¿QUIÉN SOY?

por Miguel Arteche

-Y tú, oh arcángel San Miguel, príncipe de las milicias celestiales, usando del poder que Dios te ha conferido, lanza en el infierno a Satanás y otros espíritus malignos que recorren el mundo para perder las almas- dice el cura Arteche.

Detrás de él hay un monaguillo. Vestido con roquete blanco y sotanilla roja, llevando un cirio, contesta:

-Amén.

El cura Arteche cierra el misal; desciende, solemne, por los peldaños del altar, y se dirige a la sacristía. Detrás va el monaguillo muy serio. Tan parecido al cura Arteche, que en la plaza del pueblo, cuando llega la hora de retirarse, sus amigos de juegos le gritan:

-¡Arteche! ¡Tu papá te llama!

El monaguillo era Osvaldo Salinas Arteche; pero todos le conocían por Arteche, allá hacia 1934 o 1936, en Los Angeles. El monaguillo aquel se llama -ahora- legalmente, Miguel Arteche. Y ese Miguel, (¿quién como Dios?, significa Miguel), era, en cierto modo, recuerdo de aquel otro Miguel (éste sí un arcángel de verdad) que se levantaba, con lanza en mano y dragón a los pies, en la iglesia. Por eso, Miguel Arteche lo suele invocar, a solas, cuando cae en esas debilidades de hombre en las que, como decía Vallejo, suele complacerse.

Y como no creo en el azar, cuarenta años más tarde conozco a otro monaguillo, que también será poeta, es poeta, y que, además, de monaguillo fue sacristán del cura Arteche. De esta manera Miguel y Jaime Quezada quedan unidos bajo las mismas alas -las del arcángel- y las mismas sotanas -las de don Gonzalo-. "Cura más patriarca, más zorro, más noble- decía Jaime hace quince días atrás, en este mismo lugar- más cura, no pasó por mi pueblo. El "a Dios rogando y con el mazo dando" era su santo y su seña: mazo para pedir con humildad a los cristianos de mano apretada, las tablas, los ladrillos, las tejas".

Exacto, Jaime. Sólo en una cosa te equivocaste. Y es que nunca corrigió mis poemas (yo tenía seis, siete, ocho, nueve, once, doce años), por la simple razón de que comencé a escribirlos sólo a los dieciocho. Pero se le hinchó de orgullo el sombrero de teja cuando años más tarde, en 1947, apareció mi primer libro. Era la imagen del padre que no conocí (mi padre murió cuando yo tenía cuatro años). Era soberbio y humilde, como soy yo. Era irónico, como suelo serlo. Tenía buen oído, que yo tengo. Componía música, que yo no compongo. Sabía decirle las verdades al lucero del alba, cosa que yo suelo hacer, sin que pase por suicida. Cantaba con voz bien timbrada, y yo canto tangos con voz, si no timbrada, por lo menos aguardentosa. Era flaco y alto, y yo lo soy. Las beatas se pirraban por él. Y cuando un mal sacerdote intrigó contra el cura Arteche, se defendió, viajó a Roma, y después de algunos años, ganó el pleito ante la curia. Escribía himnos, y yo los escribo cada diez años. Y como yo viví en Los Angeles siete años, y como, por ser sobrino del cura Arteche, estuve rodeado de todo tipo de curas, algo tiene que habérseme pegado de ellos, de tal manera que más de alguien dice que parezco cura, aunque habría que aclarar a qué tipo de curas me parezco. Desde luego no a aquellos que viven sólo en el cielo, ni a aquellos que moran sólo en la tierra, sino a aquellos que no son sino reflejos de la Cruz, la horizontal que corta la vertical.

Los mismos cerezos. Las mismas calles de Los Ángeles. Así lo recuerda Jaime. Él tiene que haber sentido la fragancia de los tilos de la plaza:

Tilos que mueven tardes en la plaza

donde te espera un niño del pasado

Tilos que tienen no sé qué cansado

sobre los seis veranos de tu casa.

Tilos de mil y novecientos treinta

o de dos mil. El niño no podía

saber del tiempo en melancolía

que todos sienten pero nadie cuenta.

Tilos medicinales y olorosos

como ese niño que perdí borrosos

después de tantos años que los vivo.

