Discurso del profesor Patricio Aylwin Azócar con motivo de su incorporación como Profesor Emérito a la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile

Nada podía ser más honroso para mí que esta distinción que me otorga la U. de Chile. Recibir el título de Profesor Emérito de su facultad de Derecho, a la cual estuve ligado durante tantos años, es como sentir el abrazo generoso del buen padre que acoge al hijo prodigo.

Porque – como lo dije en ocasión solemne para mí- yo soy hijo de esta universidad. Hijo ¡a mucho honor!, del Liceo público y de la U. de Chile. En sus aulas me formé y fortalecí los valores que mis padres me inculcaron. Y por mucho tiempo creí que a servir en esas aulas consagraría lo mejor de mi vida laboral.

Las circunstancias –confirmando el aserto de Ortega y Gasset- me llevaron por otros caminos. Pero al ser recibido hoy en este hogar siento la necesidad de decir que fue la misma “pasión por la justicia” que inspiraba mi entusiasmo juvenil de estudiar de derecho, lo que me movió a comprometerme en la actividad política, en la que mi norte ha sido siempre procurar cumplir esa “constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que es suyo” de que hablaba Ulpiano. Voluntad que nos exige hacer siempre todo lo posible para que nuestros semejantes, en la patria y en el mundo, tengan acceso a la “buena vida humana” a que todos aspiramos.

Al regresar hoy a este hogar nutricio, puedo deciros – con modestia y satisfacción a la vez- que en mi larga actuación en el ámbito de la vida pública nunca he dejado de ser el mismo “hombre de derecho” que cree en las personas, se afirma en la verdad, ama la libertad, confía en la razón, anhela la paz y busca siempre la justicia.

Estoy cierto que así lo han entendido mis colegas de la Facultad de Derecho y el señor Rector de la u. de Chile para tomar su decisión de acogerme nuevamente en su seno en la honrosa calidad de Profesor Emérito. A todos ellos expreso mis profundos agradecimientos. Doy las gracias, muy especialmente al señor rector doctor Jaime Lavados y al señor decano profesor Mario Mosquera, como asimismo al profesor Máximo Pacheco por los generosos conceptos de su discurso de recepción.

Permítanme ahora, en esta calidad de colega universitario, compartir con ustedes algunas reflexiones sobre un tema que considero de especial interés y actualidad para los hombres de derechos en nuestro país: la función de la Corte Suprema como tribunal de casación.

Una de las cosas que la gente más espera del Estado – cualesquiera que sean las tendencias predominante a su respecto- es que asegure el imperio del derecho  mediante la administración de justicia. El anhelo de seguridad es cada vez más fuerte – en la misma medida es que es más amenazado- en las sociedades modernas. Y la seguridad empieza por la vigencia efectiva del derecho objetivo: que la ley, regla social obligatoria que se supone expresión de la voluntad común, sea realmente cumplida; que los derechos humanos, solemnemente proclamados, se respeten y rijan en los hechos; que las infracciones tipificadas como delitos sufran el castigo prescrito para ellas y que los conflictos entre partes sean resueltos conforme a las normas de derecho vigentes.

El instrumento fundamental de que los estados se valen para cumplir esta transcendental tarea es el Poder Judicial, constituido por los Tribunales de Justicia. A estos corresponde amparar la libertad de las personas y proteger el respeto a sus derechos constitucionales, tutelar la vigencia de la Constitución y las leyes, sancionar los delitos y resolver los conflictos entre partes con arreglo a derecho.

En Chile, como en la mayoría de los países, el órgano superior del Poder Judicial es la Corte Suprema, autoridad que ejerce la superintendencia directiva, correccional y económica sobre todos los tribunales de la Nación y a la que corresponden las atribuciones jurisdiccionales que la Constitución y las leyes le encomiendan. Como bien se sabe, las más importantes de esas atribuciones, establecidas en la propia Carta Fundamental y en el Código orgánico de tribunales, son:

1º. Conocer el recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad de cualquier precepto legal contrario al a constitución.

