Columna de opinión publicada originalmente por la Senadora Verónica Figueroa en CIPER el 19 de mayo de 2020

Pandemia, pueblos indígenas y reconocimiento de derechos

Columna de opinión Senadora Figueroa: Pandemia y pueblos indígenas
Senadora Verónica Figueroa Huencho es académica del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.
Senadora Verónica Figueroa Huencho es académica del Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.

Las demandas de los pueblos indígenas tienen larga data. Sin embargo, la influencia de los movimientos indígenas surgidos en la década de los noventa los ha posicionado como actores políticos que buscan impulsar cambios profundos en nuestras sociedades, aportando propuestas para un nuevo kümemongen, esto es, nuevas oportunidades para un real buen vivir en las sociedades actuales.

Dentro de estas demandas se encuentra el necesario y legítimo reconocimiento de sus derechos, arrebatados desde el nacimiento mismo de los Estado-nación. En términos de reconocimiento de estos derechos, Chile es uno de los países latinoamericanos que menor avance ha tenido, aún cuando ha ratificado o suscrito una serie de pactos y convenios internacionales en esta materia.

La Ley Nº 19.253 de 1993 es la única ley que regula, en términos amplios, algunos derechos. Ella creó la institucionalidad vigente, pero no reconoce la existencia de pueblos sino de "etnias", lo que concede un estatus jurídico limitado. Esto se ha convertido en un argumento para negar el avance hacia un mayor reconocimiento. En ese sentido, la persistencia de las demandas indígenas, entre ellas la del pueblo mapuche, parece indicar que el reconocimiento de los pueblos originarios por el Estado puede favorecer un avance en la generación de nuevos acuerdos de convivencia, especialmente en un contexto del cambio constitucional participativo como el que estamos ad portas de iniciar.

Sin embargo, una nueva dimensión ha irrumpido en medio de esta reflexión participativa, colectiva y necesaria que llevará al establecimiento de esta nueva Constitución en Chile: la pandemia provocada por la expansión del COVID-19. Esta amenaza ha dejado en evidencia la vulnerabilidad de los pueblos indígenas quienes, además de situaciones de pobreza y marginalidad, enfrentan la imposibilidad de ejercer derechos individuales y colectivos fundamentales. El extractivismo, la explotación desmedida de recursos naturales, los niveles de consumo que no respetan los ciclos propios de la tierra, entre otros, han generado desequilibrios que, desde la perspectiva del conocimiento mapuche, tienen directa relación con esta pandemia: La ÑukeMapu se ha visto afectada y exige un cambio en nuestras formas de convivencia.

El pensamiento económico ha permeado la mayoría de las acciones de los Estados desde inicios del siglo XX cuando, de la mano de pensadores como Joseph Shumpeter (1978), el capitalismo se convirtió en la receta privilegiada para favorecer el emprendimiento, la innovación y, desde allí, el desarrollo de las naciones. Esta innovación parece no haber llegado en buen pié hasta nuestros días. Hoy carecemos de enfoques que nos permitan hacer frente a problemas que ponen en riesgo la vida en todas sus expresiones. La propia idea del bien común que debe guiar las acciones del Estado se ha convertido en un concepto poco tangible especialmente para quienes experimentan la marginación histórica, como ocurre con los pueblos indígenas.

Sin embargo, las sociedades son dinámicas al igual que las realidades que deben enfrentar, siendo cada vez más permeables a escuchar las demandas que los pueblos indígenas tienen, pero también, a las oportunidades que sus conocimientos ofrecen a la solución de estos nuevos problemas.

Protección del conocimiento indígena

Los resultados del reciente "Estudio de Opinión sobre Pueblos Originarios y Nueva Constitución" realizado por el Centro de Estudios Interculturales e Indígenas CIIR, permiten apoyar este planteamiento, dando luces respecto de las percepciones de la sociedad en torno a estas demandas y los apoyos progresivos que los pueblos indígenas han recibido desde la nación chilena en los últimos años.

Si bien gran parte de los avances que estos pueblos han tenido en el posicionamiento y visibilización de dichas demandas ha sido por las estrategias impulsadas desde sus propios movimientos y liderazgos, resulta importante analizar (desde una perspectiva política) los cambios que las sociedades hegemónicas tienen en su relación con estos pueblos, y el enriquecimiento que se puede generar si avanzamos hacia una verdadera interculturalidad.

