Por Robert Funk

Crisisficación

Crisisficación
Robert Funk, académico del INAP.
Robert Funk, académico del INAP.

Hace poco se publicó un estudio que muestra cómo ha ido aumentando el uso de la expresión Breaking News en los medios durante los últimos diez años. Otro concepto abusado es el de crisis. Los problemas en el Medio Oriente parecieran ser un estado permanente, mientras que las dificultades económicas en Europa pueden también convertirse en una constante. En Chile, hace rato que se habla de que nuestro modelo está en crisis, tanto en lo económico como en lo político. La crisisificación de los eventos tiene beneficios para distintos sectores (medios de comunicación, política, movimientos sociales), pero por distintas razones. Como en el cuento de Pedrito y el lobo, el sobreuso de la palabra corre el riesgo de que pierda su significado y no le hagamos caso. Con tanta crisis, ¿cómo podemos distinguir entre los conflictos normales de un debate político y una de verdad?

El problema no es ni nuevo ni exclusivamente chileno. Fue tratado en los 70 por Habermas y otros. Para él, las crisis surgen cuando se producen giros estructurales que llevan a sectores a sentirse amenazados y las instituciones son incapaces de resolverlas.

Si aplicamos esta definición a Chile, ¿dónde nos encontramos? Desde el retorno a la democracia, el país ha pasado por conflictos de distintas índoles: el boinazo, los pinocheques, el desplome de las economías asiáticas, la detención de Pinochet, el corte de gas desde Argentina, los problemas limítrofes con Perú y Bolivia, MOP-gate y las movilizaciones y cacerolazos del 2011. Pero todas esas crisis contaban con una condición que hoy no está presente: no eran estructurales. En términos habermasianos (o, de hecho, laguistas), las instituciones funcionaron.

Lo que hace que la presente crisis sea estructural es que no existe un mecanismo institucional evidente que pueda lidiar con todas las fallas sistémicas. El pasatiempo nacional –el de criticar–, alimentado por malas conductas en el ámbito público y privado, y amplificado por las redes sociales que se han adueñado del rol de quinto poder, nos han llevado a la distopía.

No es que el modelo se haya caído, sino que quedó huérfano. Lo que no significa que los chilenos no lo quieran, sino que éste no tiene una institucionalidad legítima que lo sostenga. Algunos han sugerido que lo que ocurre en Chile es algo parecido a la definición de Touraine: un quiebre entre las expectativas y las posibilidades que tiene la sociedad de cumplirlas. Pero en realidad es peor que eso. No hay suficiente cohesión de expectativas. La lógica consumista que tanto se critica les ha ofrecido a los chilenos no solamente un abanico de opciones de tablets y de hamburguesas, sino de ideas, causas y movimientos. Para el político –incluso aquél que prefiere hacer coincidir la política pública no con los requerimientos de la ciudadanía, sino con sus proyectos inmobiliarios– es casi imposible responder adecuadamente a la demanda social.

Ante este desafío, la solidez y legitimidad de las instituciones adquieren una importancia adicional porque –como señala Habermas– son ellas las que deberán ser capaces de canalizar la resolución de los conflictos. Hoy cualquier discusión de política pública (sistemas electorales, reformas laborales, gratuidad en lo que sea) parecerán parches, porque no hacen mucho para resolver este problema fundamental. La crisis real es de legitimidad y ésta solo se recuperará con algún tipo de acuerdo (por muy pasado de moda que suene). Tal vez serán actores diferentes que los de hace 30 años; quizás será más complejo por la nueva diversidad de la sociedad chilena, o más fácil por la ausencia de la amenaza militar. Pero sin un nuevo pacto, es difícil ver más allá de la crisisificación.

Columna publicada en Capital.cl el 20 de marzo de 2015.

Las opiniones vertidas en esta columna son de responsabilidad de su(s) autor(es) y no necesariamente representan al Instituto de Asuntos Públicos de la Universidad de Chile.