Crónica testimonial: 11-S: Recuerdos y reflexiones

Crónica testimonial: 11-S: Recuerdos y reflexiones

Juan, stop! A plane is heading your way. Get out of there! El mensaje vino cuando caminaba hacia una reunión de negocios en el vecindario de las Torres Gemelas en Manhattan. En materia de minutos vi el vuelo AA/11 explotar contra los pisos 90 de la Torre Norte y el segundo golpe con el vuelo United 175 destruyendo la Torre Sur. De inmediato surgió una masa amenazante de aire negro mientras los peatones corríamos para salir de su camino. Los bocinazos eran estridentes. Hubo accidentes callejeros. Llegaban alertas oficiales de ataques paralelos al Pentágono y en Pensilvania.

El horror experimentado se multiplicó por rumores de otros posibles actos terroristas inmediatos. El país se clausuró. Nadie podía moverse de donde se encontraba. Más tarde sobrevino la angustia de no saber de la familia. Fueron horas que parecieron siglos. Mi esposa daba sus clases en Fordham University. El hijo mayor vivía a cinco cuadras del epicentro terrorista. Nuestro yerno trabajaba en el sector afectado. Nuestra hija iba en camino a NYC cuando esto ocurrió. El hijo menor estudiaba en Pensilvania. Llamadas sin respuesta por tiempo largo.

En ese 11 de septiembre de 2001 fui uno de los ocho millones de testigos presenciales de lo ocurrido acá y observador, en primera línea, de hechos paralelos en Pensilvania y en Washington en que 3.500 personas fueron asesinadas fríamente –incluyendo quienes se suicidaran en busca de una muerte más fácil en las Torres Gemelas. Todos fueron ultimados por cometer un pecado imperdonable –acorde a extremistas musulmanes que no representaban creencia religiosa alguna, sino que eran militantes en un terrorismo letal que aún persiste–: el haber nacido o residir en Estados Unidos.

Tres días más tarde (5 millas por hora, ventanas abajo), regresé a nuestro hogar en Summit (New Jersey). Allí encontré 14 automóviles abandonados en la estación férrea, enmarcados con cinta policial y rodeados por santuarios espontáneos. Eran los vehículos de amigos y vecinos que trabajaban en las Torres. Y que nunca regresaron.

Han transcurrido más de 6.300 días. Las pérdidas se lamentan como si hubieran ocurrido ayer. Pero tampoco se olvida el haber sido testigo –durante esa tragedia– de una sincera solidaridad humana global y de una instantánea unificación ciudadana en este país. Estas últimas son cosas que añoramos. En 2021 parecen casi ilusorias.