Entrevista de Palabra Pública

Remedios Zafra: El poder del hartazgo

Remedios Zafra: El poder del hartazgo
La filósofa española Remedios Zafra. Foto: Gentileza de la autora
La filósofa española Remedios Zafra. Foto: Gentileza de la autora
El vendedor de pájaros (2017), de la artista Bruna Truffa.
El vendedor de pájaros (2017), de la artista Bruna Truffa.
Portada de la última edición de Palabra Pública "Un nuevo ciclo para Chile".
Portada de la última edición de Palabra Pública "Un nuevo ciclo para Chile".

En 2010, cuando predecir una pandemia sonaba a fantasía, cuando faltaba una década para que el trabajo invadiera la vida con el auspicio de WhatsApp y las reuniones se hicieran en pantuflas vía Zoom, Remedios Zafra (Zuheros, 1973) publicó un libro que hoy pone la piel de gallina. En él planteaba un futuro cercano en el que pasaríamos cada vez más tiempo detrás de una pantalla para trabajar; un mundo sin párpados en el que veríamos y seríamos vistos todo el tiempo; una vida reducida a los pocos metros cuadrados de una habitación propia que, a diferencia de la de Virginia Woolf, ya no sería un espacio de libertad, sino de nuevas formas de esclavitud. “No resulta baladí que este movimiento de «vuelta a casa» propiciado por Internet y las formas de relación y trabajo inmaterial ocurra análogamente a las periódicas puestas en crisis de la movilidad por la vulnerabilidad a la que el desplazamiento veloz expone a los cuerpos y al planeta”, advertía en Un cuarto propio conectado.

Entre las causas posibles que asentarían lo que hoy llamamos “teletrabajo”, Zafra mencionaba atentados, agentes climáticos adversos o alguna “enfermedad globalizada”, eventos que impondrían “nuevas exigencias de imaginación política y económica derivadas de un sistema capitalista que se debate entre repetirse y reimaginarse, pero no dispuesto a ceder”, advertía. Lo cierto es que la pandemia, este mal de dimensiones planetarias, confirmó su tesis: el trabajo desde casa terminó haciendo más eficientes las formas de producción; muchas empresas ni siquiera necesitan tener espacios físicos, la gente trabaja sin horarios y cada cual pone su propio internet al servicio del empleador. La ansiedad y el cansancio se han exacerbado, y si la línea entre el trabajo y la vida antes era difusa, hoy es imposible distinguirla. En otras palabras, el capitalismo no cedió: se volvió incluso más agresivo.

“El sistema no solo no ha frenado, sino que ha dado una nueva vuelta de tuerca. Al teletrabajo ya normalizado después del experimento hiperproductivo de los confinamientos, se suma la vida-trabajo hilada con viajes, desplazamientos y presencialidad que llevan al agotamiento y al hartazgo de muchos”, explica Zafra desde España, meses después de publicar Frágiles, un ensayo en el que estudia lo que define como “la nueva cultura ansiosa” del trabajo a la luz de la crisis del coronavirus, que ha expuesto como nunca la vulnerabilidad de los cuerpos, pero también los vicios de las prácticas laborales y la autoexplotación. El libro es una suerte de continuación de El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital —ganador del Premio Anagrama de Ensayo 2017—, obra que la instaló como una de las principales pensadoras en torno a la cultura contemporánea, la creación e internet.

Ese texto fue un remezón: Remedios Zafra diagnosticaba una industria cultural impulsada por un entusiasmo fingido de sujetos dispuestos a sacrificar sus vidas a cambio de pagos simbólicos —reconocimiento, aplausos, likes— o de esperanza de vida pospuesta —“haré esto gratis porque algún día dará réditos”—. Un entusiasmo que serviría de motor para trabajos culturales, creativos e incluso académicos; tareas pasajeras que consumen energía y tiempo, que quizás suben la autoestima, pero que no aseguran ni dinero ni un buen vivir. “Como si la pareja «pobreza y creación» actualizara, en un giro y engarce temporal, aquella época anterior a la invención de la imprenta en la que, sugería Smith, «estudioso y pordiosero» eran palabras casi sinónimas”, escribió en ese ensayo angustiante que sacó ronchas e hizo, incluso, que se le acercaran varios precarios a reclamarle por hacerlos tomar conciencia de sus “vidas poco vivibles”.

