Sonia Montecino: Cómo nos leemos los latinoamericanos

Sonia Montecino: Cómo nos leemos los latinoamericanos
Sonia Montecino, Vicerrectora de Extensión de la U. de Chile.
Sonia Montecino, Vicerrectora de Extensión de la U. de Chile.

En primer lugar, deseo agradecer a la Cámara Chilena del Libro, representada por su presidente Arturo Infante, la posibilidad de inaugurar esta Feria del Libro en mi calidad de mujer, antropóloga y escritora. Estas señas de identidad no son simples rótulos, sino espejeos indiciales de mis palabras y de los sentidos que adquieren en el contexto epocal chileno y latinoamericano.

Agradezco asimismo el que en este año, en el cual las Universidades Estatales interpelan al Estado por un nuevo trato y que nuestros estudiantes junto a otros movimientos sociales reivindican nuevos modos de concebir y distribuir el bien nacional, la Feria haya otorgado a la Universidad de Chile que cumple en noviembre 169 años -es la más antigua de este país- brindando a nuestra nación lo mejor de su conocimiento y creatividad, un espacio para mostrarse en toda la potencia de su calidad republicana y pluralista.

La gratuidad como don con el que vinimos al mundo como sujetos, como sostiene Humberto Giannini, debe ser leída no solo en clave económica sino en la recuperación del antiguo gesto humano del sentimiento de solidaridad entre generaciones que nos han dado la vida, por ejemplo, y a los cuales debemos corresponder. Sin esa cadena de mutuas consideraciones se quiebra un sentido fundamental en nuestros modos de ver el mundo. La palabra gratuidad, que proviene del latín grattuitus, significa "gracia" y de ahí deriva que ser gratuito no tiene fundamento en la razón sino en el sentimiento que deviene del latín.

Es inevitable hablar hoy día desde una grieta, una fisura, un crujido, pero también desde los remiendos de un imaginario que nos confiere la posibilidad de pensar en un horizonte donde los sonidos de la igualdad en la diferencia construyan un tejido -un poncho, un aguayo, un rebozo- que nos abrace y permita tejer y destejer de manera permanente eso universal y eso particular que nos reúne y dispersa, que nos conjunta y disyunta. Hemos sido convocados y convocadas por una interrogante sobre los modos en que circulan textos, ideas, diálogos entre los países de América Latina, una pregunta por el cómo nos leemos los latinoamericanos. Por cierto esa cuestión se formula en el subtexto del poder de las industrias globales del libro y de los nuevos soportes de la palabra escrita (eso que se llama la era digital), pero sobre todo en un momento en que los derechos culturales, y las ciudanías culturales, cobran espesor y vigencia situando y desplegando otra interrogación que se ancla en el acceso y participación de las diferencias, de las minorías, de los excluidos y borroneados, al capital cultural, a las políticas simbólicas y a la lucha por la interpretación del mundo y las cosas. Desde ese lugar es que la pregunta por cómo nos leemos trae consigo la tensión entre lo igual (me refiero en términos de igualdad de derechos y no de identidad o unicidad) y lo diferente, en un tinglado en que los imaginarios tienden a estar "tomados" por la mercadotecnia comunicacional -por su concentración perversa- y en que una aparente democratización de la cultura opera en los espacios virtuales.