Tilos de tardes, plaza de tu infancia,

sobre mi mesa siento su fragancia

cuando en la noche este soneto escribo.

La otra imagen es la de mi tía María. Lejos en Santiago mi madre, mi tía fue otra imagen de madre que tampoco puedo olvidar. Su bondad la llevó a acompañar al cura Arteche, su hermano, durante toda su vida, y yo fui, tal vez, ese hijo que nunca tuvo. No olvido cuando don Gonzalo, exasperado porque yo había lanzado su sombrero de teja a la calle, desde un segundo piso, me perseguía girando alrededor de la mesa redonda de comedor. Mi tía lo paraba en seco y le decía que mientras viviera nadie le pegaría en la cabeza. Cosa que el cura Arteche hacía cada tres años. Y no sé si, al propinarme esos intermitentes coscachos en mi cocusa, es decir, en mi cabeza, me la abrió al camino de la poesía.

Otra imagen es la de la lluvia. En Los Ángeles caen, cada año, alrededor de 1.200 milímetros de agua (en Santiago apenas 360), y la lluvia me envolvió, y me envuelve permanentemente. La lluvia se ha metido en mi poesía, pero no como una anécdota más para ser contada, sino como un símbolo de que el inundo sólo podrá purificarse con ella y que sólo con ella uno se purifica. Y cuando en Santiago llueve, salgo al jardín de mi casa, me gusta pasearme bajo la lluvia, recorro mis dominios solitarios, y entro a mi escritorio, sobre cuyo techo de metal golpea con cólera. Y entonces es cuando mejor escribo. Dos poemas -que escribí hacia 1956 y 1958- ilustrarán mejor ese doble signo de una palabra que en el diccionario es sólo "agua que cae de las nubes". En el primero -"El agua"-, alcanza la lluvia un sentido que aún no puedo descifrar; en el segundo -"Tercera Invocación"-, la lluvia o el agua-, tiene un sentido lustral inequívoco.

Son tan distintas las interpretaciones que se, han escrito sobre "El agua", que comprendí por qué un poema, cuando está logrado, y éste lo está, es como una piedra radiactiva de la cual parten miles de rayos. Cada lector recibe un solo rayo de ella. Yo nunca supe, y ni siquiera aún lo sé, lo que quise decir al escribirlo, y no porque no sepa lo que escribo, o sea un irresponsable o no responda de las palabras que empleo. Pero mientras más rico es un poema, más interpretaciones admite.

A medianoche desperté.
Toda la casa navegaba.
Era la lluvia con la lluvia
de la postrera madrugada.

Toda la casa era silencio,
y eran silencio las montañas
de aquella noche. No se oía
sino caer el agua.

Me vi despierto a medianoche
buscando a tientas la ventana;
pero en la casa y sobre el mundo
no había hermanos, madre, nada.

Y hacia el espacio oscuro y frío
y frío el barco caminaba
conmigo. ¿Quién movía
todas las velas solitarias?

Nadie me dijo que saliera.
Nadie me dijo que me entrara,
y adentro, adentro de mí mismo
me retiré: toda la casa

me vio en el tiempo que yo fui,
y en el seré la vi lejana,
y ya no puede reclinar
mi juventud sobre la almohada.

A medianoche me busqué
mientras la casa navegaba.
Y sobre el mundo no se oyó
sino caer el agua.

El otro poema -"'Tercera invocación a Nuestra Señora del Apocalipsis"- está bañado por un agua extraña. Creo que, a pesar de eso, el sentido está claro. Aquí se da otro tipo de poesía, que no es el visionario empleado en "El agua", poema que escribí en un estado casi sonámbulo. A la hora de la verdad, vale tanto uno como otro. Está claro, además, el sentido de letanía mariana que aquí se emplea:

Madre Final: desciende de tu cuerpo.
La oscuridad es fuego en nuestros brazos.
Cae el agua que nace del silencio.

Madre Final: el sol plañe en el cielo.
Simientes de tinieblas nos rodean.
Cae el agua temblando en el silencio.

Madre Final: tu puerta en el destierro.
El cáncer del reloj se ha detenido.
Cae el agua de luz bajo el silencio.

