquier espacio físico determinante y es, al mismo tiempo, cualquier lugar donde se cierren "las puertas y ventanas", "las puertas y las llagas", como escribe Del Río. Ese espacio al que se ingresa después de cumplir con ciertas condiciones que impone el propio poema, vence el tiempo lineal concibiendo un lector planeado. Los textos no conceden, en los mejores casos, una anécdota, y tratan de hacer presentes, en los niveles en que puede llevarse a cabo una lectura anecdótica, marcas que espejean la lectura hacia espacios reflexivos (Anwandter) o espacios mitificados (Del Río, Huenún). Estas técnicas, estas tácticas, son atraídas hacia el texto desde, por ejemplo, las Soledades de Góngora, donde desplazan al lector, apenas aparece la historia contada del poema narrativo, hacia la imagen, o, como sucede en El ingenioso hidalgo Don Quijote de La Mancha, desde los niveles concedidos a lo "antiguo" (aventura) y a lo moderno (verosimilitud) en una obra que parece pedir ser leída por un lector planeado (¿contemporáneo?).

Los poetas de esta promoción participan de un modo de lectura alejado del modo grupal de lectura de las generaciones modernas: la condenación o acercamiento a un pasado literario inmediato desaparece y se extiende críticamente a éste como a otros comportamientos en cualquier "lugar" de la "historia literaria", cercano o alejado en el tiempo. También desaparece la admiración grupal a unos determinados modelos literarios, como fue el caso de los modelos en competición de Sartre y Camus durante la década de 1950 entre los narradores chilenos, modelos ante los cuales se optaba colectivamente, estableciéndose de este modo un patrón literario generacional. Cada poeta ha realizado una lectura personal de algunos poetas determinados, mientras que aquello que de la obra se lee (la "entrada" por la que se accede (48) convive en el "claustro" de la "lectura secreta": se privilegia el modo de lectura y no la sustancia leída; el lector se enfrenta a un tipo de acercamiento tradicional modal que investiga los complejos permanentes de las "máquinas" productoras, y no sus particularidades ceñidas al contexto de ruptura; es decir, se enfrenta a un problema herméutico.


I Hacia una nueva  situación

II Los discursos

III Las agrupaciones: entre la    afirmación y la negación

IV El problema de la posmodernidad: la "lectura secreta"

V El problema del canonVI Los naúfragos

VI Los Naúfragos