Sin duda que nos leemos entre latinoamericanos, toda vez que el mercado trasnacionalizado de la palabra escrita vende figuras, ciertos betseller, o cuando unos cuantos escritores o escritoras cruzan el "gran charco" para recibir el preciado nobel u otro galardón europeo; pero no seamos ingenuos (al menos desde Chile): quienes leemos novelas, poesía, ensayos o textos científicos somos las élites y a veces algunos segmentos populares y de las clases medias que sólo pueden comprar, en la mayoría de los casos, betseller o libros de autoayuda, libros pirateados que los vendedores marginales vocean en las cunetas de las calles antes de ser reprimidos por la policía. Impuestos desmedidos (es nuestro caso), carencia de políticas culturales y desvalorización -o a veces miedo- de los mundos y las ideas que emergen cuando se abre un libro conspiran para que las desigualdades en el goce de la palabra escrita se naturalicen y se reproduzcan. No es extraño, de nuevo hablo desde este país, que cada vez se reduzcan más los suplementos de los diarios dedicados a literatura y que las reseñas ocupen casi el sitio de una estampilla mal pegada o colocada como por obligación; pero el tamaño de una estampilla es lo que me parece notable frente a la alucinada gordura de los suplementos destinados a la economía y los negocios. Así es muy fácil colegir las grandes fracturas que obstruyen las lecturas plurales y la desigual distribución del bien simbólico que constituyen los libros. Si agregamos ahora que no hay circulación fluida, más allá de los fenómenos del mercado literario ya descrito, de las escrituras "otras", de esas que se producen en la marginalidad o centralidad en cada país de nuestra región, el horizonte es aún más sombrío. Posiblemente, los adalides de lo digital como nueva tecnología de amplificación y acceso a la palabra escrita, nos dirán que desde ahí podemos suturar las desiguales aprensiones del capital cultural, sin embargo sabemos que la pobreza en nuestros países no es un recordatorio para la beneficiencia, ni una mariguanza estadística, sino una grieta que nos pena y apena. Si en el siglo XIX el tema republicano era construir educación, ilustración, para salir de la "barbarie" y en el XX alfabetizar de manera masiva, hoy día el asunto parece ser recuperarse de un analfabetismo por desuso: el porcentaje de chilenos y chilenas que no entiende las indicaciones de folletos y otros escritos, es abismante; no hay comprensión lectora equivalente a esos índices de modernidad y desarrollo de los que nos vanagloriamos; quizás por eso esté tan de moda usar la letra chica para hacer "pasar gato por liebre" sin que nadie se entere hacia adonde "va la micro".

Quipus, tabletas parlantes, grabados en piedras, geoglifos, signos textiles y alfareros, cantos, bailes, no obstante, han estado vinculándonos desde hace miles de años, comunicándonos en el viejo arte de la lectura de los hilos matemáticamente precisos, en maderas, posiciones astrales, trinacrios, estelas y plumas. Gran parte de las semillas de los frutos que hoy comemos migraron en tanto signos y saberes por todo el continente en las épocas en que nuestros antepasados precolombinos construían sus comunidades, bajo diversas formas organizacionales y políticas. Viajaron con ellos o con nuestros pájaros, pero se esparcieron para construir ciertas genealogías del gusto y ciertas técnicas donde la mímesis, el rito y la palabra unieron diferencias. Esas comunicaciones, quizás lentas porque demoraban siglos, eran de dominio colectivo y nos obligaban a leernos mutuamente, a rechazar algunos símbolos y a incorporar otros. Muchos de esos imaginarios compartidos en la larga duración y expresados en el lenguaje de los mitos (también en el de la cocina y el ritual), lo sé como antropóloga, no han desaparecido en el tráfago de los estados nacionales, del dinero plástico y las pantallas centelleantes. También sé que desde que un libro, la Biblia, impuso un tiempo particular y un conflicto en la memoria oral del universo precolonial, la subversión permanente de sus sentidos y la lucha de la oralitura trazó un camino que hemos heredado trasngeneracionalmente. Todos y todas en América Latina sabemos que decir sí no es decir sí y que pronto, altiro, ahorita, no significan de ningún modo rapidez ni menos diligencia. Es nuestra bastarda apropiación del "hablar en castilla", ladina y zigzagueante la que nos comunica y estoy segura favorece las nuevas y recíprocas lecturas a las que hoy nos han invitado. Pero, antes de eso tenemos que sortear varios escollos, uno, el más complejo y desafiante es no olvidar las diferencias en las posiciones que ocupamos cada cual en la feria. Digo la palabra feria en su origen latino de "día de fiesta", y que de acuerdo a Corominas, "desde antiguo se generalizó la costumbre de celebrar con mercados junto a los santuarios e iglesias los días de las grandes fiestas religiosas, y de ahí que mientras fiesta ensanchaba su área semántica, feria pasaba a quedar restringida a la nueva acepción, en que designaba estos mercados". Entonces el sitio y condición que ocupamos en la feria como mercado, fiesta, o paraje público es clave a la hora de dialogar, al momento de decirnos latinoamericanos o latinoamericanas que nos leemos mirándonos al espejo o a la opaca distancia de nuestras diferencias. Los mexicanos ocupan el dicho "Cada uno piensa de acuerdo a como le va en la feria" para referirse a la marca que portamos en nuestra existencia colectiva cuando negociamos, transamos, nos regocijamos o sufrimos al encontrarnos en el barroco público del mercado, la fe y la fiesta.