De los diferentes resultados que ofrece esta Encuesta, al menos tres resultan interesantes desde una perspectiva holística pues tienen relaciones profundas y relevantes para el desarrollo de los pueblos indígenas, respetando sus formas de vida y promoviendo un mejor ejercicio de sus derechos.

El primero de ellos señala que el 95% de las personas encuestadas está de acuerdo o muy de acuerdo con que el Estado debe proteger la generación y difusión del conocimiento de los pueblos indígenas.

Este apoyo mayoritario supone una oportunidad para cambiar los elementos estructurantes que por siglos ha definido el modelo de Estado-nación chileno. Dicho Estado ha legitimado la prevalencia de una cultura occidental por sobre los conocimientos de los pueblos indígenas y ha consolidado un proyecto de nación homogénea asociada a una visión negativa de "lo indígena" cuyos conocimientos fueron categorizados como mitología, folclore, simples "cosmovisiones", identificados como pre-modernos, los "bárbaros" frente a la civilización.

La idea de una sola nación ha significado la adopción de un solo modelo cultural, jurídico y político que se tradujo, además, en una concepción centralista del ejercicio del poder en nuestro país.

Sin embargo, la emergencia de nuevos problemas ya sea de cambio climático, de salud mental o incluso en la actual pandemia, han evidenciado las limitaciones del conocimiento occidental haciendo necesaria la incorporación de otros conocimientos negados históricamente. Los conocimientos indígenas demuestran su vigencia al proponer, desde nuevos marcos epistemológicos y filosóficos, alternativas y soluciones a estos problemas.

Para ello, el conocimiento occidental debe dejar su posición hegemónica y ceder espacios de poder a los conocimientos indígenas. Estos últimos deben ser reconocidos en nuestro marco político y jurídico e incorporados en políticas educativas, lingüísticas, económicas, sociales, entre otras. Esto supone un cambio estructural, profundo, que podrá requerir décadas para su concreción. Sin embargo, hay que iniciar ese camino y este es el momento.

El principal problema es la poca voluntad política de las elites que han ocupado (y ocupan) los espacios públicos y de poder; pero el apoyo creciente de la sociedad puede ser un catalizador importante.

Recursos naturales e integridad cultural

Lo anterior se relaciona directamente con los cambios que se requieren a nuestros sistemas de convivencia, donde la economía debe dejar de ser la disciplina hegemónica desde donde se definen las interrelaciones con nuestro entorno, con los elementos que conforman el medioambiente. Esa hegemonía ha llevado a privilegiar la explotación de recursos naturales y el extractivismo como pilares de nuestra matriz de crecimiento, con bajos niveles de inversión pública en innovación. De esa forma, el modelo capitalista ha mostrado sus límites y se requiere incorporar miradas multidimensionales, transdisciplinares, que nos permitan un desarrollo con criterios de justicia, equidad e igualdad de derechos. Aquí podemos destacar el segundo de los resultados de la Encuesta de Opinión CIIR, donde el 93% de las personas encuestadas señala que está de acuerdo o muy de acuerdo con que el Estado debe asegurar que la explotación de los recursos naturales resguarde la integridad social y cultural de los pueblos originarios.

Esta opinión no sólo entrega al Estado un rol fundamental en la definición de un desarrollo integral, lejos del rol subsidiario que ha tenido en las últimas décadas; también reconoce que la existencia y sustento cultural, social, económico e incluso político de los pueblos indígenas se basa en una relación respetuosa y equilibrada con sus territorios y la naturaleza que los habita. Es más, dentro del rakizuam o conocimiento mapuche, los elementos materiales e inmateriales que habitan en sus entornos no son recursos, sino que conforman el ixofillmogen entendido como todas las formas de vida existente en la mapu, entre quienes se establecen relaciones mutuamente dependientes, virtuosas, de complementariedad, lejos de una visión antropocéntrica del desarrollo.

Las desigualdades estructurales provocadas por la pandemia han dejado en evidencia (una vez más), la necesidad de que los recursos naturales no sólo estén en manos del Estado, sino también de una redefinición de nuestro modelo de relación con nuestros territorios, lo que beneficiará no sólo a los pueblos indígenas sino también a toda la sociedad.