Madre Final: ¿nos sigues sosteniendo?
Los muertos recobraron el salario.
Cae el agua nocturna del silencio.

Madre Final: el pobre está desierto.
Harapo el oro fue sobre los panes.
Cae el agua de sangre en el silencio.

Madre Final: el polvo está muriendo.
Los átomos se nutren de la fosa.
Cae el agua y renace del silencio.

Madre Final: sostén al mundo yerto.
La muerte se ha sentado en los umbrales.
Cae el agua en el agua del silencio.

Madre Final: la furia del estiércol
brota sobre las uñas de la usura.
Cae el agua cristal sobre el silencio.

Madre Final: descíñenos del tiempo.
Despójanos los cuerpos exilados.
Cae el agua y se funde en el silencio.

Madre Final: no volverá el recuerdo.
No llamarán los tímpanos del año.
Cae el agua con agua del silencio.

Madre Final: el lino de tu cuello
levantará los muros de la carne.
Cae el agria en el óleo del silencio.

Madre Final: tu mano abrió los sellos.
El cáliz floreció sobre tu boca.
Cae el agua que siembra en el silencio.

Madre Final: la llama abrió tu espejo.
La ira del lagar cedió en tus ojos.
Cae el agua en las sienes del silencio.

Madre Final: los degollados fueron
vítores solitarios de tu alteza.
Cae el agua que mana del silencio.

Madre Final: el puño de los truenos
dormido está en el lirio de tus dientes.
Cae el agua que se oye en el silencio.

Madre Final: se ha levantado el viento.
Ungida está la noche por el alba.
Cae el agua y penetra en el silencio.

Cae el agua final sobre el silencio.
Cae el agua solemne del silencio.
Cae el agua escondida en el silencio.
Cae el agua de vida en el silencio.

Estoy en 1945. En Quintero. Paso, con mi madre, allí mis vacaciones. Los Angeles está atrás. Tengo dieciocho años, pero represento cuatro años menos. Feroz problema: soy tímido. ¿Quién se va a enamorar de mí, con la cara de guagua que tengo? Pero ese otro Miguel que llevo dentro (soy geminiano), tiene, a veces, treinta, a veces cuarenta, a veces sesenta, a veces tres años, según la mujer que mire y desee. Hablo poco, juego ajedrez, no me gusta meterme al agua para que no me vean mis hiperflacas piernas (todos los Arteche tienen las piernas como palillos). Hay en Quintero una casada con la cual, en sueños, me acuesto varias veces. Llevo en el bolsillo de mi chaqueta un libro de poemas, y 1o que escribo - he comenzado a escribir poemas -, lo escribo a solas, no lo muestro a nadie. Ese libro no sale de mi bolsillo, o sale en las noches, cuando leo en silencio. Del libro ha brotado una luz que me inunda apenas lo abro. Había leído mucho en la biblioteca, ancha, en penumbra y maternal, del cura Arteche. He leído una vieja edición de "Las flores del mal", y tengo siete años. Y Dante, y Virgilio, y Homero, y las aventuras de Búffalo Bill, y las aventuras de Nick Carter, y las aventuras de Tarzán de los monos (el cura Arteche gozaba lo mismo con Dante que con Tarzán), y la Biblia ilustrada por Doré, y qué sé yo cuántas cosas más. Pero nunca se me ha ocurrido escribir versos. Sólo quería ser un gran maestro de ajedrez. En Quintero ese libro no se aparta de mí. Lo leo. Lo releo. Está manchado por mi índice. Se ensucia cada vez más. La tapa dice: "Poetas españoles contemporáneos". El autor: Roque Esteban Scarpa.

Roque Esteban ha abierto, para mí, la poesía. Me aprendo de memoria poemas de Alberti, Diego, Lorca, Unamuno. Y Cernuda. Y caigo en Cernuda y ya no me puedo recuperar de esa buena enfermedad. por lo menos hasta 1951. Caería, otra vez, enfermo, de Thomas Wolfe. La antología de. Scarpa fue, pues, un detonante. para algo que yo llevaba escondido y que ni siquiera conocía. Me abrí a la poesía. Pero hubo otro detonante - éste más lento y sutil -: las lecciones que había recibido de mi profesor de castellano, en el Instituto Nacional, el gran escritor Juan Godoy. El había sembrado en mí una semilla cuando nos enseñaba, con amor, las lecciones de nuestros grandes clásicos, los poetas españoles de los Siglos de Oro.