Frágiles, de hecho, nace en parte como una respuesta a una de esas quejas, un impulso que la lleva a hacer un diagnóstico más extenso sobre cómo el trabajo en el siglo XXI —y en especial luego del coronavirus— va secuestrando cada vez más la vida íntima, sobre cómo devora nuestros tiempos de ocio y exige más y más deberes. ¿No son la visibilidad, la autopromoción y la construcción de identidad en redes sociales nuevas obligaciones para ser alguien, tener éxito y existir?

“Cuando escribí Un cuarto propio conectado, la idea que teníamos del teletrabajo abarcaba una gran cantidad de actividades intelectuales, reflexivas, creativas, administrativas y de gestión que podíamos hacer en casa, habitualmente ‘en silencio’ —dice Zafra, que además de ensayista y académica es Científica Titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España—. Uno de los cambios más evidentes ha sido que el cuarto propio conectado en los dos últimos años de pandemia se ha vuelto ruidoso e intrusivo. Las ventanas de interlocución se han multiplicado y muchos normalizan que puedan videollamarnos en cualquier momento, fracturando ese espacio-tiempo que con mucho esfuerzo estábamos configurando como espacio para recuperar la atención perdida y lograr un ‘trabajo con sentido’. De pronto, el trabajo ha explotado en actividades que se concatenan en la pantalla sin apenas transición y descanso”.

¿Crees que la realidad del trabajo es hoy peor que como la imaginaste en 2010?

—Ha cambiado en muchos sentidos, y confío en que siga cambiando para configurar mejores organizaciones de tiempos de vida y trabajo. El escenario se ha hecho más complicado con la vuelta de muchos trabajadores a la presencialidad “sin” restar el teletrabajo que se ha instalado como dinámica normalizada. La problemática exige tener en cuenta varias cuestiones. Por un lado, abandonar la visión acomplejada de que el trabajo es el lugar al que se va y no “la práctica que se hace”, de forma que muchos piensan que la presencialidad es “en todos los casos” la mejor opción, sin valorar que es también la más contaminante y la que suma más tiempos a trabajos que en gran medida podemos desarrollar en casa y que tienen (y deben tener) el mismo reconocimiento. Por otro lado, racionalizar nuestros tiempos de trabajo, aprender a gestionarlos, a exigir horarios y respeto por los tiempos propios y de descanso. Pienso que el teletrabajo es un modo imprescindible y necesario para una vida mejorada y para lograr un mayor compromiso con los demás y con el planeta, pero no puede ser impuesto, sino negociado y personalizado. No puede ser considerado como un extra de tiempo invisible y sumado al presencial.

Durante la pandemia millones de personas han renunciado a sus trabajos, ya sea por una toma de conciencia de la explotación laboral, por la crisis del cuidado infantil o porque las ayudas gubernamentales han permitido correr el riesgo. En inglés lo llaman The Big Quit y Paul Krugman cree que esto es una gran reformulación del capitalismo. ¿Cómo ves esta situación?

—La veo con esperanza, porque el capitalismo contemporáneo se apoya en la desarticulación colectiva y en el espejismo de éxito individual sobre la desaparición de un suelo de garantías sociales que contribuye a normalizar la precariedad hiperproductiva sin mayor respuesta que la queja solitaria. No contaban con que la queja es contagiosa. En este sentido, la pandemia ha sido el “gran interruptor” que ha permitido a muchos frenar y tomar conciencia. De la fragilidad de los cuerpos de manera dura y cotidiana, pero también del sinsentido de una vida que nos hace infelices cuando nos dociliza y convierte en engranajes de la máquina.

Da la impresión de que el capitalismo, en vez de reimaginarse durante la crisis, se radicalizó.

—El capitalismo siempre busca sacar partido de las coyunturas, pero en este caso no ha valorado el hartazgo de quienes se han visto frágiles y han empezado a moverse en otro sentido. Lo que ha ocurrido en Estados Unidos con la gran dimisión es ilustrativo de este otro tipo de contagio no esperado por el sistema y que sitúa, por una vez, a los empleadores sin instrumentos para actuar. Porque cuando una persona abandona un trabajo que considera precario, injusto u opresivo puede que no movilice más allá de su dignidad, pero tiene la fuerza simbólica de generar preguntas en el de al lado. El contagio social también se da como forma de movilización y activismo. Y en este caso es más llamativo, puesto que la herramienta predictiva del capitalismo se basa en lógicas algorítmicas (sostenidas en estadísticas sobre “lo ya vivido”) y no ha podido prever la situación. Cierto que para que ese ejercicio de contagio tenga lugar se precisa un dejar de mirar al frente (la pantalla) y volver la mirada a quienes están al lado.

Lee la entrevista completa en la última edición de Palabra Pública, aquí.