Entrevista de Palabra Pública

Sara Ahmed: La gran aguafiestas

Entrevista de Palabra Pública: Sara Ahmed, la gran aguafiestas
La ensayista y académica británico-australiana Sara Ahmed. Crédito de foto: Victor Serri.
La ensayista y académica británico-australiana Sara Ahmed. Crédito de foto: Victor Serri.
Para Sara Ahmed, la queja es parte de una "pedagogía feminista". Crédito foto: Felipe Poga.
Para Sara Ahmed, la queja es parte de una "pedagogía feminista". Crédito foto: Felipe Poga.

Una de las estrategias predilectas para sobrevivir a la pandemia ha sido fingir que no pasa nada, habitar y trabajar al ritmo de los viejos tiempos a pesar de estar en un paisaje en el que—por robarle una hipérbole a Walter Benjamin— todo, menos las nubes, ha cambiado. Y no solo eso: fingir que no pasa nada ha sido una de las formas en que el capitalismo ha buscado protegerse hasta que, supuestamente, todo acabe y volvamos a lo que entendemos por normalidad. Mientras científicos y expertos insisten en que se avecinan mutaciones virales y que la crisis climática traerá más desastres, políticos, autoridades y empresarios en todo el mundo repiten con entusiasmo que este período será solo un paréntesis.

Ese es el momento, dice Sara Ahmed (Salford, 1969), en que hay que arruinar la fiesta: “Ocultar o protegerse mirando el lado positivo de las cosas supone eludir aquello que podría hacer peligrar al mundo tal como lo conocernos”, advierte en La promesa de la felicidad. Una crítica cultural al imperativo de la alegría (2019), uno de sus ensayos más importantes y en el que asegura que, en un mundo neoliberal saturado de narrativas optimistas, aguar la fiesta significa “hacer lugar a otra vida, a la posibilidad, a la oportunidad”.

—La pandemia ha traído al hogar la crueldad abyecta de las desigualdades mundiales —afirma Ahmed desde Cambridgeshire, Inglaterra, días después de terminar de corregir su próximo libro, Complaint!, sobre la queja y su relevancia política ante los abusos de poder—, pero también nos ha enseñado que es posible organizar nuestro trabajo, nuestros mundos, de otras maneras. No hace falta una pandemia para aprender lo que es posible. Pienso en un político australiano que dijo que podríamos “volver” a las viejas costumbres. Eso es lo último que necesitamos. Tenemos que romper con esos apegos que (la crítica cultural estadounidense) Lauren Berlant describió tan bien como “optimismo cruel”, porque para muchos, para la mayoría, las viejas formas de trabajar ya no funcionan.

Ahmed sabe perfectamente lo que esconden esas retóricas felices: desde hace casi tres décadas estudia la relevancia política de los afectos y las emociones en el capitalismo, el uso y abuso del imperativo de la felicidad y la instrumentalización del miedo, la vergüenza o el odio; pero también el potencial que tienen los repertorios del malestar como formas de transformación social. La negatividad, para Ahmed, no sería puro placer nihilista, sino una manera de cuestionar el statu quo, de romper con un pensamiento positivo y acrítico que mantiene el orden de las cosas. Ahí están las disidencias sexuales y los feminismos para confirmarlo, dos movimientos en los que ella misma es parte: levantar la voz para disentir y reclamar han sido armas políticas que han ayudado a desarmar las viejas estructuras del patriarcado y la heteronorma.

En Complaint!, de hecho, entiende la queja como una pedagogía feminista —quejarse frente al acoso y las desigualdades de género ha permitido cambiar la realidad de las mujeres—, y en Vivir una vida feminista, libro recién publicado en español por Caja Negra Editora, escribe que el feminismo es “adquirir una voz y hacerse audible”, como ocurrió con los movimientos #MeToo y Ni una menos, que crearon en varios rincones del mundo ciertos espacios de seguridad para las mujeres. Pero así como llegan los cambios, también llega la resistencia, advierte Ahmed, quien sospecha de la popularidad que logró el concepto de “cultura de la cancelación” —como se llama a los boicots o castigos públicos a personas que han sido denunciadas por alguna conducta repudiable— en medios y redes sociales: ahí, dice, hay algo más que un rechazo al escarnio público o una defensa a la libertad de expresión, según el caso.