2º. Ejercer  las llamadas atribuciones conservadoras del Poder Judicial, para hacer efectiva la vigencia de la libertad y de otros derechos fundamentales que la Constitución asegura a todas las personas, lo que la Corte Suprema hace mediante el conocimiento, en segunda instancia, de los recursos constitucionales de amparo y protección.

3º. Conocer de los recursos de casación que establecen los Códigos de procedimiento civil y penal.

4º. Conocer de los recursos de revisión que excepcionalmente dichos códigos autorizan respecto a sentencias definitivas firmes o ejecutoriales.

5º. Conocer de los recursos de queja que el Código orgánico de tribunales contempla para corregir las faltas o abusos que en el ejercicio de sus funciones cometan los tribunales que le están subordinados.

De todas estas atribuciones, la más típica y representativa de la función jurisdiccional de la corte Suprema, sin prejuicio del carácter constitucional de las dos primeras, es la relativa al conocimiento de los recursos de casación y, más específicamente, del recurso de casación en el fondo.

Como es sabido, la casación es un recurso procesal extraordinario, que persigue invalidar una sentencia por vicios del fondo o de forma. Para los efectos de estas reflexiones solo nos interesa la casación de fondo, recurso que sólo procede contra sentencias inapelables de las Cortes de Apelaciones o de un tribunal arbitral de segunda instancia constituido por árbitros de derecho que hayan conocido de negocios de la competencia de dichas cortes y del cual conoce exclusivamente la Corte Suprema. Según reza el art. 767 de nuestro Código de procedimiento civil, este recurso “tiene lugar contra sentencia pronunciada con infracción de ley, siempre que esta infracción haya influido substancialmente en lo dispositivo de la sentencia”.

Es opinión generalmente compartida por los procesalistas que la casación nace en el derecho francés, en tiempos del absolutismo como un medio de que disponía el Monarca a través de un Consejo de su confianza, para anular sentencias judiciales que violaran prescripciones de las ordenanzas reales. Su objeto era, así, defender el poder exclusivo del Monarca de dictar normas jurídicas de carácter general y asegurar supremacía. La Revolución Francesa reemplazó el Consejo real por el “Tribunal de Casación”, al que encomendó la función de anular las sentencias que violaran las leyes, para asegurar el respeto a la supremacía de la ley como expresión superior de la voluntad soberana.

Sin en el régimen monárquico la casación tuvo por fin defender las prerrogativas reales de posibles menoscabos por decisiones de los jueces, en el nuevo sistema revolucionario la casación nació para asegurar el pleno acatamiento  por los jueces a los mandatos de la ley. En uno y en otro sistema el órgano llamado a ejercer esta tarea de anular sentencias judiciales contrarias a las ordenanzas o las leyes, no era propiamente de carácter jurisdiccional ni se abocaba al juzgamiento de los litigios. En la primera etapa era un órgano de la Corona par asegurar el acatamiento a la voluntad del Monarca y así defender el poder real frente al de los llamados “parlamentos” judiciales. A partir de la Revolución, el Tribunal de Casación creado por la Asamblea Nacional fue un órgano autónomo, situado dentro del Poder Legislativo, cuya función era defender a este de los ataques del Poder Judicial, fiscalizando los actos de los jueces para asegurar su plena sujeción a las leyes mediante la facultad de anular las sentencias que las violaren.

La experiencia del Tribunal de Casación, cuyas decisiones deben ser publicadas, por mandato de la propia ley, en el Boletín Oficial, “para instruir a los jueces” la comprobación practica de que el dogma de la perfección y autosuficiencia de la ley no era más que un mito del idealismo revolucionario; la dictación del Código de Napoleón, cuyo artículo 4º dispuso que los jueces no podrían dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de la ley,  y la progresiva disminución del prejuicio anti judicial de los tiempos de la Revolución, fue extendiendo progresivamente la aplicación de la casación, de los casos de “contravención expresa al texto de la ley” a los contravención “al espíritu de la ley” de “errónea interpretación” de la ley y de “falsa aplicación” de la misma.

Como resultado de esta evolución, consagrada formalmente por una ley de 1837, la Corte de Casación francesa pasa a formar parte del poder Judicial y a constituirse en su más alto tribunal, cuya misión dejo de ser la mera defensa de la Ley frente a los jueces y empezó a ser la unificación de la jurisprudencia en su tarea de interpretación del derecho  para garantizar la igualdad jurídica de las personas.

