POESÍA DE JORGE TEILLIER

por Ignacio Valente
 

 

Nacido en 1935, autor de seis o siete breves colecciones de poemas que hoy se antalogan bajo el título de Muertes y maravillas (Ed. Universitaria). Jorge Teillier no es de aquellos que "son poetas porque escriben poemas", sino de los que "escriben poemas porque son poetas", es decir, de quienes hacen primar la existencia poética como forma de vida personal, y conciben sus propios textos como imperfectas objetivaciones o residuos de ese modo de existir humano.

Aunque la disyuntiva entre poeta y poema me parece simplificadora –como todo dilema entre sujeto y objeto- y no comparto la mitología del poeta como un ser superior a su propia obra (pues en poesía lo que no llega a ser lenguaje es indiscernible), el hecho es que la compresión de Teillier de su obra- exige situarse metodológicamente en esa filosofía neorromántica de sí mismo y de la poesía , que preside su desempeño literario. "No importa -dice- escribir buenos o malos versos, sino transformarse en poeta" Ya Rilke propuso, en su tiempo, algo semejante; es cosa personal de Rilke -o de Teillier- el asumir tal o cual forma de existencia, o aún, el suponer que haya algo así como una forma poética de vivir y de estar en el mundo; a nosotros, lectores, ese programa nos interesa porque en su desarrollo he engendrado buenos versos, como los excelentes de Rilke y –guardadas las proporciones- como los buenos poemas de Teillier.

Otros propósitos o conceptos de su poética tienen también un alto sabor Rilkeano. Del prólogo extraemos los siguientes, sin duda operantes en la forma de su propia poesía: el carácter no social político ni ideológico de su inspiración, ligada más bien a experiencias universales de la naturaleza, la infancia y la muerte; el carácter "arcaico" del poeta como sobreviviente de un paraíso perdido, como testigo visionario -hoy forzosamente marginal- de esa edad dorada de lo humano, y como "guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores", concepto que evoca muy directamente a Hölderlin. Por fin está su sentido "lárico" de la vida y de la poesía , heredado también de Rilke: la experiencia de las cosas -un árbol, una casa, unos zapatos- como impregnadas de vida humana; de afecto y meditación, frente a esos simulacros de las cosas que nos trae la civilización industrial y la sociedad de consumo. Este sentido lárico tiene también una implicación autóctona, de fidelidad a la tierra, de arraigo con lo propio (que en Teillier significa el sur de Chile, las aldeas y los campos australes), frente a la ilusión cosmopolita y al carácter urbano de otras escuelas literarias.

Hace un mes no llueve
Nidos vacíos caen desde la enredadera.
Los cerezos se apagan como viejas canciones.
Este mes será de los muertos.
Este mes será del espectro
       de la luna de verano.

Entre los poetas chilenos de su generación, Teillier comparte con Efraín Barquero este sentido de los lares. Cosa curiosa, sin embargo, los dos –tan fieles como se quiera a su aquí y ahora- han ido a buscar bien lejos las raíces "nativas" de su lenguaje y de su mitología. En cuanto al lenguaje, no es la tradición castellana su alma mater verbal, y esto se nota en su imprecisión, imperfección, desmaño de su decir. En cuanto a sus mitos y atmósferas, Barquero los ha descubierto en el lejano Oriente, en la China intemporal; y Teillier participa intensamente de cierto clima espiritual y afectivo nórdico de los aires supernaturales y las presencias telúricas de K. Hamsun, S. Lagerlof, Geor Tralkl, Poe... Los lares en cuestión son una trasposición de mundos esclavos y germánicos sobre la experiencia nativa del sur de Chile.

La estructura de estos poemas es vacilante, poco orgánica; el arte de la composición no es su fuerte. El detalle verbal también es descuidado, así como el sonido y el ritmo, muy vecinos a la prosa por su falta de elaboración. Su verdadera energía está en otra dimensión: estos textos de Teillier, nombrando ciertas cosas o claves familiares de su mundo, convocan una carga de intimidad, una resonancia afectiva, como una melancolía guardada y recóndita que el poeta libera al rozar con la palabra sus objetos conductores. La fuerza está en la imagen y en la emoción difusa que ella contiene: en ciertas imágenes que revelan secretamente un mundo, un universo poético, una manera de mirar. Este mundo, naturalmente, no puede ser explicado: es un más allá cuyos signos preferentes en el más acá son la aldea, la tierra, la lluvia, los manzanos, el último tren, la infancia, las estaciones, los forasteros, los muertos... No se trata, por cierto, de ninguna de estas realidades, ni de la suma de ellas, sino del trasmundo que ellas abren, del País de Nunca Jamas, de un dominio perdido:

Un desconocido silba en el bosque.
Los patios se llenan de niebla.
El padre lee un cuento de hadas
Y el hermano muerto escucha tras la puerta.

Poesía de la memoria, la Teillier intenta a cada paso iluminar tras la situación inmediata el paraíso perdido de la infancia humana. Es notable como el libro entero repite un solo poema, incesantemente ensayado de nuevo en distintas condiciones. El paisaje espiritual es siempre el mismo; el tono afectivo de nostalgia que lo impregna, también. Constante es, asimismo, el personaje habitante o forastero de aldeas que son imágenes del mundo, y el sentido del tiempo corroído secretamente por la muerte.

Ignoro si Jorge Teillier ha alcanzado la existencia poética que añora sobre el mundo. Personalmente, desconfío de esa existencia como categoría moral, que empuja tan fácilmente a la poesía a asumir un carácter sacro. Pero lo cierto es que la obra poética de Teillier vale y pesa por sí misma. El autor ha llegado a escribir verdadera y personalísima poesía; ha progresado visiblemente de libro en libro, y sus Muertes y maravillas pesan en el panorama de nuestra poesía.

 

En El Mercurio, 19/ diciembre/ 1971.

 

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile