La peste: realidad y metáfora al final del exceso

La peste: realidad y metáfora al final del exceso
"Las vidas cotidianas han sido trastocadas y será así durante meses, sobre todo en un mundo y en un país como Chile".
"Las vidas cotidianas han sido trastocadas y será así durante meses, sobre todo en un mundo y en un país como Chile".
"¿La 'peste' de hoy será la estocada final? Está por verse y espero que lo veamos; realidad y metáfora al final del exceso", sostiene la doctora en Estudios Latinoamericanos, Ximena Póo.
"¿La 'peste' de hoy será la estocada final? Está por verse y espero que lo veamos; realidad y metáfora al final del exceso", sostiene la doctora en Estudios Latinoamericanos, Ximena Póo.
Este ensayo fue publicado en revista Palabra Pública, publicación de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile.
Este ensayo fue publicado en revista Palabra Pública, publicación de la Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile.

“Todo aquel tiempo fue como un largo sueño. La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, en apariencia cerrada, se abría bruscamente. Y despertados por ella con un sobresalto, tanteaban con una especie de distracción sus labios irritados, volviendo a encontrar en un relámpago su sufrimiento, súbitamente rejuvenecido, y, con él, el rostro acongojado de su amor. Por la mañana volvían a la plaga, esto es, a la rutina…” (La Peste, Albert Camus).

Lo anterior nos traslada al horror, a la metáfora, la conspiración, la ausencia y la sobreinformación. A lo que estamos viviendo, sin todavía creerlo, en todo el mundo.

Mientras el virus se sigue reproduciendo en las superficies, algo más profundo estaría ocurriendo a nivel planetario; algo que ya intuíamos y que en Chile, desde el 18 de octubre vino a enrostrarnos el tipo de vida que hemos llevado: una dedicada a producir sin medida, una enfocada en socavar la existencia, una instalada en el tedio de no ver el sentido de todo, una superdepredadora que por décadas ha devorado a humanos y al planeta mismo. Una suerte de cambio en el rumbo de la ecología social se ha disparado como si el virus hubiese sido plantado y, sin casi proponérselo, el efecto nos ha dejado más desnudos: no hay líderes, no hay conducta de conciencia social ni modelo de consumo capitalista que den el ancho. Esta vez, y con más fuerza, el efecto es planetario y es visto por los países desarrollados, donde la crisis del modelo capitalista es más que evidente, desde hace mucho. Y digo que “es visto”, porque son estos mismos países los que han dejado de ver los estragos del sarampión y del ébola en África o el dengue en zonas de una América Latina también azotada por la desigualdad, la falta de dignidad y las políticas no centradas en los derechos humanos.

Este virus, este COVID-19, invisible a los ojos, es realidad y metáfora a la vez. Saca lo mejor y lo peor de lo nuestro. Hoy, por ejemplo, empresarios neoliberales pedían a gritos (sí, a gritos en canales de televisión) más Estado. Son los mismos que no quieren una nueva Constitución, que cambie, sencillamente, al Estado subsidiario que nos aflige por uno garante, construido por todos y todas. Uno de verdad.

El filósofo y político esloveno Slavoj Zizek viene al caso cuando rescatamos una reflexión extendida durante estos días virulentos: “La actual expansión de la epidemia de coronavirus ha detonado las epidemias de virus ideológicos que estaban latentes en nuestras sociedades: noticias falsas, teorías conspirativas paranoicas y explosiones de racismo. La bien fundamentada necesidad médica de establecer cuarentenas hizo eco en las presiones ideológicas para establecer límites claros y mantener en cuarentena a los enemigos que representan una amenaza a nuestra identidad. Pero tal vez otro –y más beneficioso– virus ideológico se expandirá y tal vez nos infecte: el virus de pensar en una sociedad alternativa, una sociedad más allá de la nación-Estado, una sociedad que se actualice como solidaridad global y cooperación”. Aplica para el mundo, aplica para Chile, en el corazón del mundo neoliberal.

Zizek, siempre a tono con la industria cultural, dice que el “coronavirus es un golpe a los Kill Bill al sistema capitalista”. Y tiene razón, su explosión se larva dentro y tiende a no ser vista hasta mucho después. Por eso apela a una nueva forma de comunidad-comunismo-comunitarismo. Un nuevo “común” que revierta el sentido común de la codicia y la acumulación, ese de la explotación que desecha los cuerpos como si nada, a aquellos cuerpos que no producen ganancias, no cumplen las metas. La enfermedad da una estocada a esas metas y cuando se diagnostica a un empresario o político en la cumbre de la cadena, el efecto hace temblar al poder: ¿Son desechables también esos cuerpos “poderosos”? ¿tienen otro estatus? Esto nos iguala y a ellos, sobre todo, los desnuda, pese a que no se dan cuenta.