Desde esa encrucijada de la feria como mercado y fiesta es que los mitos, nuestros mitos, quizás nos sirvan -como lo han hecho siempre- para pensar. Mientras escribía esta presentación escuchaba a Luzmila Carpio en sus cantos de cuna aymaras y quechuas, y dos imágenes se cruzaron nítidas para reflexionar sobre este "pie forzado" -en el sentido de la poesía popular- de leernos en tanto latinoamericanos. Una es la del imbunche y la otra de Atahualpa o el Inkarri. El modo de leernos imbunche se refiere a ese niño secuestrado o regalado a los brujos para convertirlo en el fetiche de sus malas acciones. La etimología es mapuche y designa a monstruo, pequeño ser, bicho. Los niños imbunchados se convierten con el paso del tiempo en guardianes de las cuevas y en consejeros y adivinos de los brujos. El devenir niño-imbunche supone, raspar su bautismo y partir su lengua en dos; será deformado y torturado hasta que devenga mestizo de humano y animal: la pierna izquierda adosada a la espalda, la cabeza torcida, descoyuntados los huesos de hombros, caderas y rodillas; obstruidos todos sus orificios, excepto la boca. Es alimentado con leche de "india" y especialmente de carne de "angelito" (niño fallecido) que lo nutrirá del poder de las almas muertas. Crece aislado, solo, sin escuchar voz humana. El imbunche no sabe hablar, sólo grita y bala; pero es el fiel portero de las cuevas; para entrara a ellas hay que besarle el trasero y hacerle una reverencia en señal de sumisión, él responderá con un lamido. El imbunche sufre de manera permanente el azote de los brujos para obligarlo a salir de su cueva y transformarlo en compañero de sus correrías nocturnas. Nuestro José Donoso trata, en el Obseno Pájaro de la Noche, al imbunche como alegoría del sujeto chileno siempre devenido, infinitamente transmutado: de inquilino a patrón, de masculino a femenino, de perro en vieja o viceversa; pero siempre cocido, amarrado, enmudecido por las manipulaciones del poder político, económico o sobrenatural, también constantemente desdoblados, en un juego infinito de amor y odio, de miedos y de sumisiones recíprocas.

Desde el mundo andino el modo de leernos Inkarri, Inca Rey, a veces representado, en la tradición oral como Atahualpa y otras como Tupac Amaru, relata el trauma de la conquista en tanto el Inkarri es una divinidad, un Rey que creó las cosas y fundó el Cusco. Al arribo de los colonizadores, el Españarri (Rey de España) lo apresó con engaños, torturándolo y diseminando sus miembros por los cuatro costados del Tawantinsuyu. Sin embargo, la cabeza del Inkarri quedó viva -sepultada en el Cusco según algunas versiones- y se regenera en secreto, creciendo cada día bajo tierra. Cuando se logre juntar la cabeza con las piernas y las manos del Inkarri se producirá un cambio en el orden del mundo, re-estableciéndose de acuerdo a algunos las antiguas estructuras, o trocándose, de acuerdo a otros, las jerarquías y modos de vida desiguales que nacen con la invasión europea. Se ha asociado al Inkarri con la muerte de Atahualpa y a sus últimas palabras "volveré convertido en culebra". José María Arguedas recogió en 1955 este relato, que de algún modo está asociado al Sueño del Pongo que publica en 1965, y que narra los padecimientos del indio trabajador de hacienda, huacho y desvalido, mudo, que acepta el maltrato del patrón sin decir palabra. No obstante, el pongo la única vez que habla es para desafiar al patrón en la interpretación de un sueño que tiene con San Francisco, en el cual la imagen del cuerpo del dueño de la hacienda aparece cubierto de miel y el del pongo de excrementos. El patrón se burla de la obviedad del significado, sin embargo en la conclusión del relato onírico el pongo dice: " Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos...con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria, y luego dijo: "Todo cuanto los ángeles podían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro¡ Despacio, por mucho tiempo".

El modo imbunche y el modo Inkarri sugieren un buen acertijo para responder a la interrogante de cómo, y si podemos leernos mutuamente. En el primer caso se trata de un símbolo que se instala en lo tapiado, es decir en la palabra "encuevada", secuestrada por el poder, manipulada. También nos dice: cada uno en su oquedad, y que las diferencias son devenidas y confundidas, mestizadas, entreveradas, entendidas no como opuestos sino como giros y mutaciones permanentes, transustanciaciones. El modo inkarri, nos habla de la violenta masacre de un cuerpo divino por el suceso colonial, de un desmembramiento. Descuartizada y sacrificada -ritualmente- la unidad -cuerpo del Rey Inca, sin embargo, no hay muerte: la cabeza enterrada viva promete en su ensanchamiento, en su crecimiento secular, volver a unirse y con ello producir igualdad: pobre y rico se lamen mutuamente miel y excrementos (no olvidemos que la miel tiene el color del oro y que los excrementos son alegorías del dinero).