Nace así la casación como un “instituto de origen genuinamente francés” – según afirma Calamandrei en su clásica obra sobre La casación civil- que posteriormente recogen otros países de tradición jurídica romántica y sistema de derecho propositivo escrito, entre otra España y Chile. el propio Calamandrei la define como “un instituto judicial consistente en un órgano del Estado (Corte de Casación) que, a fin de mantener la exactitud y la uniformidad de la interpretación jurisprudencial dada por los tribunales al derecho objetivo, examina, sólo en cuanto a la decisión de las cuestiones de derecho, las sentencias de los jueces inferiores cuando las mismas son impugnadas por los interesados mediante un remedio judicial (recurso de casación) utilizable solamente contra la sentencias que contengan un error de derecho en la resolución del merito”.

Este especial recurso fue introducido al ordenamiento jurídico chileno en la ley de organización y atribuciones de los tribunales, promulgada el 15 de octubre de 1875, que en su art. 107 dispuso: “La Corte Suprema conocerá: 1º En única instancia, de los recursos de casación que se entablen contra las sentencias pronunciadas por las Cortes de Apelaciones”. Pero un precepto transitorio de ese cuerpo legal suspendió la vigencia de esa norma hasta la dictación de la ley que determinara los casos en que el recurso procedería, lo que sólo vino a ocurrir el 1º de marzo de 1903, al entrar en vigencia el Código de procedimiento civil.

Según recuerda don Manuel Egidio Ballesteros en su acucioso estudio sobre la primera de estas leyes, uno de sus autores, don Enrique Tocornal, expuso en su discusión las características especiales de este recurso, señalando que su destino seria “conservar la unidad de la jurisprudencia en todo el país” y se promovería “principalmente por el interés de la ley”. Precisando la tarea de la Corte de Casación, dijo textualmente “tiene la misión de conservar la uniformidad de la ley en todo el país, para que no haya una jurisprudencia en una corte, diversa en otra, y que las cuestiones se resuelvan en tal o cual sentido según el tribunal donde se lleven”. Y en el Mensaje que dio origen al citado Código de procedimiento, el presidente Jorge Montt expreso: “La casación en el fondo introduce en nuestra legislación una novedad reclamada por las necesidades de dar uniforme aplicación a las leyes”.

Esta naturaleza especialísima del recurso que nos ocupa ha sido reconocida expresamente por nuestra Corte Suprema. En sentencia de 10 de agosto de 1936, refiriéndose a la necesidad de que exista una institución que ejerza una tutela legal sobre todos los tribunales, dijo textualmente: “A este fin primordial tiende el recurso de casación en el fondo, cuya misión es la de fijar el verdadero sentido y alcance de la ley, perfeccionando la que sea oscura, dudosa  e incompleta mediante una recta interpretación, y participa de esta manera el mencionado recurso, en cierto modo, más bien de la función del poder legislativo que la del judicial propiamente dicho, ya que con él se trata de obtener la unidad de la legislación por medio de la unidad de la jurisprudencia”. Y en ese mismo fallo agrega nuestro más alto tribunal: “En tal sentido la casación, junto con ser un verdadero homenaje que se tributa a la ley, es una institución de carácter técnico, de interés general, de orden público y de derecho estricto. Su objeto es mantener a todos los tribunales en la estricta observancia de los preceptos legales, impidiendo las apreciaciones falsas o las interpretaciones erróneas. De esta manera la casación jamás constituye una tercera instancia, puesto que su objeto exclusivo es conocer de la conformidad de las sentencias con la ley, siendo por lo tanto el derecho y no el hecho, el fallo y no el juicio mismo lo que cae bajo su imperio”.

