LAS RUINAS Y JORGE TEILLIER

Por Ana Traverso Munich

 

Jorge Teillier llegó a formular, en el transcurso de su vida, una coherente visión de la literatura o "arte poética" que tiene innegables afinidades con el romanticismo. Basta pensar en algunas de sus propuestas, como por ejemplo: la unión entre vida y poesía, el regreso a la aldea como muestra del rechazo (velado o inconsciente) de la ciudad moderna, la creación de un mundo imaginario tendiente a mostrar la otra cara de la realidad (la "realidad secreta"), la búsqueda de arraigo en la armonía de la naturaleza, la vuelta al ingenuo mundo de la infancia y la confianza en el sueño, la memoria y las leyendas.

Desde esta concepción literaria, Teillier leía a Vicente Huidobro, Ray Bradbury, Salvatore Quasimodo, Saint-John Perse y también a los poetas que él comprendía como de su propia tendencia: los "poetas de los lares". A pesar de la aparente diversidad temática, Teillier logra hacer una lectura que tiene la virtud de lo naturalmente entrelazado: su poesía recorre los mismos temas de sus ensayos y su vida se corresponde con su poesía de acuerdo a su filosofía neorromántica. Esta lógica de las "correspondencias" –aspiración también romántica– resulta seductora y convincente (tan convincente que desde la aparición del término "lárico" no hemos hecho otra cosa que leer su poesía bajo este marco).

Ahora bien, este orden casi cósmico es justamente el que no encontramos en su poesía. Como lo sugiere Teillier, podemos buscar en sus libros señales de arraigo, armonía y plenitud, convirtiéndonos en los cómplices de su insatisfacción. Ya en el tren hacia el pueblo natal, el óxido de los rieles y la maleza de los caminos son un presagio de la dificultad de suspender el paso del tiempo. Al llegar al pueblo, descubre que éste ha sufrido un grave proceso de deterioro, que los habitantes lo han abandonado y sólo sus ruinas recuerdan un anterior tiempo feliz.

Hablo de ruina ya que es una palabra que frecuentemente utiliza, aunque el término conlleva una grandeza o esplendor pasado que no se ajusta a la imagen de un pequeño pueblo abandonado. Sus modestas construcciones se han ido desvencijando lentamente –el molino, el granero, una puerta–, y en esta distendida decadencia no ha operado otro factor que el tiempo. Ni un grave fracaso económico (como en el caso de las salitreras), ni una crisis cultural (como en las ruinas romanas), ni siquiera la violencia de una naturaleza devoradora, dominante, han actuado sobre este mundo. En este total desmoronamiento, que afecta al paisaje, a las construcciones y al mismo poeta, no opera una fuerza externa. El mundo lárico se consume, decae con la naturalidad del crepúsculo o del otoño. Tiene la imprecisión de la niebla, los fantasmas, desdibujado por una percepción desencantada.

Tal vez la única fuerza presente en esta poesía, aunque débil y fugaz, sea el voluntarioso deseo del poeta por encontrar un arraigo. En un lugar en que "donde se ponen los pies / desaparecen los caminos", este anhelo resulta evidentemente insatisfecho. Pero aún así, el poeta acierta a dar recomendaciones desesperadas, últimos recursos de sobrevivencia, en que aferrarse a un puñado de tierra para no sentirse solo y "beber un vaso de cerveza / para prolongar la tarde" pueden ser una ayuda momentánea.

Posiblemente, la mayor muestra de voluntad sea la negativa a reconocer su experiencia urbana, persistencia que también termina abandonando desde Para un pueblo fantasma (1978), cuando irrumpe la imagen del bar y la clínica psiquiátrica. A partir de este libro, el poeta ya no cree en la existencia pasada del mundo lárico, ni en la posibilidad de representarlo poéticamente. Ha caído en el desgano de los "días sin objeto" y es indiferente al cambio, a los sueños, a la nostalgia, a su tristeza: "He perdido el amor a la sombra y al misterio / Los astros son testigo que perderé hasta la pena / Pequeño Sócrates, bebe tu pequeña cerveza".

La inicial contradicción de un poeta que desea cambiar el mundo desde la marginalidad o la rebeldía, que busca el arraigo en una edad perdida, que proyecta su esperanza en lo imposible, va debilitando su voluntad, su proyecto y se hace patente la experiencia del fracaso.

Volviendo al tema inicial, podríamos agregar ahora nuevas analogías que validan el "arte poética" de Teillier: la ilusión del joven poeta se presenta en tiempos de un exacerbado idealismo: el de los años 60, de la utopía socialista. Aunque el ideal de Teillier está puesto en el pasado, cree en los valores de igualdad, solidaridad y justicia social. La propia escritura le va demostrando que, pese a los deseos, la realidad no mejora, incluso, se hace cada vez peor. Pensemos que el poeta abandona el proyecto de evocar la aldea en plena dictadura. Esto lo lleva a asumir su residencia en la ciudad, haciéndose crítico del presente e ironizando su condición de cesante, fracasado y alcohólico.

En este desarrollo, Teillier podrá experimentar el fracaso –el fracaso que llevó a muchos románticos al suicidio–, pero su utopía permanece, aunque sea como ideal inalcanzable.

Como se ve, es el propio proyecto romántico el que se autoconsume. Al abrir la ventana a la imaginación y a los sueños, entrarán los fantasmas, macabras imágenes de pesadilla. Afortunadamente para los lectores, la representación de la armonía queda invalidada. Nada más desgraciado, desde el punto de vista estético, que una ronda de niños sonrientes bajo un árbol cargado de frutas.

 

En El Metropolitano, Santiago, domingo 30 de mayo,1999

 

SISIB y Facultad de Filosofía y Humanidades Universidad de Chile