nació en Concepción el 25 de octubre de 1972. Es Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad de Chile. En esa misma casa de estudios conformó el "Grupo Códice" y colaboró en la publicación del boletín "Cave Canem", en la revista "Licantropía" y en la antología Códices, de la que es coautor. En 1987 publicó el poemario La noche venenosa (Concepción, Letra Nueva) y en 1989 fue antologado en Las plumas del colibrí. Quince años de poesía en Concepción. Ese mismo año publicó el poemario La huella del olvido. En 1992 fue becario de la Fundación Pablo Neruda, y en 1994, con La rosa del mundo (Santiago, Lom, 1996) obtuvo el primer premio en la categoría inéditos de los "Juegos Literarios Gabriela Mistral". Entre 1997 y 1998 cursa el Doctorado en Literatura Española Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid. En este último año obtiene un accésit en el "VIII Premio de Poesía Jaime Gil de Biedma" con el poemario Las jaulas, que será editado por la Editorial Visor.


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YO NO CREO EN LAS ESTATUAS
LA ROSA DEL MUNDO
LA JAULA DEL CANTO
LA JAULA DE LOS ESPEJOS
JAULA DEL PADRE
LA JAULA DE LA SENTENCIA

 

* * *

Yo no creo en las estatuas,
las estatuas son dioses que nunca he conocido,
que nunca han padecido frente al mar al mirarse el corazón.

Yo no creo en el filo que hay detrás de algunos huecos
ni creo en la oración que esas vidas tan largas nos provocan
ni en las filas que orinan una enorme ave frente al amanecer de la piedra.

Es que hay paisajes que me hieren las manos,
su ruido de alas mojadas, su ruido de semillas que arden,
y yo no quiero hablar de los reinos donde está encendida siempre la lengua de                                                                                               \ mi madre,
yo quiero hablar como habla el manzano,
preciar un labio más que oír el relámpago
y en la algarabía de la música saber la estrofa de los vientres como un

                                                                       \ parlamento conocido,
poseer la ceguera de la nieve, de sus bestias gemelas y enterrarlas.

Yo no creo en las estatuas y aguardo en mitad de mi lengua el oficio de los nigromantes,
su ópalo gastado en los desiertos contra el hueso del hambre.

Yo no creo en los dioses que tienen un olor a ceniza
ni en los ojos redondos que la lluvia conoce,
que la lluvia fermenta despacio con su negra corona,
dueña de la flor, de la piedra y del agua.

Yo no creo en las estatuas ni en sus labios que arden poseídos de pájaros

                                                                                         \ rojos,
no creo, yo no creo sino hasta que mis manos hayan bebido cada muslo que

                                                                                          \ quema.

de La Rosa del Mundo

LA JAULA DEL CANTO

Cuánto amo todavía mi buche hinchado de presagios, mi vientre preñado de
                                                                                        \   tormenta,
cuánto quiero a mi animal que se echa a dormir los días de lluvia junto al

                                                                                         \   patio,
mi bestia que se tiende mirando hacia el sur con la lengua teñida de números

                                                                                         \ impares,
su lengua que llega hasta el mar para lamer la barba de mis antepasados,
los brazos abiertos en honor a mis deudos indicando la casa de los polos,
el desastre del pájaro que silba en el jardín quemado por el viento de las

                                                                                         \ premoniciones,
la cantidad de almendras que ahora he de contar para morder las sílabas que

                                                                            \ me otorguen la gracia,
los heliotropos que acarrean el mal, el canto como una gran paloma.

Cuánto amo todavía mis orejas como imanes de una fertilidad que no cabe en
                                                                                         \ mi boca,
mi espejo sin azogue con el día enterrado al final de la noche,
mi uña melancólica que araña en el fondo el papel de plata junto al tigre,
mi cabello mojado por el agua sin nombre que cae como un alambre lento en

                                                                                         \ las              
                     destilerías,
un hilo que se despeña en vano del alambique que ata las palabras con fuego
y se acerca a mi frente y se extiende en el frío y cumple su mandato cuando

                                                                                         \ aúlla en mis
                      huesos
y es otro el que se llueve y se escurre sin pausa
y restriega a mi hijo y mis llaves con arena,
los enigmas, las piedras, las manos que irrumpen de noche con las largas herencias.