1946. Soy estudiante de Derecho. ¿Por qué estoy sentado en una de las salas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile? ¿Qué hace allí Miguel Arteche? Escucho. Bostezo las clases de economía política que dicta don Benicio Troncoso, y de don Benicio, que era muy buena persona, sabemos más de un tordo que tiene en su casa que de sus excelentes lecciones. ¿Es que voy a ser abogado? Otro profesor enseña derecho romano. Leo, en voz alta, el "Llanto por Ignacio Sánchez Mejías". Y me expulsa de la sala. Me aburre el Código Civil. Me aburre el derecho. Me aburren los abogados.

El poeta adolescente tiene, y siempre tendrá, varios toros que lidiar. Uno de ellos -el primero - es su incontenible necesidad de expresarse. Quiere decirlo todo. Cree que es el primero en decirlo todo. Piensa que ha de escribir lo que nunca antes nadie ha escrito. Pero debe saber, si quiere seguir siendo poeta, que eso es lo único que hará bien en su vida, y que la poesía no produce dinero, ni da, por lo menos al comienzo, estatus social. Conoce - otro toro- la impotencia que significa no poder decir todo lo que quisiera decir, pues necesita de algo tan frágil y quebradizo como la palabra. Sabe lo difícil que es emplearla bien, pues una cosa es la palabra en el diccionario, y otra, bien distinta, la. palabra en el poema. No puede prescindir de la primera, pues entraría en el limbo o en el simple balbuceo; pero la palabra del diccionario está muerta y sólo la palabra poética puede resucitarla. El poeta adolescente se enfrenta, en fin, con otro terrible toro: la lengua sobre la cual se apoya - la que se habla en Chile -, es menesterosa y sólo otros poetas la han usado bien. Necesita, el joven poeta, nombrar. Dar nombre a las cosas. Años después - en su primer viaje a España, en 1951- se sorprcnderá al ver cómo el español,. sin vacilar, es capaz de nombrar, y no se equivoca. Y aunque sabe todo eso, el joven poeta sigue escribiendo, aunque se hunda el mundo, inundado por la emoción y por la sombra que sobre él- proyectan Neruda, Gabriela y Huidobro. De ninguna manera le satisface el primero, aunque ha sufrido el impacto de náusea de "Residencia en la tierra". No acepta el juego decorativo del tercero (aunque admira sus últimos poemas). Y siente que en Gabriela hay algo duro, seco, tajante, que le atrae, sin que sepa por qué le atrae (habría que despojar a Gabriela de esos poemas con mermelada por los cuales es más conocida). Y el joven poeta lucha por desprenderse de Cernuda, cuando cae un poco más tarde, en otra penumbra: la de un libro de Thomas Wolfe, "Del tiempo y el río". Y siente, en fin, algo más dramático: que tiene que morir, que nació para morir, que es un ser de paso por la tierra, y lo conoce apenas comienza a escribir, y este hecho no es quizá sino un deseo de permanecer.

Todo poeta adolescente está solo, y es bueno que esté solo. Lo rodea una sociedad que cree que los poetas son locos, y la verdad es que, más locos que los poetas, son algunos jefes de Estado (¿acaso no es jefe de Estado Idi Amín?). Le dicen que se morirá de hambre, y yo aún no me he muerto, aunque en estos tres últimos años he pasado las de Quico y Caco.

Pero casi siempre al joven poeta lo salva una mujer.

Mi madre no ha llegado aún a Rubén Darío, pero cree en su hijo. No entiende lo que su hijo escribe, pero cree en él. Y ahora que está muerta (como el cura Arteche, que murió durante el sueño en 1952. cuando yo estaba en España); y ahora que mi madre se ha transformado en cenizas, siento otra sombra que aún me acompaña y me rodea por su bondad e inteligencia: la de Rafael Maluenda. Mi madre y Rafael no pudieron casarse. Vivieron juntos durante treinta años, y nunca dejaron de quererse. Fue un amor limpio. Por eso les dediqué mi último libro a ellos. Por eso, uno de mis hijos se llama Rafael, y una de mis hijas Isabel. "En la tarde nos examinarán en el amor", dijo San Juan de la Cruz. Yo estoy seguro que ellos gozan de la luz de Dios.