Los estudiosos del derecho chileno saben de la forma positiva en que nuestra Corte Suprema ejerció, durante más de medio siglo, su función de tribunal de casación, dilucidando en sus sentencias los múltiples y complejísimo problemas de interpretación que suscitaban los textos legales y, muy especialmente, nuestros códigos, empezando por el de Bello. Baste recordar que en materias como la posesión y tradición de bienes raíces, el régimen sucesorio, la nulidad de los actos jurídicos –para no mencionar sino ejemplo muy notorios-, la jurisprudencia de nuestro más alto tribunal resolvió de manera inteligente las múltiples dudas que surgieron en la interpretación del Código civil, contribuyendo así a perfeccionar nuestro sistema jurídico.

Lamentablemente, a partir de la década de los años 50, el recurso de casación en el fondo empieza a perder importancia práctica en la experiencia judicial chilena y a ser sustituido por el de queja.

Las cifras hablan por sí solas. Ya en la memoria del 1º de marzo de 1960, refiriéndose al movimiento de causas del año anterior, el Presidente de la Corte Suprema dijo: “Casaciones y quejas constituyen el trabajo principal de la Corte; los fallos de aquellas llegan a 420 y los de éstos a 527, lo que significa que el último recurso reemplaza cada vez más al primero”.

Diez años después, en 1969, los recursos de casación fallados bajaron a 285 y los de queja subieron a 852. La tendencia continúo acentuándose. En 1979, los fallos de recursos de casación en el fondo –entre acogidos, rechazados, inadmisibles, desistidos y desiertos- descendieron a 172, mientras a los fallos de recursos de quejas subieron a 1.210. En 1989, si bien los fallos de casaciones aumentaron a 320, los de quejas se elevaron a 1.586. Y hubo años, como el ´86 y el ´87, en que estos últimos pasaron de 2.400.

Comentando este fenómeno, el Presidente de la Corte dijo, en su Memoria de 1985: “Hay que decir también  que los recursos de queja han venido a reemplazar a los de casación y exigen estudios laborioso porque la decisión comprende tanto los hechos como las cuestiones de derecho. Por tales motivos, la Corte Suprema viene perdiendo poco a poco su carecer de Tribunal de Casación para convertirse en un tribunal de segunda y hasta de tercera instancia”.

En algún momento se pensó que la causa era el excesivo rigor con que se evaluaban los requisitos formales en la interposición del recurso y, para obviar ese problema, en 1977 se facultó al tribunal para invalidar de oficio la sentencia recurrida en los casos en que se deseche la casación de fondo por defectos en su formalización. Pero esa reforma no dio los resultados esperados: mientras las declaraciones de inadmisibilidad siguieron aumentando hasta sobrepasar la mitad de los recursos de casación de fondo que la Corte falla ésta ha hecho mínimo uso de su nueva facultad de casar de oficio.

Sin duda que para el litigante y para el propio tribunal es mucho más fácil el expediente de la queja, sobre todo a partir de la liberalidad o discrecionalidad con que se aplica el concepto de “falta o abuso” que sirve de necesario fundamento a este recurso.

Para la defensa de la parte perdedora es mucho más sencillo imputar falta o abuso al tribunal sentenciador, sea en la apreciación de los hechos o en la aplicación del derecho, que señalar precisamente la ley o leyes que se suponen infringidos por la sentencia contra la que se recurre, la forma cómo se ha producido la infracción –sobre la base de los hechos tales como se han dado por establecimiento en el fallo recurrido- y la manera como esa infracción influye en lo dispositivo de ese fallo.

Para el tribunal, por su parte, es también más fácil –y una gran tentación- juzgar discrecionalmente el asunto, tanto en los hechos como en el derecho, y resolver lo que estima más justo y equitativo en el caso particular. Tanto más cuando puede hacerlo sin las formalidades complejas de la vista de la causa, alegatos y redacción de la sentencia de casación, conociendo del asunto hasta en simple cuenta y limitándose a l más somera fundamentación de su fallo.

Pero está generalizada practica, aparte de traer consigo un enorme abultamiento en la carga de trabajo de nuestro máximo tribunal – que desde hace ya largo tiempo lo han mantenido en permanente y grave retraso en el desempeño de sus tareas, no obstante el aumento del número de ministros y el funcionamiento extraordinario en más salas- ha significado cambiar la naturaleza de nuestra Corte Suprema: en vez de cumplir su función de seguridad jurídica como tribunal encargado de declarar el derecho vigente en Chile a través de su jurisprudencia, se ha convertido en un tribunal de tercera instancia que resuelve con cierto grado de discrecionalidad toda clase de asuntos particulares.