Cuánto amo mi cabeza destinada a la sal que llora la plegaria,
la oscura radiación de los lechos que entierra el vendaval de hormigas,
la caja cerrada donde escupen, el saco que llenan las víctimas con nieve,
las negras guarderías donde viven los graves rayos inmunes,
el lamento de las tortugas en el abecedario,
la mujer decapitada con un ideograma en la rodilla,
la cabeza del poema que arde en mi cabeza de madera cortada,
tabla de oscuridad, pájaro negro contra el cielo arañado por los discos.

Cuánto amo mi nombre y mis falsas predicciones sin dueño,
mis pobres ropas en la fotografía del tiempo entregado como limosna a los náufragos,
el túnel tan ajeno con que intentan probarme,
la avispa en las bodegas donde canto
y oigo a un anciano y a su madre hablar de los incendios
y entonces reconozco a mis hermanas,
un rostro con dos cestas donde yace abundancia.

Amo todavía mis cantos, el polvo de mis venas,
mis instrucciones para arder en el vocablo del sábado,
pero no he comido de ellos, su fe me ha abandonado,
el suicidio del pájaro de Dios contra el árbol sin cielo,
el adulterio blanco que eyacula las letras de la palabra hijo.


LA JAULA DE LOS ESPEJOS

Lo cierto es que los dioses no debieron dejarse ver,
su sombra muerde en el umbral de los ojos mortales,
una mano delgada apenas se posa sobre la madreselva,
medio rostro asoma quemado por el aliento de la vegetación,
un ojo encinta de luz, una luz decaída y musgosa
lame el cuerpo con suave piel de yedra
que apenas roza la lengua en el dintel, su saliva
de oscura anunciación teje en los dedos una red de silencio,
un resoplido tuerce el maicillo sin medir la ebriedad de la víctima,
es dorada la harija cuando cruza la luz con su manto
y su efecto es el mal,
                                un paso
abre la túnica cerca del hilván, el paso
de la cierva preñada que va a saltar al aire, un pie
desnudo en el boscaje del relámpago, el tobillo
donde toda la leche fosforece
y destila sin término por la garganta del encubridor.
                                                                         Lo cierto
es que los dioses no debieron dejarse ver, menos de noche
acercarse por un camino invisible
que alguien más dibujó para que ellos vinieran
bellos, desposados con una soledad sin hospicio, con toda
su falta de educación, cuando estamos dormidos
nos palpan el borde de la piel
o el arco dulce de la cara, y entonces, sin ruido
una niña abre toda la luz al correr la cortina
de la estancia repleta de sombras, y en ese largo embudo
un alambre mojado tirita en la red interior
y la niña se escapa, y la cierva nos huye
y aquello que deseamos es hambre
cuando reina el verano y en un tiempo redondo el estío
igual que un viejo encorvado se presenta, saciado en él, triunfante
con su pata de abeja, su pezuña
que quema el pasto seco
y lo devuelve sucio sobre sus mismas huellas,
infinito en la rueda de la transformación.

Sin dejarnos dormir se acercan con cuidado
por las piedras del río que divide aún la Eternidad
de este lado del mundo más sutil en las sombras.
Allí la claridad, sus reflejos que hechizan, aquí
las hermanas pequeñas se ríen del domingo final.
"Este niño no debe morir", piden las nanas
agazapadas en su solemnidad,
"En esta habitación viven los males".

"Ese Espejo es mi Espejo",
me dice aparecida la Figura: "Ese cuerpo es tu cuerpo,
pero su peso es mío ¿si me llevo mi parte
qué te quedará?"
                        Lo cierto
es que los dioses no se dejan ver
ni de día ni a la hora de la oscuridad
cuando el mundo se acaba y los ojos
rojos de los conejos expuestos en el desolladero
brillan bajo la luz del error. Los invitados entran
y heridos de tanta perfección, nosotros, nos callamos
mirando de reojo la belleza
que se golpea contra las bombillas de la realidad.
                                                                       La verdad
no hace amistad con las potencias, ellas
no tienen corazón, pues en su estado
no hay más que liquidez de luz, finos hilos de baba
que descienden de un gran caracol
y esparcen un olor que no es de este mundo.
                                                                   Llueve
sobre las tablas de la oscuridad la cabeza cortada de los dioses, llueve    
sobre mi propia frente.
                               Abro los ojos
y en esta habitación miro mis males.

                                                                       para Juan Cobos Wilkins.