Para que estemos menos solos
nos entregaste, Señor, nuestros muertos.

Nunca los conocimos cuando estaban
con nosotros.
..............................Decíamos
que la vida es muy larga: ya tendremos
tiempo de conocerlos.
Nunca supimos quiénes eran
mientras vivían.

Y ahora que están lejos
los entregas, Señor, como ellos son:
limpios de toda vanidad,
sin sus pobres miserias,
bruñidos por la luz y tamizados por la oscuridad.

Nunca estuvieron solos nuestros muertos.
Son ellos los que gimen en la noche
por nuestra soledad.

1951. Becado, viajo a España. Y aquí me acompaña otra sombra, la de Jaime Eyzaguirre. A él debí, en gran parte, ese viaje, y no sé qué habría escrito yo si no hubiera conocido España. En 1950, mi libro El sur dormido gana el Premio Municipal de Poesía, que comparto con Claudio Solar. Pero es un libro frustrado. Aún está allí Cernuda. Aún, Wolfe. Hay unos pocos poemas que lo salvan. Tal vez sólo uno. Pero sé que España me dará lo que no puedo encontrar en Chile. No sé que es. Vuelvo a la tierra de mis antepasados. Llego a Madrid en mayo de 1951. Es de noche. Bajo del tren que me ha llevado de Barcelona a Madrid, y tomo -cojo, como dicen los españoles- un bus para llegar, con mis tres maletas, a una pensión de la calle de Espartinas. Y siento que yo estuve aquí, en Madrid, no sé cuándo. Siento que en algún lugar de mi sangre yo estuve siempre aquí. Reconozco calles por las que nunca he pasado. Olores que siempre me rodearon. Yo soy de aquí, pienso. Aquí debí nacer, pero la nostalgia de Chile me divide en dos, como allá en Chile, me dividía la nostalgia de España. Y absorbo, y miro, y escucho y leo, y viajo por toda España, y voy a París, y a Brujas, y recorro Italia, y el norte de Africa. Siempre abierto a todo. En 1953 aparece en Madrid Solitario, mira hacia la ausencia. El libro tiene buena acogida. Pero no es lo que yo quiero.

A fines de 1953 paso mi luna de miel en Ibiza, cuando Ibiza era una isla solitaria, sin drogadictos ni turistas, ni pintores de mala muerte, sin torres de equis pisos. Vagamos, mi mujer, Ximena, y yo, en bicicleta, por la Isla Blanca. Un día de 1952, la he conocido en la embajada chilena. Tiene el cabello largo, es esbelta, es una imagen perdida que acabo de encontrar. Sé que va a ser mi mujer, y con la misma seguridad que me ha dado el nacimiento de mí poesía, descubro en ella a la que me ha de soportar durante veintitrés años -hasta ahora-, y me dará siete hijos. La segunda mujer en la vida de este poeta. Porque yo no he tenido 27 mujeres como las que tuvo otro poeta, y es probable que jamás las tenga.

Alguien escribió -a raíz de la emoción que produjo a un poeta la muerte de su padre- que los poemas deberían ser escritos cuando esa experiencia se ha apozado, cuando se ha hecho carne y sangre del poeta. Sin embargo, en esto, como en los juicios que los contemporáneos emiten sobre poetas y poemas, todo es relativo. El poeta había escrito una elegía, a pocos días de la muerte de su padre, y el poema se frustró. Más tarde, meses después, volvió a escribirlo. El poema fue un buen poema.

