Columna de opinión:

"Impresiones visuales de la primavera chilena", por Isabel Jara

"Impresiones visuales de la primavera chilena", por Isabel Jara
Isabel Jara, historiadora y académica del Departamento de Teoría de las Artes de la Facultad de Artes.
Isabel Jara, historiadora y académica del Departamento de Teoría de las Artes de la Facultad de Artes.

El efecto del neoliberalismo en Chile ha provocado que el problema central de la protesta social siga siendo, ya entrado el siglo XXI, la distribución de la riqueza y la emancipación social. Lo novedoso de estos días es que la/el ciudadana/o de a pie -en toda su heterogeneidad- ha vuelto a protagonizar la vida político-social. Y lo ha hecho también mediante un frenesí de producción y circulación de imágenes, junto con la (re)estetización de la protesta callejera, como síntesis acelerada de la década. Y es que las revueltas sociales de la globalización siguen acompañándose de una oleada de exhortaciones verbales, escritas y visuales, de simbolismos y rituales, que interpelan la sensibilidad del/la ciudadano/a, y aportan la estética y el relato necesarios, como han dicho quienes las han analizado previamente.

En ese vértigo, se ha echado mano, como es lógico, de dispositivos con eminente fuerza comunicativa, como la gráfica y la fotografía; se han reciclado e iconizado objetos que nacieron con fines prácticos (un disco pare convertido en escudo protector); se han reciclado los emblemas nacionales (el escudo con el perro “negro matapacos” y pikachu en reemplazo del huemul y el pudú); se han generado nuevos símbolos para promover fuertes asociaciones emocionales, como ojos mutilados o vendados; se ha reconvertido a los guerreros hollywoodenses o de historietas, y se han intervenido sus atributos (escudos pintados con iconografía mapuche); al mismo tiempo, se ha levantado un panteón criollo -y antes improbable- de héroes. Por otra parte, en el léxico reaparecieron las voces “pueblo” y “lucha”, se multiplican las proclamas y argumentaciones imperativas (“detrás de la máscara hay una idea y las ideas son a prueba de balas” dice un rayado), se resignificaron las palabras que, hablando de derechos o del colectivo, revitalizaron un discurso igualitario o, en cualquier caso, desconfiado de los privilegiados. Incluso la toponimia ha acusado recibo, como lo testimonia la placa que denomina “Plaza de la dignidad” a las antiguas Plazas Italia y Baquedano. Tampoco es casual que allí, como en otros sitios, la iconoclastia destruyera los antiguos ídolos para hacerle espacio a los nuevos, sean estos espurios o no. Finalmente, el ambiente teñido de emociones (sensaciones simultáneas de liberación y de peligro), el predominio de la juventud en la calle y la cruda represión, han insuflado cierta tendencia a la heroificación: cuerpos masculinos o femeninos, resaltados como aguerridos y audaces, invitan a vivir intensamente, asediados a la vez por el reconocimiento y la tragedia.

Dentro de ese clima emocional, resulta evidente el papel -y la necesidad- del carnaval, por cuanto la pedagogía política de la fiesta, mediante la simbolización y teatralización, ofrecen oportunidades intensas para la socialización de ideas y la confraternización, tanto como para el alivio sicosocial.

No obstante, cuando la multitud se disgrega, permanecen las imágenes. Sobre todo las de la comunicación digital, con las nuevas reglas del juego que aporta el espacio virtual. Antes de la “massmedia-tización” de la cultura y del imperio total de las redes sociales, en el acontecimiento visual o escénico de la acción callejera parecía predominar la creación de un producto simbólico, al cual el medio comunicacional tradicional transformaba luego en una mercancía visual a través de sus canales de distribución. Pero en la época actual, en que los medios de comunicación casi parecen sujetos, la movilización callejera evidencia cómo y cuánto se ha intensificado la relación específica con las redes sociales: murales, grafitis, carteles, coreografías y encarnación de personajes (nalcaman, pareman, spiderman, batman, pikachu, etc.), parecen construidos, diseñados, encarnados y actuados para ser vistos, fotografiados, grabados y difundidos por aquellas; de forma que más que ser transformados a posteriori en un producto/efecto visual, parecen previstos e intencionados desde su origen como tales. De esta forma, la multiplicación de los procesos comunicativos se mezcla con la agudización del giro visual, facilitando que las redes sociales las ingresen a su espacio fantasmagórico y eterno, y conviertan tales acciones y objetos visuales en iconos instantáneos y, algunos, incluso en objetos casi “devocionales” (emblemático al respecto es el caso del perro “negro matapacos”).

Si a lo anterior sumamos la enorme variedad de memes, imágenes y audiovisuales creados específicamente para las redes sociales, puede dimensionarse el papel clave que cumple la cultura visual en el presente estallido social, y en la cultura política chilena en general. Difícilmente puede desconocerse, entonces, que estamos ante una extraordinaria potencia de señales y símbolos que, innovadores o no, tienen en común ser dispositivos que han cooperado con la entronización simbólica del/la ciudadano/a común en el corazón del sistema sociopolítico, con la crítica de los privilegios existentes y con la justificación de la lucha y del cambio social.

Podemos cuestionar o celebrar el tono épico de algunas expresiones, la iconoclastia ante la estatuaria o el patrimonio públicos, la deriva “pornográfica” de la visualidad manifestante, la hiperbolización del ‘yo’ en la selfie o auto-exposición del manifestante, el dominante uso documental en la apropiación “plebeya” de la imagen, la estetización de la violencia; incluso, cuestionar o celebrar la pulsión efectista tras la réplica instantánea de la represión más cruda. Podemos dudar de que estamos ante una verdadera revolución estética, del borronamiento de las posiciones de “creador” o “público” en el circuito visual, de la primacía de la gráfica y la minoridad del arte en estas circunstancias, u, otra vez, dudar del carácter rupturista del arte político o de la politicidad del arte. Lo que sí podemos apreciar, hasta ahora, es que el “escenario” de la manifestación callejera acoge una variedad de soportes, referencias, actores y estilos que hablan de una creatividad mezclada de profanos y especialistas (galvanizada en las saturadas murallas de la Alameda), resultante del mestizaje entre una avasalladora cultura de masas globalizada (tv, cine de héroes, animé, videojuegos, iconografía futbolística), una cultura popular revisitada y una disminuida iconografía de izquierdas (pero irreductible en su banda sonora y vocabulario). Todo ello, en manos de una juventud y una población cyberconectada que, oscilando entre el activismo organizado y el espontaneísmo, encabezó (y encabeza?) la revuelta de todo un país desde el celular y la calle.

Santiago, noviembre de 2019