JAULA DEL PADRE

De todos los que comen de esta mesa
el único que vive de su fuego es el padre.
Yo no sé de donde vienen estas piedras
ni tampoco conozco a quien las trajo,
pero aquí las comemos, pero aquí las mascamos.
Salvaje padre sorprendido en tu error,
enemigo caliente de mirada amarilla,
me refiero a tu casa quemada por los bárbaros,
me refiero a tu lecho marcado por un nudo,
me refiero a tu alma que sale a predicar a la calle
el domingo volcánico de los evangelios,
palabra medio rota que envenena el suburbio
coronado por la lengua de un ángel,
coronado por la lengua que has de obedecer,
el decimal que te dará la muerte.
Padre en silencio, eliges el peso de tu voz,
el exacto calibre que arma tu vergüenza,
el bastón de la rabia, el cristal de la sed
cuando el cáncer congela tu garganta
y te deja alucinar en su hueco.
Padre furioso contra un sol de neón,
padre furioso contra un grito de fuego,
encerrado con la luz que no entiendes,
encerrado en la jaula del mal,
perseguido por tus bestias de piedra
ofendes la raíz de los árboles.
Los moros hablan en lengua de cascada,
llenan la calle de abejas y restos de miel,
llevan otros dioses, traen otra ley,
un tibio cascabel atado a la cintura.
Las hormigas se comen un perro,
el perro se come la cara de un hombre,
el hombre el excremento de un buey.
Bajo las mantas están tus hermanos
agazapados en la lágrima de su propio calor.
Este fuego es su fuego, y es mi fuego también,
este fuego es su hambre con las alas de mosca.
Un hombre se come la cara de un hombre.
Yo, mi padre, el padre de mi padre.

Para Guadalupe Grande


LA JAULA DE LA SENTENCIA

I

Cuídate de los viajes, hijo mío,
cuídate de los viajes y de los trenes
y del tambaleo de los barcos en la batalla del amanecer.

Cuídate de los trenes
y de la tierra donde baila sepultada una llama,
cuídate de los barcos y de los fuegos fatuos
como escondes tus rodillas del tormento de la tempestad.

Nunca entenderás el recorrido de los animales
por las veredas y los parques,
los animales malos que se comen la sed.
Nunca entenderás los ojos de los perros
que desaparecen tras el silbido de los cazadores.
No me digas que no has visto
los animales negros que tienen cara de anciano.
No me digas que no has visto
los caballos cansados que cruzan con sus patas la verdad.

Ten cuidado de los viajes,
ten cuidado de los trenes y de las potencias malignas
y de perderte entre tus propias aguas.

No dejes tu sombrero fuera de la casa,
no dejes tus guantes lejos del amanecer,
porque las hormigas te golpearán con sus antenas hasta causarte daño,
porque las piedras arderán en tus zapatos negros,
para que aprendas a no jugar con las líneas de tus manos,
para que recuerdes, hijo mío,
que el norte de las brújulas se come la cabeza de tu propio animal.

Cuídate de los viajes,
cuídate de los viajes y de los trenes
y del tambaleo de los barcos en los mares sin ley,
porque en los viajes va la muerte hablándote al oído,
porque en los trenes va la muerte sentada
y en los barcos va la muerte de pie.

para Ana Rossetti

III

Los que marcan los libros mueren jóvenes,
lo invisible quema nuestros actos con la fuerza del sol.
No hay libertad en la transparencia de las partituras,
no hay libertad a la hora confiscada por el cielo,
tatuamos nuestros días con el dedo de un dios.

Hijo de la paz y las decapitaciones,
hijo de la semilla que derrama el ahorcado,
no hay libertad en los ladrillos rojos,
no hay pureza en la palabra que dicta la noche a los patios.
Escondes tus libros del amanecer,
no pones en ellos tu nombre,
sólo tu luz de animal,
sólo tu caballo en la casa del padre.
No estás a resguardo,
no estás a resguardo.

Temes más a los vivos que a todos los espectros.
Mueren jóvenes aquellos que se van,
los viejos mueren viejos en sus camas,
los que marcan los libros y los que no los marcan,
los que cantan plegarias,
también los que maldicen,
los que esperan en la paz del señor,
los que van a la guerra con traje,
todos, todos.

Sólo tú cuando comes el fuego,
sólo tu caballo en la casa del padre,
sólo tu luz de animal,
hijo proscrito contra mi abecedario,
hijo cojo ante el ramo del sol.

Los que marcan los libros mueren jóvenes,
también los que les rezan,
también los que les ladran.
Cualquier otra verdad es ominosa,
cualquier otra mentira es un campo de alambres,
la palabra que viene, va descalza.

para Antonio Dueñas

de Las jaulas