La experiencia poética no depende del tiempo cronológico, sino de la intensidad con que el poeta haya fundido esos fragmentos dispersos que dan por su memoria cuando se dispone a escribir. El proceso de la creación poética -como cualquier proceso creador- depende de esa capacidad, y de otra capacidad, que es la concentración, y, por supuesto, de la habilidad del oficio y del talento que Dios le haya dado para dominar las palabras, pues los poemas se escriben con palabras y no con buenos sentimientos o buenas intenciones. Si la poesía es, como quiere Wordsworth, "la emoción recordada en tranquilidad", cito no significa que tenga que ver con el tiempo de los relojes. A veces, en media hora, un poeta puede reunir un tiempo muy vasto. En términos generales, yo siempre he escrito cuando la memoria (que es, como se sabe, la madre de las Musas) y la emoción me empujaban, literalmente, a la hoja en blanco; pero entonces he sentido que el tiempo y el espacio no existen, que estoy en un tiempo, en un eterno presente, que es el tiempo en que vive el niño. Salir, una vez terminado el poema, de ese tiempo mítico es como emerger de un infinito océano.

Casi todos mis poemas logrados nacen de una situación muy concreta, muy real, a veces, cotidiana: un restaurante, un comedor abandonado, una bicicleta, una cuna, una ciudad, un anciano, un niño, un viaje, Cristo, la Virgen, un aeropuerto, un epiléptico, un perro, un olmo, un joven torturado, etc. Siempre he partido de situaciones muy concretas, muy reales que, apenas planteadas en el primer verso, pasan de inmediato a otro plano -ese plano mítico al cual me refería antes-, y de éste a otro. De aquí que, al comienzo, muchos lectores se han desconcertado al leer mis poemas; pero una segunda lectura, atenta, descubre rápidamente ese segundo plano. Es lo que en parte explica el rechazo a cierto sector de la poesía de nuestro tiempo, porque la gente de hoy no sabe maravillarse, no recuerda su infancia, y olvida que todo el proceso de vivir no es sino una maravilla y toda la tierra un milagro.

Sentado en el café cuentas el día,
el año, no sé qué, cuentas la taza
que bebes yerto; y en tu adiós, la casa
del ojo, muerta, sin color, vacía.

Sentado en el ayer la taza fría
se mueve y mueve, y en la luz escasa
la muerte en traje de francesa pasa
royendo, a solas, la melancolía.

Sentado en el café oyes el río
correr, correr, y el aletazo frío
de no sé qué: tal vez de ese momento.

Y en medio del café queda la taza
vacía, sola, y a través del asa
temblando el viento, nada más, el viento.

Tres años después de haber "visto" esa muerte vestida en traje de francesa, en un café parisino, escribí este soneto. Distinta fue la experiencia de la "Elegía por un niño muerto". Otra vez el tiempo de los relojes, que nada tiene que ver con la experiencia poética. Esta elegía fue escrita dos días después de la muerte de un niño. Y, como el propio creador suele sorprenderse de lo que ha escrito cuando el poema ha nacido, observen el verso final de la elegía:

Y el niño abrió los ojos en la noche, y las plumas

de la muerte rozaron su corazón: la fiebre

cantó sobre los hilos de las venas.

Y vi los corrosivos dedos sobre su boca,

y el serpentina tajo que segaba implacable

todo el tallo del pulso.

Entonces,

cuando en el cielo el viento se acercaba,

¡ay sólo entonces!,

rogué a solas por él.

Y el niño ardió en la noche, y las cárdenas uñas

se hundieron en la tierna yema: sobre sus ojos

cintilaron las últimas estrellas.

Y vi los dientes nítricos royendo el virgen tuétano,

y en el centro del pecho desmoronado todas

las hojas de su sangre.

Entonces,

cuando en la sombra el trueno penetraba,

¡ay sólo entonces!,

miré la trama lívida de la muerte y temblando

rogué a solas por él.

Y el niño vio la cara tras la pared: sus manos

se hundieron en las olas cerosas: la agonía

hizo caer el sol entre sus sienes.

Y desde su cabeza vi el canasto escarlata

de la serpiente negra, y entre el humo del rostro

los anillos de fuego.

Entonces,

cuando a sus pies el rostro centelleaba,

¡ay sólo entonces!,

besé la tierna frente y el final de sus ojos,

y solitariamente arrodillado

rogué a solas por él.

Y las bocas solares del delirio soplaron

en la frente del niño, y el país de la muerte

fue del tamaño de su corazón.

Y oí cómo en la noche respiraba y subía

desde el gélido rostro toda la edad del viento,

toda la eternidad.