—Creo que la cultura de la cancelación se ha convertido en un tema por una razón: se usa para crear la impresión de que el propósito o el sentido del feminismo es prohibir cosas y terminar con ellas. No me malinterpretes: queremos que se acaben algunas cosas, como el acoso, por ejemplo. Pero muy a menudo se utiliza la cultura de la cancelación para crear la impresión de que todo lo que hacemos al pedir cambios en la conducta es cancelar lo que otras personas hacen o incluso cancelar a otras personas —asegura, y pone de ejemplo lo que pasó en las universidades británicas cuando se intentó descolonizar el plan de estudios:

—(Este proyecto) fue descrito tanto en los informes del gobierno como en los medios de comunicación del Reino Unido como “la cancelación de los hombres blancos”. Un artículo informaba que “los estudiantes de una prestigiosa universidad londinense exigen que figuras como Platón, Descartes e Immanuel Kant se eliminen en gran medida del plan de estudios porque son blancos”. Los estudiantes no exigieron tal cosa. No pidieron que se eliminara a ningún filósofo del plan de estudios, y mucho menos “por ser blanco”. Pidieron que se incluyera más filosofía de fuera de Occidente; y pidieron que se discutieran más los contextos coloniales que dieron forma a la filosofía europea de los siglos XVIII y XIX —explica la académica—. La gente quiere evitar el trabajo que significa abrir el mundo a otras perspectivas, porque están profundamente enraizados en el régimen de valores existente. Se habla de “cultura de la cancelación” cada vez que se desafía la autoridad de quienes resguardan un antiguo régimen.

***

Los ensayos de Sara Ahmed suelen tener más de un pasaje en el que conocimiento y praxis se entrecruzan y confirman esa vieja consigna del feminismo que dice que lo personal es político. Una de las anécdotas que más repite es cómo se hizo feminista: un día, sentada en la mesa con su familia, escuchó un comentario que la incomodó y quiso responder. “Puede que estés hablando con mucha tranquilidad, pero empiezas a sentirte molesta (…). Aquí aparece la feminista aguafiestas: cuando ella habla, parece molesta. Aquí aparezco yo. Esta es mi historia: estar molesta”, escribe en Vivir una vida feminista, donde, entre otras cosas, analiza las formas en que se descartan los discursos feministas e incluso las denuncias de acoso sexual acusando a las mujeres de ser demasiado sensibles o exageradas.

—Creo que lo personal importa, en parte, porque hay que luchar para que las cosas importen. El movimiento feminista importa porque se trata de insistir en que las mujeres importan, en que nuestras historias importan, en que no estamos simplemente calladas en las sombras de la historia permitiendo que grandes hombres hagan grandes cosas y escriban grandes libros. Podemos generar conocimiento a partir del trabajo que nos han dicho que es nuestro trabajo, el trabajo de las mujeres. Pero también cuando nos resistimos a que nos ubiquen en esa esfera de la vida, o solo ahí. Compartir nuestras historias personales forma parte de la creación de un colectivo, de los muchos yo que se combinan para crear un nosotros feminista. El feminismo es una maraña de lo personal y lo colectivo; maraña es la palabra que mejor describe el movimiento.

De aquí que reclamar y quejarse sea un imperativo feminista: “Nos convertimos en un problema cuando describimos un problema”, escribe Ahmed, y por lo mismo, si se quieren desarmar los imaginarios sexistas —y también racistas, una realidad que conoce bien, siendo hija de un pakistaní y una inglesa—, no queda otra que molestar y alterar la supuesta calma o felicidad de los demás:

—Puede ser muy difícil rechazar el mandato de ser agradable. Puede significar dejar atrás mucha afirmación, seguridad y apoyo. El camino de una feminista aguafiestas puede ser accidentado y difícil —advierte.

Pero en ese camino también se crea comunidad. La escritura feminista, por ejemplo, tiende a tejer redes: se suele citar a otras autoras como si se estuviera construyendo una genealogía. ¿Qué importancia tienen estas redes?

—Mucha. Escribo en Vivir una vida feminista que “citar es hacer memoria feminista”. Gran parte de nuestro trabajo consiste en mantener vivo el trabajo de las demás. Una vez tuiteé: “en el feminismo, nos citamos entre nosotras para existir”. Lo que quiero decir es que las viejas convenciones académicas, que nos enseñan a citar a quien ha tenido más influencia en tal o cual campo académico, pueden acabar siendo mecanismos de reproducción. Tenemos que crear caminos alternativos. Y podemos hacerlo porque, en cierto modo, la historia de convertirse en feminista consiste a menudo en encontrar otros caminos. ¡Nos educamos con tantos libros feministas que no se enseñan en las universidades!

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