La racionalidad tradicional (propia de occidente) limita nuestra capacidad de análisis. La realidad se desagrega para hacerla comprensible, impidiendo visualizar las interrelaciones profundas que existen entre los acontecimientos, situaciones y problemáticas que enfrentamos actualmente. Este no es un problema de la humanidad, sino de todos los seres vivos que habitan la tierra; sólo podrá ser adecuadamente abordado si nuestros marcos analíticos incorporan las propuestas holísticas de los pueblos indígenas o, aún más, si logramos mirar y explicar la realidad actual desde los pensamientos indígenas.

Restitución de territorios

Finalmente, relacionado con los dos puntos anteriores, tanto en Chile como en Latinoamérica los ideales del Estado-nación han servido también de sustento a un modelo económico liberal que coloca al individuo en el centro del desarrollo, desde una posición hegemónica frente a otros seres que habitan los territorios.

Este liberalismo ha servido de argumento para la instalación de un modelo poco sofisticado, centrado en la explotación de los factores productivos clásicos: tierra, trabajo y capital. En ese contexto, la tenencia de la tierra se ha convertido en un elemento en disputa, pues para el sistema económico actual constituye un recurso a explotar. Para los pueblos indígenas, en cambio, el territorio es el sustento de su forma de vida.

La restitución territorial ha sido una demanda permanente de los pueblos indígenas. Pero ha sido entendida de manera limitada por el Estado de Chile, quien no ha avanzado en la creación de una institucionalidad que responda a la deuda histórica producto del despojo del que fueron víctima estos pueblos.

Desde la perspectiva occidental, el derecho a la tierra se entiende reducido a la superficie geográfica de un determinado espacio sobre el que se ejerce derecho de propiedad, pero no comprende el resto de la naturaleza que lo circunda. Por el contrario, para los pueblos indígenas, el territorio es un concepto mucho más complejo, que incluye suelo, subsuelo, el hábitat todo, lo que también comprende flora y fauna, así como las fuerzas materiales e inmateriales que se encuentran en él.

Aquí cobra relevancia el tercero de los resultados que nos interesa analizar de la Encuesta de Opinión CIIR, donde se recoge que el 77% de las personas están de acuerdo o muy de acuerdo con que el Estado debe devolver tierras a los pueblos originarios.

Efectivamente, desde mediados del siglo XIX, la ocupación del territorio indígena ha sido una estrategia privilegiada por el Estado, ya sea por la vía de la fuerza (generalmente durante la época de la colonización), por la generación de incentivos a la llegada de colonos, o la entrega de estas tierras a la explotación de empresas privadas o latifundistas. Asimismo, la privatización de los recursos naturales, muchos de ellos presentes en territorio indígena, han incidido en el aumento de las disputas por la ocupación de tierras. En Chile, el Código de Aguas promulgado a través del Decreto con Fuerza de Ley 1.122, eliminó la condición del agua como un bien público de libre acceso. Entre sus efectos esto ha producido la fragmentación del medio ambiente, separando derechos de tierras y derechos de aguas, aumentando la conflictividad por el control de estos recursos.

En el caso del pueblo mapuche, de acuerdo con cifras de 2019 levantadas a partir de la constitución de una mesa de negociación entre empresas forestales, CONADI y representantes de distintas comunidades mapuche, la mayoría de las tierras reclamadas están en manos de empresas forestales, las que poseen más de 280 mil hectáreas de las 435 mil hectáreas que existen en la región de La Araucanía. En el caso del holding CMPC, de acuerdo con sus propios informes, posee 170 mil hectáreas en esta región. La empresa Arauco, por su parte, posee unas 35 mil hectáreas. De este territorio, las comunidades han señalado que están en disputa más de 150.000 hectáreas, las que deben ser restituidas. En ese sentido, esta visión productiva de la tierra no ha permitido reconocer la dimensión cultural y política que subyace a esta demanda, que permitiría el ejercicio pleno de derechos de libre determinación o de autonomía para que estos pueblos puedan decidir su futuro, su existencia y su relación con la sociedad chilena.