Entonces,

cuando en la noche los barcos zarpaban,

¡ay sólo entonces!,

miré las velas rígidas en medio del espacio,

y rodeado de todas las lluvias siderales

rogué a solas por él.

Y en el centro del mundo nos quedamos los últimos,

y devastó su cuerpo el soplo que ascendía

solitario, dejándome en lo oscuro.

Y me encontré en el nunca con el niño de entonces,

y sobre las fronteras baldías de la noche

rogué a solas por él.


Entonces,

cuando el amanecer en mí soplaba,

¡ay sólo entonces!,

entre el viento del génesis y el trueno de la gloria,

vi sus ojos fulgentes y su boca llameante,

y en la mitad del ciclo terrible del silencio

rogó él sólo por mí.

Ya no somos nosotros los que rogamos por el niño que ha muerto. El ruega por nosotros. Somos nosotros los que nos quedamos solos. El nos salva de la fugacidad y lo transitorio.

Hemos regresado, Ximena y yo, a Chile, a fines de 1953. A partir de ese año, y hasta marzo de 1965, trabajé en "El Mercurio", en un cargo secundario, o mejor, terciario. Durante ese periodo encontré lo que buscaba. Durante esos años escribí mucho, y rompí, al mismo tiempo, muchísimos poemas. Escribí en los buses. Escribí en los bancos de las plazas. Escribí en los cafés. Escribí en la mesa del comedor de mi casa (sólo ahora poseo un escritorio privado, conocido como el "cuartito azul"). Escribí en alguna fiesta aburrida, en el baño (lugar, como se sabe, que produce hondas meditaciones). Escribí en mi oficina de "El Mercurio", lo cual indignó a cierto gerente general llamado el señor Cerebro, judío de pro, que nunca se explicaba que alguien escribiera versos. Escribí angustiado por presiones económicas, por soledades, por nostalgias, por la fugacidad, por el tiempo, por el amor, cuando el amor nos deja al filo de la nada. Me rodeaban todos mis días españoles, mis días franceses. Me rodeaba la presencia y ausencia de Cristo. Me rodeaban Quevedo, Gabriela, y Vallejo, y Eliot, y Auden, y Coleridge, y Donne, y los grandes poetas españoles de los siglos de Oro, y los otros grandes poetas ingleses de todos los tiempos. Me rodeaba esa sensación que nunca perdí, y es la de sentirme siempre dividido entre Chile y España. Y escribí Otro continente y Quince poemas. Y hacia 1964 apareció Destierros y tinieblas, libro con el cual volví a ganar el Premio Municipal de Poesía. Allí estaba Arteche, si no en gloria, por lo menos en majestad. Editorial Zig-Zag lanzó dos ediciones que, ante mi sorpresa, se agotaron en corto tiempo.

En marzo de 1965 llegué, otra vez, a España. El gobierno del Presidente Frei me había destinado, como agregado cultural, a nuestra embajada madrileña. Allí, además de reconocer mis días de estudiante, descubrí muchas cosas que aumentaron mi experiencia. El ciclo se cerraba. Mi primer hijo, Juan Miguel, que escribe versos ahora, había sido engendrado en España. Ignacio, el último, nacía en Madrid, un día de San Isidro, patrono de la ciudad. Descubrí o, más bien, redescubrí, la prodigiosa calidad humana del pueblo español, tan grande en sus virtudes como en sus defectos. Redescubrí aquellas palabras de Vallejo y la validez que ellas tenían, mas allá del uso que de ellas hacen los que "estrechan mutuos lazos de amistad" ("si la Madre España cae, /digo, es un decir; salid, niños del mundo, id a buscarla"). Redescubrí la raíz de mi lengua, esa que no acoge a los que les gusta reposar en lechos de rosas. Descubrí algo que en mí estaba latente: la ironía (con la cual me río de mí mismo antes de reírme de los otros), y el humor negro, y la luz espectral que debe lanzarse sobre los hombres para abrirlos en lo que son. En Barcelona apareció mi segunda novela, El Cristo hueco. En Agua Amarga, un pueblito cercano a Alicante, redacté casi toda mi tercera novela -La disparatada vida de Félix Palissa-, que fue finalista de uno de los mas importantes premios literarios de España, entre cerca de cien originales venidos de todos los ámbitos de la lengua española.