Las vidas cotidianas han sido trastocadas y será así durante meses, sobre todo en un mundo y en un país como Chile, donde conviven desde el primer hasta el cuarto y quinto mundo. Incluso, desde la sororidad, hay quienes acogen a mujeres en riesgo para que no se encierren junto a sus abusadores. Asimismo, el teletrabajo es para quienes están entre el primero y el segundo; la precariedad y el miedo a perderlo todo para quienes están entre el tercero y el quinto, la mayoría a nivel planetario, la mayoría aquí. Y, en la otra vereda, la mejor, ha habido solidaridad, cuidado mutuo, canciones desde los balcones unidos, conciencia para apoyarse en equipos de trabajo, familias o amigos que no dejan solos/as a quienes pueden ser más golpeados/as. Y ha habido cordura y convicción al exigir medidas drásticas, en el mundo y aquí. Que han llegado tarde, lo han hecho, pero la presión ha servido para propiciar cambios. Somos testigos del colapso, somos testigos de que aquí nadie se salva solo/a, como hemos susurrado y gritado en las calles desde hace tanto.

Haciendo alusión a la doctrina del shock, vieja fórmula que reflotó la periodista Naomi Klein tras el desastre del huracán Katrina, en Estados Unidos, es posible ver en simple los estragos del capitalismo de desastre, los cálculos electorales, las luces sobre quiénes y sobre quiénes no, siguiendo el modelo occidental de todo el siglo XX. Ahora Klein ha reflexionado en la prensa, alegando contra quienes, desde la sospecha y el individualismo patético, sostienen que “yo me ocuparé de mí y de los míos, podemos conseguir el mejor seguro privado de salud que haya, y si no lo tienes es probablemente tu culpa, no es mi problema: Esto es lo que este tipo de economía de ganadores pone en nuestros cerebros. Lo que un momento de crisis como este revela es nuestra interrelación entre nosotros. Estamos viendo en tiempo real que estamos mucho más interconectados unos con otros de lo que nuestro brutal sistema económico nos hace creer”.

Klein, desde lo cotidiano, apunta al micro-miedo, a ese que se contagia fácil, que también hace cálculos: “Podríamos pensar que estaremos seguros si tenemos una buena atención médica, pero si la persona que hace nuestra comida, o entrega nuestra comida, o empaca nuestras cajas no tiene atención médica y no puede permitirse el lujo de ser examinada, y mucho menos quedarse en casa porque no tiene licencia por enfermedad pagada, no estaremos seguros. Si no nos cuidamos los unos a los otros, ninguno de nosotros estará seguro. Estamos atrapados”. Estamos, además, con miedo a nosotros/as mismos, a las noticias falsas, al Otro que es realidad y metáfora, cuando el Otro somos nosotros/as mismos/as, como lo explicaba Ulrich Beck en La sociedad del riesgo, hace años, cuando ya en el Oriente Próximo, por ejemplo, el riesgo era y son bombas sobre vidas que no han alcanzado a despuntar.

Arriesguémonos a una cuarentena global, a no salir, a parar, a bajarse, a asumir que esto ya no da para más. Así podemos regresar a Camus y esta pestilencia que de vez en cuando nos convoca a recordar los fallos de un sistema cruel: “Hombres que se creían frívolos en amor, se volvían constantes. Hijos que habían vivido junto a su madre sin mirarla apenas, ponían toda su inquietud y su nostalgia en algún trazo de su rostro que avivaba su recuerdo. Esta separación brutal, sin límites, sin futuro previsible, nos dejaba desconcertados, incapaces de reaccionar contra el recuerdo de esta presencia todavía tan próxima y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestros días. (…) Era ciertamente un sentimiento de exilio aquel vacío que llevábamos dentro de nosotros, aquella emoción precisa; el deseo irrazonado de volver hacia atrás o, al contrario, de apresurar la marcha del tiempo, eran dos flechas abrasadoras en la memoria”. ¿La “peste” de hoy será la estocada final? Está por verse y espero que lo veamos; realidad y metáfora al final del exceso.