Estos imaginarios son lo que pienso pueden hacernos más fácil leernos (lamernos) mutuamente, esa cabeza que crece y crece bajo tierra es como una semilla gigante que promete "juntar la noche con el día, el olvido con la memoria", ese cuerpo descuajeringado e intervenido del imbunche graba a fuego y con dolor el doble vínculo con nuestro pasado y con el hoy salpicado y veteado de las censuras con que el excremento-dinero clausura la circulación libre de los mundos, y de los libros que no pueden ser leídos porque los pongos parecen olvidar sus sueños y porque los imbunches ya no recuerdan su propio poder. Y porque parecen olvidar también la lectura de los Arguedas y Donosos, de Molloy, Eltit, Chihuailaf, Bello, Simón Rodríguez, pero recitan sin problemas a Foucault y a los autores hegémonicos anglosajones.

Aunque apoltronados y ensordecidos por la musiquilla y el brillo del espacio cibernético, sin embargo, el leve sonido de la cabeza del inkarri que crece en busca su cuerpo, puede despertar a imbunches y pongos. Quizás esta feria, así como ha sido concebida de manera inédita (con abierta participación de universidades estatales, debates y foros culturales) y las próximas ferias del libro en América Latina, en ese sentido de fiesta y paraje público, puedan servir para propiciar que las voces nuestras se mezclen, se confundan -en su modo conflictivamente mestizo- y productivicen - como aquella cabeza gigante, que enterrada en el Cusco algún día lo hará- los imaginarios que más allá o más acá de los mitos nos especifican en la palabra ilegitima de nuestras diferencias.

Por último, mantener, recrear y luchar por esas palabras ilegítimas, bastardas y llenas de las sombras de nuestros antepasados -de aquellos que hoy seguimos obliterando porque nos recuerdan la mancha mongolica, la callana que se instala pese a todo en nuestro cuerpo- es un imperativo para el diálogo y la lectura de y entre latinoamericanos. Se les ha ocurrido a los empresarios chilenos hoy día cambiar la palabra choro por la de mejillón, dicen que así pueden exportar mejor nuestro Mytilus chilensis, ese preciado bivalvo cuya etimología es quechua y cuya semántica hace posible que exista el choro o la chora del barrio, creernos el chorito de las pampas, chorearnos (ahora se cambia por "malestar") y por cierto "chorear" -sobre todo libros-; ni que decir que el chorito femenino trocado en mejillón no convence en su metonimia de bueno para ser comido (lamido, para seguir con nuestro mitos). Esta venta rídicula de la "imagen-país" por cierto no logrará clausurar, imbunchar, las identidades que han venido reformulándose, resistiendo hace siglos, pero sin duda descuartizan y desmembran permanentemente los cuerpos de estas palabras con las cuales interpretamos el mundo, nuestro mundo particular y universal a la vez. Pero, tendrán que saber los empresarios y quienes detentan el poder, que aunque despedazados los trozos nuestros, la cabeza enterrada lee bajo la tierra, se agiganta con la escritura y la oralitura, deviene animal, humano, hombre y mujer, planta, sueño y bramido aterrador, imbunche, pongo y divinidad creadora de las cosas.

Felicito entonces a la Cámara Chilena del Libro, a su máxima autoridad y a su directorio por instalar la pregunta de cómo nos leemos, aprovechemos este paraje público y de fiesta, esta feria para re-anudar los viejos diálogos y las nuevas conversaciones de escritores y escritoras latinoamericanos, intelectuales, que luchan por la palabra y su ciudadanía múltiple en un mundo que cruje, que reclama la democratización de la cultura y la diseminación de sus símbolos más allá del mercado que la fetichiza, folkloriza y esencializa. Es la cabeza del Inkarri, en esa fragmentación nuestra, que existió antes que la postmodernidad neoliberal pusiera de moda el fin de los grandes relatos, la que cruje hoy día en su tremenda calidad de semilla monstruosa -como llega a ser todo lo bello- la que nos urge a conversar, platicar, murmurar y a leernos (lamernos) en la inquietud del movimiento igual y diferente de nuestros ponchos, aguayos, mantas, huipiles, zarapes, iquillas y rebozos.

Muchas gracias.

 

Sonia Montecino
Vicerrectora de Extensión
Universidad de Chile