A corregir esta anómala situación y restablecer a la Corte Suprema en su función propia de tribunal de casación tiende el proyecto de ley recientemente aprobado por el Consejo Nacional y actualmente en trámite en el Tribunal Constitucional, que modifica las normas sobre funcionamiento de la Corte y sobre los recursos de casación y de queja.

Esta nueva ley, que confió entre en vigencia próximamente, tiene su o rigen en un proyecto presentado, en octubre de 1992, por el gobierno que tuve el honor de presidir. Aunque las reformas propuestas en ese proyecto en cuanto a la composición de la Corte Suprema y la especialización de sus salas, en el ánimo de poner pronto termino al notable atraso en el conocimiento de los asuntos sujetos a su decisión y de uniformar la jurisprudencia de nuestro más alto tribunal, procurando evitar la dictación de fallos contradictorios, no lograron la plena aprobación del Congreso, el texto despachado constituye un importante avance en la materia y estoy cierto de que su vigencia abrirá una nueva etapa en la historia de nuestro más alto tribunal, permitiéndole cumplir su función institucional especifica de generar la jurisprudencia necesaria para la uniformidad y actualización del derecho.

En cuanto al recurso de queja, la nueva ley lo restringe a la “exclusiva finalidad” de “corregir las faltas o abusos graves cometidos en la dictación de resoluciones de carácter jurisdiccional”: limita los casos en que procede, excluyendo la posibilidad de que se utilice para “modificar, enmendar o invalidar resoluciones respecto de las cuales la ley contempla recursos jurisdiccionales ordinarios o extraordinarios”; da normas para la tramitación del recurso y para la adecuada fundamentación de los fallos que los resuelven y establece que “en caso que un tribunal superior de justicia, haciendo uso de sus facultades disciplinarias, invalide una resolución jurisdiccional, deberá aplicar la o las medidas disciplinarias que estime pertinentes”.

Confió en que la vigencia de estos preceptos, junto con descongestionar el trabajo de l corte Suprema, ponga término al abuso que litigantes y el propio tribunal han venido haciendo de la queja como recurso judicial y al absurdo que representa el hecho, habitual en nuestra practica forense, de que nuestra Acorte Suprema modifique resoluciones por considerarlas constitutivas de “falta o abuso” y, sin embargo, no apliquen en el caso ninguna medida disciplinaria.

En cuanto a la función específica de la Corte Suprema como tribunal de casación, aparte de introducir –aunque tímidamente- un principio de especialización de las salas, la nueva ley simplifica las formalidades para la interposición del recurso, hace más expedita su tramitación y faculta al tribunal para decidir en cuanta, a petición de parte, que el recurso sea resuelto por el pleno de la Corte, si ésta, “en fallos diversos, ha sostenido distintas interpretaciones sobre la materia de derecho objeto del recurso”.

Al entrar en vigencia esta nueva ley se abrirá a nuestra corte Suprema una excelente oportunidad para ejercer plenamente su función fundamental y exclusiva como tribunal de casación y prestar a la sociedad chilena un valioso servicio mediante el ejercicio de su tarea de uniformar y modernizar el derecho por la vía jurisprudencial, tal como en importante medida lo hizo en el pasado y lo han hecho, históricamente, el Tribunal de Casación de Francia y los de otros países.

Su función conservadora de la libertad y otros derechos personales, por medio de los recursos de amparo y protección de que conoce en segunda instancia; su jurisdicción tutelar de la constitucionalidad de las leyes, que ejerce por la vía del recurso de inaplicabilidad, y el desempeño de su tarea como tribunal de casación en el fondo –la más típica y exclusiva de sus prerrogativas-, constituyen las atribuciones que hacen de la Corte Suprema el órgano superior de uno de los tres clásicos poderes del Estado.