Estamos en un momento de cambio importante, de reflexión profunda respecto de nuestra existencia y de las limitaciones que nuestro modelo de desarrollo ha tenido en las diferentes desigualdades, y de pensar cuan preparados estamos realmente para enfrentar nuevos problemas desde los marcos de conocimiento actuales. Es necesario cambiar las reglas del juego. La naturaleza de los conflictos entre el Estado y los pueblos indígenas es multidimensional; pero se ha basado principalmente en una violencia estatal expresada en la limitación al ejercicio de los derechos de esos pueblos, negando su presencia en los espacios públicos y de poder.

Los derechos individuales, que han sido la perspectiva privilegiada en el sistema jurídico occidental, deben dar cabida a los derechos colectivos de representación, de territorio y de desarrollo del conocimiento de los pueblos indígenas. No son entidades contradictorias, pero no se podrá hablar de pleno ejercicio de derechos si no se permite a los pueblos indígenas vivir sus culturas como parte de su existencia presente y futura.

Lejos de desaparecer, estos pueblos siguen existiendo, hoy con más conciencia que nunca de sus derechos y de lo que esperan para sus propios destinos. La comprensión que la sociedad está teniendo respecto de estos derechos ofrece un nuevo camino. Debemos transformar estos apoyos en estrategias específicas de cambio, reconociendo los derechos legítimos que tienen los pueblos indígenas a participar activamente, desde un rol central, en las decisiones que afecten a quienes habitan el territorio del Estado de Chile.

Mientras no exista un cambio en la perspectiva con la que se valoran las culturas indígenas, o mientras exista una visión productiva de la tierra y de su explotación, seguirán existiendo inconsistencias que harán difícil la relación intercultural.

Por lo tanto, aspectos culturales y políticos fundamentales para los pueblos indígenas como la representación ancestral, el control territorial, la defensa y mantención de sus lenguas, la generación de espacios para sus modelos educativos, de salud, entre otros, no deben ser entendidos como exógenos, sino que deben ser integrados a nuestros acuerdos de convivencia. Sin duda, para los pueblos indígenas este no es un fin en sí mismo, sino el camino para avanzar hacia sociedades que cambien los pilares estructurantes que han servido para la negación de su existencia.

La pandemia ha mostrado la cara más dura de las múltiples desigualdades que existen en Chile y pone de manifiesto las brechas que aún persisten en el reconocimiento de derechos fundamentales. Para los pueblos indígenas, esas brechas tienen, además, una dimensión étnica de negación histórica. La falta de información desagregada en torno a los pueblos indígenas, las políticas definidas sólo desde una perspectiva sanitaria monocultural, la preeminencia de una mirada biológica de los efectos del COVID sin considerar las dimensiones de la persona: espíritu, pensamiento, ecosistema, entre otros, no sólo tendrá consecuencias en las condiciones de vida de los pueblos indígenas. También las tendrá para el resto de la población, quienes podrían acceder a otras formas de prevención y atención desde el conocimiento de los pueblos indígenas. Es momento de cambiar, de asumir las múltiples identidades que existen en nuestro territorio, de buscar nuevas respuestas, y de representar a los pueblos indígenas en la toma de decisiones.

Es importante reconocer las desigualdades que han caracterizado nuestra convivencia y las consecuencias que el despojo territorial, cultural y político ha producido en los pueblos indígenas. Ese es un punto de partida para definir cuáles serán los contenidos de este nuevo acuerdo. Es necesario buscar nuevas formas de hacer política, de gobernar, de representar, de decidir.

Se requiere avanzar hacia sociedades donde la valoración de los pueblos indígenas responda realmente a criterios de interculturalidad, donde los aportes que pueden hacer estos pueblos deben entenderse en simetría con aquellos que provienen de la cultura occidental. El empoderamiento creciente de los pueblos indígenas debe ser visto como una oportunidad de cambio profundo, no como un obstáculo al desarrollo. Por lo tanto, los acuerdos de convivencia no son cuestiones estáticas: son dinámicas y adaptables a diferentes realidades, donde sus principios podrán ser caracterizados de forma específica pero guiados por una visión de respeto a la pluralidad, no como una concesión, sino como un imperativo. Sólo así estaremos creando sociedades realmente interculturales.

Es de esperar que la crudeza de esta pandemia sirva para romper con todo aquello que limita nuestra convivencia, y nos permita realmente relevar lo sustantivo de nuestra existencia.