Algunas personas se desconciertan totalmente cuando se encuentran frente a situaciones nuevas. Cuando se las saca de sus casillas. Lo digo en el sentido literal de la frase. Personas cuyas mentes no funcionan si se las saca de sus rótulos y clasificaciones. Y yo, que siempre había escrito poesía, ahora escribía novelas, sin dejar de abandonar la poesía. La primera novela había aparecido en 1964 junto con Destierros y tinieblas, y Hernán Díaz Arrieta había distribuido grandes cantidades de incienso sobre estos dos libros. Sin embargo, alguien lo llamaba por teléfono para insultarlo. "¿Cómo es posible que alabes esa novela de Arteche? Arteche es un poeta, pero no un novelista". Y yo pensaba que, como no hay una ley que prohiba a un poeta escribir novelas, las seguiría escribiendo, porque, entre otras cosas algo saben de novela los europeos, y porque me daba la gana. Y como otros críticos dijeron que el ...Palissa... es una gran novela (no lo creo), al final de cuentas no sabía si era muy buena, buena, mediocre o mala, y pensé, como cierta vieja, que en cuestión de gustos no hay nada escrito.

Volví a sorprenderme cuando en 1975, otro angelino de infancia, Alfonso Calderón, me pidió un libro que publicaría Nascimento. Le pregunté a Alfonso si don Carlos se había vuelto loco. ¡Publicar poesía en estos tiempos! Revisé 120 poemas escritos entre 1965 y 1975. Lancé al cesto de papeles setenta y tantos. Me quedé con el resto. Cincuenta y dos.

Y como en algunos casos la poesía debe ser cantada, Cecilia Eyzaguirre interpretará dos de mis poemas: "Cuando se fue Magdalena" y "La dama sola". Escuchen ustedes a esta juglaresa que no es precisamente rasca, y que, aunque aficionada, podnía presentarse en televisión con bastante dignidad si no fuera porque en nuestra televisión se cree que la poesía es una enfermedad de los riñones.

Cuando se fue Magdalena.
Cuando tan lejos se fue.

Nadie supo si llovía
la noche de su partida,
cuando se fue Magdalena,
cuando se fue.

Nadie vio si se alejaba
por el mar y la montaña.
Nunca se fue Magdalena,
nunca tan lejos se fue.

Nadie dijo si algún día
Magdalena volvería.

Nadie sabe. Yo lo sé.

Nunca volvió Magdalena.
Yo, que estoy muerto, lo sé.

***

Qué tiempo aquel dorado de mi Dama la sola,
cuántas olas oscuras viniéronla a abrazar:
en qué secretas cámaras vi su cuerpo desnudo,
y en su cuerpo la noche que a veces tiene el mar.

Qué playas de este mundo, qué soles cuando siento
que muy sola mi Dama me convida a beber
su vino del pasado, y el vino en mi garganta
me hacen joven de nuevo con otro amanecer.

Qué lluvia hay en las sienes de mi Dama la sola.
Me levanto y le digo: cuánto frío hay aquí.
Y en el fondo del vino miro volar un pájaro
negro, y está nevando, y deseo partir.

Y la Dama me sigue: qué insistente es mi Dama:
cuánta niebla en sus manos, cómo sus ojos son
países desolados por el hambre y la luna
y las redes bermejas que le lanza el terror.

Cuánta nieve de antaño me ha traído mi Dama.
Cómo sus ojos brillan si la trato de tú.
Y siento que envejezco cuando me da una rosa,
la rosa que cortara allá en mi juventud.

Esta es, pues, mi pequeña historia. Pero antes de terminar, y antes de que escuchemos a Cecilia, -a la cual acompañarán dos chicos del Barroco Andino Niño, conjunto que dirige Jaime Soto,- vaya un consejo a los jóvenes poetas de Chile, y a los que seguirán tras ellos, y a los que escribirán en 2076. Porque el cuento es siempre el mismo, las soledades idénticas, y nunca hay que creer en vampiros vegetarianos.

Este es el consejo:

-Trabajad, hijos míos, en los más diversos y variados oficios, que es lo único que los ricos no hacen ...

Santiago, Editorial Nascimento, 1977, 34 págs.

 

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