En la medida en que los tribunales, en el desempeño de su función jurisdiccional de solución de conflictos mediante la actuación del derecho en los casos particulares de que conocen, adopten decisiones en resguardo de la libertad y los derechos de las personas, o para hacer efectiva la sujeción de la ley a la Constitución, o simplemente para hacer justicia, participan efectivamente del ejercicio de la soberanía.

En el desempeño de esta función los tribunales y, muy en particular, la corte Suprema, han de entender que su tarea de juzgar conforme a derecho no los convierte en menos esclavos de las leyes. Cierto es que lo eran en la concepción que sobre la separación de los poderes tenía Montesquieu, quien veía a los jueces como meros “instrumentos que pronuncian la palabra de la ley, seres inanimados que no pueden moderar ni la fuerza ni el rigor de las leyes”. Pero han pasado dos siglos y medio desde que Montesquieu escribió su célebre obra y sus concepciones sobre el predominio absoluto de la ley como expresión fundamental y omnicomprensiva de la soberanía popular han cedido el paso a criterios más modernos, tanto en cuanto al necesario equilibrio entre los poderes del Estado, como a la supuesta suficiencia absoluta de la ley como expresión del derecho.

Me apartaría de la materia propia de estas reflexiones si las extendiera ahora al trascendental tema de la interpretación del derecho. Pero siento la necesidad de señalar que cualquier esperanza sobre los frutos de la reforma a que acabo de referirme, en cuanto abre las puertas al desarrollo y modernización de nuestros derechos por la vía de la jurisprudencia de la Corte Suprema como tribunal de casación, seria frustrada si prevalecen en su seno los criterios que en los últimos años han sabido expresarse para justificar su conducta, en orden a que los jueces no hacen otra cosa que aplicar las leyes y son prisioneros de éstas.

Cierto es que nuestro Código civil contiene reglas, obligatorias para todos, sobre la interpretación de las leyes, la primera de las cuales prescribe que “cuando el sentido de la ley es claro no se desatenderá su tenor literal a pretexto de consultar su espíritu”.

Pero ¿Cuál es el “sentido claro” de la ley? Hans Reichel, doctor en derecho y filosofía, profesor en Zurich, en un breve ensayo titulado La Ley y la sentencia, que se publico en alemán en 1914 y en castellano en 1921 –una verdadera joya cuyo conocimiento debo al profesor Raúl Varela Varela, el jurista más completo que he conocido, que fue mi maestro de abogacía-, pone el siguiente ejemplo. “El texto dice: “Es prohibido entrar perros a la estación ¿Qué cosa más clara? Sin embargo, si nos atenemos a su sólo tenor literal, nunca podría transportarse un perro por ferrocarril y, en cambio, podría llevarse a la estación un león o un oso”.

Baste este ejemplo para demostrar que, como dice el referido autor, “el que considera desde luego claro e inteligible un precepto legal, sin admitir debate sobre él, comete una petición de principio”. Así lo ponen en evidencia todas las modernas doctrinas sobre interpretación e integración del derecho, materias que en los últimos años han sido objeto de especial preocupación en nuestros medios forenses y universitarios. Expresión de ello son, a manera de ejemplo, los talleres sobre “La naturaleza del razonamiento judicial” realizados por la U. Diego Portales a partir de 1987 y el Congreso sobre “Interpretación, Integración y Razonamientos jurídicos” celebrado en mayo de 1991 por las iniciativas de las Facultades de Derecho de la U. de Chile y Adolfo Ibáñez. Y es digno de mencionarse el hecho –que en este último Congreso señaló el profesor Fernando Fueyo, quien lo había ya explicitado años antes en su libro Interpretación y juez- de los muchos casos en que los tribunales chilenos y la propia Corte Suprema han resuelto buscando a la ley una interpretación que, más allá de su texto  literal, les permita hacer justicia.

Porque ésta es, precisamente, la misión fundamental del Poder Judicial y, sobre todo, de la Corte Suprema: hacer justicia conforme a derecho. Confió en que la reforma próxima a promulgarse, que junto a varias otras consideré mi deber impulsar, como Presidente de la Republica, para mejorar nuestra administración de justicia, facilite a nuestro máximo tribunal el cumplimiento fecundo de su función como Tribunal de Casación.

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